24/10/14

El último espectador


No imagino la vida sin el cine. Casi no pasa un día sin que veamos una película... Hace casi un año que no vamos al cine. Acabo de escribir esta frase y me suena casi inverosímil.

Fotografía de Ed Ruscha.

A principios de (este) siglo, algo así sólo (me) sería concebible en caso de catástrofe. Y quizá la catástrofe ha acontecido, pero como tantos otros fenómenos de nuestro tiempo, de forma borrosa o como si no hubiera sucedido. Claro que leyendo La muerte del cine de Paolo Cherchi Usai, el eminente conservador y restaurador del patrimonio cinematográfico (y autor de un estudio sobre Griffith en 12 volúmenes), salta a la vista que la catástrofe empezó con la aurora misma de aquel invento de los Lumière. El primer capítulo del libro de Cherchi Usai (publicado hace casi diez años) representa todo un aviso para navegantes: El cine es el arte de la destrucción de la imagen en movimiento. Alguna vez quedó dicho aquí un dato elocuente que nos recuerda Cherchi Usai: no menos del 80% de las películas producidas en la época muda se ha perdido. Ésa es (también) la historia del cine. De las 85 películas rodadas por un gigante del cine como Mizoguchi se conservan 35; de las mudas, apenas 5 de más de 50, si no recuerdo mal. Pero es que sólo hace sesenta años se cometieron estragos criminales en materiales filmados por quien era ya considerado un artista del siglo XX. A modo de prueba de cargo, véase la imagen y léase el pie:

Fotografía (de la fotografía) de la página 66 
del libro de Cherchi Usai.
En febrero de 1954, los estudios Chaplin, en La Brea Boulevard, en Hollywood, fueron entregados a sus nuevos propietarios, que planeaban adaptarlos a la producción para televisión. El fiel Rollie Totheroh [el inseparable director de fotografía de Chaplin] había enviado numerosos negativos y positivos a Suiza [donde vivía el cineasta], pero todavía quedaban muchos. Los nuevos propietarios tiraron lo que había en la nave de almacenaje, donde se guardaban,entre otras muchas cosas, los gigantescos engranajes de madera de Modern Times (1936), y vaciaron las bodegas para películas, donde se almacenaban las tomas de exteriores de cerca de cuarenta años. Una parte del material, salvada por Raymond Rohauer, fue utilizada por Kevin Brownlow y David Gill en su documental Unknown Chaplin (1983); otra parte no se salvó. Al fondo la casa que Chaplin construyó para su hermano Sidney. Actualmente hay ahí un almacén de comestibles. (Fotografía de la Colección Scott Eyman.)
Chaplin y Paulette Goddard 
en el rodaje de Tiempos modernos.

En las últimas páginas, Cherchi Usai imagina el final del cine, el último espectador:
Llegará el día (antes de lo que pensamos) en que ya no se fabricará película de 35 mm. porque Hollywood ya no la necesitará, y nadie podrá hacer nada para evitarlo. ¿Qué empresa querrá mantener unas instalaciones complejas y costosas para un puñado de instituciones cuya demanda de material cinematográfico a efectos de archivo no cubrirá ni siquiera el coste de producción? Incapaces de preservar el cine por medio del cine, los archivos (sin duda después de algún gesto patético como, por ejemplo, proponer que se fabrique película para que sólo ellos la utilicen) tendrán que enfrentarse a la realidad y buscar alternativas. La proyección de una película se convertirá en un acontecimiento especial, luego en una rareza, y por último en un hecho excepcional. Finalmente no se proyectará nada de nada, ya porque todas las copias supervivientes estarán gastadas hasta el borde del colapso o descompuestas, ya porque alguien decidirá dejar de exhibirlas con el objetivo, de cara al futuro, de duplicar en otros formatos los pocos positivos todavía existentes. Habrá una última exhibición a la que asistirá un último público, o quizá un espectador solitario. Y después se hablará y se escribirá sobre el cine como si fuese una alucinación remota, un sueño que duró un siglo o dos. A las generaciones futuras (para las cuales lo digital será de todas todas el único modo natural de conocer las imágenes en movimiento) les costará entender por qué tanta gente dedicó su vida al esfuerzo por reavivar ese sueño arcaico, esa lengua muerta. 
No habrá nadie para condolerse. Ninguna ceremonia de duelo. La pesadilla de Jean-Pierre Léaud en La maman et la putain de Jean Eustache -un mundo donde los jóvenes no saben qué era eso del cine- será entonces tan real como la vida misma. Como si el cine no hubiera sucedido.

Cine de barrio. 
Barcelona, 1955 (el año que nací). 

Quizá sólo imágenes como esta fotografía de Pepe Sender puedan dar cuenta entonces de la gracia perdida. Y documentar que eso del cine no era un cuento chino. Y que valía la pena tanta porfía por preservar ese sueño arcaico. Hasta el último espectador.

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