La vi por primera vez hace cincuenta años. Fue la primera vez de muchas cosas. La primera vez que vi a una chica capitán de un barco pirata: el capitán Providence al mando del Reina de Saba.
Cartel de Roger Soubie
para La mujer pirata (1951).
La primera vez que vi a Jean Peters. (Mucho después me gustó saber que se empeñó en -y luchó por- encarnar al capitán pirata Anne Providence.) La primera vez que vi morir a la chica de la película: mi primer amor en el cine.
La primera vez que vi una película que acababa mal. (Y aprendí por primera vez que las películas -también- podían acabar así de mal.) La primera vez que vi una película de Jacques Tourneur (sólo que de eso me di cuenta mucho después).
He vuelto a verla. Con Ángeles. He vuelto a verme y aún me reconozco en aquel niño que salía de aquella sesión infantil en el Teatro Principal de Tui sin entender la indiferencia de sus congéneres ante la desgracia de aquel final (aquella congoja que lo colmaba y apenas podía represar); una desgracia de la que ellos parecían no enterarse, como si fuera otra película de piratas más, otra cualquiera, de la que se salía sable en ristre y gritando ¡al abordaje!
Muchos años después me indignó (debió ser aquel niño que sigue ahí) al leer en 50 años de cine norteamericano de Tavernier y Coursodon que la pintaban como una bonita película de piratas. Como poco es mucho más que eso. Es una tragedia sobre la identidad sexual, sobre el descubrimiento de la sexualidad, en una trama de un primer amor traicionado, la historia de una pirata despiadada que se inmola por amor, una herida trazada por la derrota de un vestido amarillo.
La historia de Annie, una huérfana mimada por tres hombres malos en funciones de padres adoptivos y fatalmente enamorada del cuarto hombre, esta vez un hombre bueno, el peor de todos.
Annie, esa chica que va hasta el final -en palabras de Bernard Eisenschitz- aunque sea con la convicción de encaminarse a la propia perdición.
Un filme de apenas 80' con guión de Philip Dunne, un prodigio de concisión y densidad, hondura y levedad, precisión y ensueño; una elegía al tiempo de los piratas -fantasmas de un mundo perdido-, hilvanada con elipsis exquisitas, donde Tourneur da forma a la luz con las sombras -iluminadas por Harry Jackson- para alumbrar un paisaje tenebroso por el que transitan personajes con heridas en la memoria, incapaces de esclarecer y/o represar las pasiones que los tiranizan, un misterio para ellos mismos (algo muy Tourneur: La mujer pantera, Yo anduve con un zombie, El hombre leopardo, Retorno al pasado, Wichita...); un misterio conjugado en términos de luz y sombra, y una puesta en escena donde cobran visos íntimos -pongamos por caso- los pañuelos con que Annie sujeta -y oculta- el pelo -y algo más- o el vestido amarillo.
Sólo hay algo que Tourneur no sabe hacer: subrayar. Basta recordar ese momento en que al mendaz Pierre (Louis Jourdan) le recuerdan que, mientras no capturen al capitán Providence, no recuperará su barco: la cámara sigue su mirada con una panorámica a la izquierda y se detiene un instante en una alacena (el hogar perdido) que se encadena con el Reina de Saba y Annie. Lo que sí sabía Tourneur -un maestro de la ambigüedad- era borrarse. Desaparecer de la película, como por las rendijas de esas elipsis casi invisibles de La mujer pirata.
No sé cuántas veces la habré visto. Esta última me gustó tanto como la primera vez. O sea, más, porque ahora veo cosas que no podía ver en aquella proyección del teatro Principal (mi primera escuela de los domingos).
En realidad, cualquier película de Tourneur se ve... después. Hay que verla otra vez. Más veces. Tan secreto, su mirar; amigo de las sombras. Compruebo ahora en el libro que le dedicó al cineasta la Filmoteca Española y el Festival de San Sebastián en 1988, que apenas si subrayé en las páginas de entrevistas con el director de La mujer pirata estas líneas:
[En Hollywood] Me despertaba todas las mañanas a las cinco y era el primero en llegar al plató. Todo el mundo me gastaba bromas. Estaba solo. Encendía las luces, llegaban los maquinistas, tomábamos café, luego me quedaba solo en la oscuridad y daba mi paseo por el decorado, y cuando llegaban los actores estaba listo, tranquilo, la jornada había sido planificada. Es un trabajo que uno no puede hacer en su casa; hay que jugar con los decorados, no se puede calcular cada plano por anticipado con un lápiz negro y otro rojo, hay que decidir los objetivos. Hay un 50% de inspiración en el momento, una preparación in situ con los accesorios.Cuando le leí a Ángeles estas líneas, comentó: Como a la hora de dar forma a un jardín... Pues eso.
Cómo no imaginar a Tourneur, sólo en la oscuridad, paseando por la cubierta del Reina de Saba esperando a Annie, la pirata de las Indias.
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