El cine para mirar (en la pantalla) se hilvanó en uno desde muy pronto con el cine para leer (en las revistas, en los libros, en los periódicos). En esta escuela hemos rendido tributo a algunos de esos escritores de cine que despertaron el deseo por unos filmes que iban a amojonar nuestra cinefilia y nos enseñaron a mirar (mejor, más hondo) las películas que amamos, y así amarlas aun más. Uno de esos maestros fue -sigue siendo- Serge Daney, a cuyos textos -cardinales- volvemos a menudo.
Serge Daney
Como estos días a El travelling de "Kapo" (aquí, en inglés y aquí en español), que puede leerse como si de su testamento se tratara. El texto apareció en la revista Trafic (que él mismo había fundado) en el otoño de 1992, unos meses después de su muerte, lo venía preparando desde dos años antes. Dos años después se publicó a modo de umbral en Persévérance, un viaje por su memoria cinéfila a través de una entrevista con Serge Toubiana.
El texto de Daney se remonta a uno de los momentos primordiales -fundacionales- de su cinefilia; no una película, sino un artículo sobre Kapo, un filme de Pontecorvo, publicado en un Cahiers -de los amarillos- de junio de 1961 y firmado por Rivette. Su título, De la abyección. Daney cita unas líneas que se le quedaron grabadas:
Observen, en Kapo, el plano en que [Emmanuelle] Riva se suicida arrojándose sobre los alambres de púa electrificados: el hombre que en ese momento decide hacer un travelling hacia delante para encuadrar el cadáver en contrapicado, teniendo el cuidado de inscribir exactamente la mano levantada en un ángulo del encuadre final, ese hombre merece el más profundo desprecio.
Hay cosas -había escrito Rivette- que deben abordarse con miedo y temblor, la muerte es una de ellas; ¿cómo se puede filmar algo tan misterioso sin sentirse un impostor? Yo estaba de acuerdo. Y como son raras las películas en las que no muere nadie, había muchas ocasiones para tener miedo y temblar. Ciertos cineastas, efectivamente, no eran impostores. Es así como, siempre en 1959, la muerte de Miyagi en Cuentos de la luna pálida me clavó, desgarrado en mi butaca del Studio Bertrand. Porque Mizoguchi había filmado la muerte como una vaga fatalidad que, como se veía claramente, podía y no podía producirse. Recuerdo la escena: en la campiña japonesa un grupo de bandidos hambrientos ataca a unos viajeros y uno de los bandidos atraviesa a Miyagi con su lanza, pero lo hace casi inadvertidamente, titubeando, movido por un resto de violencia o por un reflejo estúpido. Este hecho posa tan poco para la cámara [de Kazuo Miyagawa] que está a punto de no verlo, y estoy convencido de que a todo espectador de Cuentos de la luna pálida se le ocurrió la misma idea loca y casi supersticiosa: si el movimiento de cámara no hubiese sido tan lento, la acción se habría producido "fuera de campo" o -¿quién sabe?- simplemente no se habría producido.
Elijo apenas cuarenta y tantos -sublimes- fotogramas -de 2.400 y pico-, pero bastan para extender -dilatar, demorar- el tiempo y acrecer el fervor por un plano-secuencia (una escena resuelta en un solo plano, con la cámara montada en una grúa) que sólo dura -en tiempo de pantalla- 1' 41". No importa que la memoria "engañe" a Daney -nos "engaña" siempre-: no se trata de unos viajeros, tan sólo de Miyagi (la gran Kinuyo Tanaka) y el hijo que lleva a la espalda. No le engaña en lo esencial: no hay forma de describir mejor ese azar aciago que culmina -despojado de énfasis alguno- en la muerte de Miyagi. Como si la cámara misma se viese sorprendida y fuera de lugar (no está en el lugar -en el ángulo- donde cualquier cineasta la emplazaría sabiendo de antemano que esa muerte se producirá), hasta tal punto que la escena diríase rodada contra el guión. Un desajuste que deviene un emblema de la mirada de un gigante del cine. Dejemos que lo comente Daney:
¿Culpa de la cámara? Disociándola de las gesticulaciones de los actores, Mizoguchi procede exactamente a la inversa de Kapo. En lugar de una mirada embellecedora, una mirada que "hace como si no viera", que preferiría no haber visto nada, y de esa manera muestra el acontecimiento tal como se produce, fatalmente y al bies. (...) Estoy seguro de que en ese preciso instante cualquier espectador de los Cuentos... sabe sin duda alguna lo que es el absurdo de la guerra. No importa que el espectador sea occidental, la película japonesa y la guerra medieval: basta pasar del acto de señalar con el dedo al arte de designar con la mirada para que ese saber, tan furtivo como universal, el único del que es capaz el cine, nos sea otorgado.Daney -he ahí su magisterio- ilumina la forma de lo que (sólo) aprendemos con el cine. Esas lecciones de la escuela de los domingos.
Excelente entrada, que nos devuelve al hoy algo olvidado Daney y su visión ética del cine: una suerte de escuela alternativa, como dice el título de este blog de referencia.
ResponderEliminarPor cierto, estaba leyendo casualmente el libro "Paisajes de la modernidad" de Domènec Font, que cita en una nota al pie un artículo de Víctor Erice para Nuestro Cine (de diciembre de 1962) en el que este se posiciona, al parecer, en contra de la crítica de Rivette sobre Kapo. ¿Conoces este artículo?
Un saludo,
Gracias por el comentario.
ResponderEliminarNo conozco el artículo de Erice que mencionas. Sólo leí unos cuantos textos suyos publicados en Nuestro Cine: alguno que otro en números sueltos de la revista que encontré en librerías de viejo y los demás en una antología recogida en -si no recuerdo mal- un número de Banda Aparte dedicado al cineasta.
Salud.
¡Excelente entrada! Me permito una humilde petición: ¿para cuándo una acerca de Historia del último crisantemo?
ResponderEliminarAunque creo que ya lo comenté hace tiempo, hay un hermoso artículo de Víctor Ericé sobre Serge Daney en la revista Archipiélago hace unos veinte años.
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