31/12/12

La hora en que acaso nos vemos...


El cielo de puro gris llueve sin tregua y la luz nos busca a través de un velo de agua, y parece que no nos encuentra, tan sutiles como fantasmas. Ángeles, acaso por ayudarla, ha encendido el fuego para ponerle un aquel de ocaso a este último día del año, y sin dejar de ser fantasmas de un finisterre dejado de la mano del sol al menos cobrar visos de sombras.


Y uno, para alumbrarlas, trae aquí algún crepúsculo que enciende la memoria de aquel texto de Cortázar que bien pudiera leerse como el backstory del último plano de El rayo verde de Rohmer.

Cazador de crepúsculos

Si yo fuera cineasta me dedicaría a cazar crepúsculos. Todo lo tengo estudiado menos el capital necesario para la safari, porque un crepúsculo no se deja cazar así nomás, quiero decir que a veces empieza poquita cosa y justo cuando se lo abandona le salen todas las plumas, o inversamente es un despilfarro cromático y de golpe se nos queda como un loro enjabonado, y en los dos casos se supone una cámara con buena película de color, gastos de viaje y pernoctaciones previas, vigilancia del cielo y elección del horizonte más propicio, cosas nada baratas. De todas maneras creo que si fuera cineasta tendría las mismas exigencias que con la palabra, las mujeres o la geopolítica.

No es así y me consuelo imaginando el crepúsculo ya cazado, durmiendo en su larguísima espiral enlatada. Mi plan: no solamente la caza, sino la restitución del crepúsculo a mis semejantes que poco saben de ellos, quiero decir la gente de la ciudad que ve ponerse el sol, si lo ve, detrás del edificio de correos, de los departamentos de enfrente o en un subhorizonte de antenas de televisión y faroles de alumbrado. La película sería muda, o con una banda sonora que registrara solamente los sonidos contemporáneos del crepúsculo filmado, probablemente algún ladrido de perro o zumbidos de moscardones, con suerte una campanita de oveja o un golpe de ola si el crepúsculo fuera marino.

Por experiencia y reloj pulsera sé que un buen crepúsculo no va más allá de veinte minutos entre el clímax y el anticlímax, dos cosas que eliminaría para dejar tan sólo su lento juego interno, su calidoscopio de imperceptibles mutaciones; se tendría así una película de esas que llaman documentales y que se pasan antes de Brigitte Bardot mientras la gente se va acomodando y mira la pantalla como si todavía estuviera en el ómnibus o en el subte. Mi película tendría una leyenda impresa (acaso una voz off) dentro de estas líneas: "Lo que va a verse es el crepúsculo del 7 de junio de 1976, filmado en X con película M y con cámara fija, sin interrupción durante Z minutos. El público queda informado de que fuera del crepúsculo no sucede absolutamente nada, por lo cual se le aconseja proceder como si estuviera en su casa y hacer lo que se le dé la santa gana; por ejemplo, mirar el crepúsculo, darle la espalda, hablar con los demás, pasearse, etc. Lamentamos no poder sugerirle que fume, cosa siempre tan hermosa a la hora del crepúsculo, pero las condiciones medievales de las salas cinematográficas requieren, como se sabe, la prohibición de este excelente hábito. En cambio no está vedado tomarse un buen trago del frasquito de bolsillo que el distribuidor de la película vende en el foyer".

Imposible predecir el destino de mi película, la gente va al cine para olvidarse de sí misma, y un crepúsculo tiende precisamente a lo contrario, es la hora en que acaso nos vemos un poco más al desnudo, a mí en todo caso me pasa, y es penoso y útil; tal vez que otros también aprovechen, nunca se sabe.


Tiene razón Cortázar. Nunca se sabe qué nos espera en los adentros. Una película, acaso.

28/12/12

La niña, el gato y el lío en la sábana


Pasé unas horas estos días en Tui revolviendo papeles viejos. En un cuaderno de hace veinte años encontré el fragmento de una conversación de Rohmer con Renoir a propósito del cine de los Lumiêre (tomada de un libro, una revista o un programa de televisión, o vete a saber de dónde) y pensé que traerlo a esta escuela sería una buena forma de celebrar el 117 cumpleaños del cine -del cinematógrafo- este día de los inocentes, porque nadie -salvo Langlois, quizá- ha hablado con tanta pasión de los filmes de los Lumiêre como Renoir: El cine tiene algo genial. Es muy difícil definir ese genio. hay muchas definiciones. Yo mismo me despierto con una definición nueva cada mañana. A veces me digo que sólo es un signo extraordinario de la vida de nuestra época. Otras veces pienso que es un medio para expresar lo que tenemos en nuestra imaginación. En realidad, creo que el cinematógrafo es un poco de todo. Y Rohmer apunta que Renoir acaba de definir las dos tendencias del cine: la tendencia Lumière, como expresión del presente inmediato, y la tendencia del cine de ficción, que intenta expresar nuestros sentimientos y lo que tenemos en nuestro ser (otros la llamarían tendencia Méliès). Entonces Renoir nos regala el mejor momento de aquella entrevista, donde digamos que alumbra el genio del cinematógrafo: Sí, pero lo que me parece interesante es que la tendencia Lumière, aunque motivada por el simple deseo de reproducir la realidad, representa una puerta abierta a la imaginación más loca. Veo más fantasía en algunas imágenes que acabamos de ver en la pantalla que en algunos cuadros  que pretenden ser fantásticos. Creo que hay en estas imágenes de Lumière algo que me recuerda un poco a lo que hacía Rousseau [el pintor Henri Rousseau, claro]. Es decir, que hay un deseo muy sincero de copiar la realidad sin añadir ni quitar nada, pero el resultado es la creación de un mundo, de un mundo que existe en la realidad, pero que existe también, y tal vez con una fuerza superior, en la imaginación del aduanero Rousseau, o en la imaginación del cámara que filmaba a la niña con el gato.

La niña y su gato de los Lumière. Un filme de 40 segundos en un solo plano que data de 1899 o 1900, que transmite la maravillosa tensión entre el azar y la planificación del cinematógrafo de los orígenes, y plantea la pregunta fundadora que todo cineasta debe afrontar, cómo relacionarse con los accidentes:





Y cómo no traer un gato (¿o será un tigre?) del aduanero Rousseau:


De la tendencia del cine de ficción no he encontrado mejor definición que la de aquella mujer napolitana -y en napolitano- evocada en Montedidio por Erri de Luca: 'o mbruoglio int'o lenzulo... El lío en la sábana es la película, el cinematógrafo. Qué mejor fiesta de los inocentes que celebrar la niña. el gato y el lío en la sábana.

24/12/12

Una rosa del desierto


Estas imágenes corresponden al último plano de Wagon Master, una panorámica que se prolonga después del The End, hasta el fundido negro final que envuelve el potrillo con la noche del cine.


Pero en realidad no son las últimas, ya las habíamos visto antes, justo al comienzo de este peregrinaje hacia la Tierra Prometida, cuando la caravana cruza el río, a las puertas del desierto, con rumbo Oeste.


Son imágenes que regresan, como vuelven los recuerdos con la sombra del tiempo. A cobijarnos. Y las lágrimas. Con la sal. Que vela cuanto no podemos olvidar. (Conserva como la música, decía Erri De Luca, y lloramos para preservar la memoria de lo primordial.) Wagon Master.


Una película de ésas con las que alcanzas tal grado de intimidad que no son extraños momentos -verdaderos raptos- donde ya no ves por tus propios ojos, o mejor (en este caso), donde la mirada de Ford te los ha arrebatado y ves por los suyos. Miras por su mirar.


Con todo el miramiento con que mima las miradas.



Si hubiera que cartografiar un Ford Land perderíamos el tiempo en Monument Valley, por más que allí le hayan dedicado (con todo merecimiento) el John Ford Point, porque aquél sólo existe en las miradas donde cuaja su cine.


John Ford hizo Wagon Master (1950) para él.


Como quien escribe un pequeño poema en un papel al acaso.


Como quien dibuja el desmayo de una mujer en un sobre usado o un lienzo pequeño con flores del camino para pintar el amarillo cardinal. O la cerca que extrema con un jardín salvaje.


Como quien canta una balada en voz baja mientras riega la rosa antigua.


Fue el último western donde se permitió un final feliz. A su manera (porque también tiene un aire leve de réquiem por el Oeste), pero feliz.


Fue la última vez que le concedió a sus héroes errantes un hogar. Fuera de campo, pero un hogar.


Fue la última película con Joanne Dru.










Sólo hizo dos películas con ella, pero aquella cómica de la legua, qué digo de la legua, de millas y millas de desierto (de Arizona) en los confines de Monument Valley, la inolvidable Denver de Wagon Master, se consagra para siempre como una las mujeres fordianas por excelencia, como las que encarnó Maureen O'Hara para Ford.


Si no fuera por Tres padrinos, casi se podría ver como el cuento de navidad de aquel cineasta mitad posible, mitad imposible; mitad genio, mitad irlandés, como lo definió Frank Capra.


Se diría que Wagon Master representa un ejemplo excelso del estilo tardío de Ford, como El Arte de la fuga para Bach, aunque todas las películas que rodó tras las 2ª guerra mundial pintan el aire de un ocaso entre los seres y las cosas, como Velázquez.


Si no el más bello de sus filmes, Wagon Master se cuenta desde luego entre los más bellos: su obra maestra (más) desconocida.


Creo que debió ser el fracaso de público que menos le dolió a Ford, tanto había disfrutado (quizá como nunca) en el aquel de filmar -en familia, con su compañía- un western esencial, lírico, encantado.


Una película pequeña -de cámara-, con una modesta financiación y sin estrellas, portadora de un cine con mayúsculas.


Hay que escuchar cómo hablaba Ford en sus últimos años de los especialistas, de los figurantes, de los navajos. Un cineasta tan lacónico a propósito de su cine no ahorraba palabras para rendir tributo a aquellos que rara vez aparecen en los créditos.


Y cada una de las presencias de Wagon Master merece un crédito en la pantalla. Aunque no puede haber mayor homenaje a esas gentes de Ford que la forma en que las filmó.


Puro cine, es decir, pura música. Y la coreografía de un camino hacia el Oeste (la única historia que de verdad cuenta en Wagon Master). Un río de imágenes primordiales.


La voz de un poeta que canta lo perdido, y nos lo devuelve intacto, como si lo viéramos por primera vez. O sea, puro Ford. En estado de gracia.





Puro Ford la cabalgada de Travis Blue. Cómo no extasiarse ante la pantalla, colmada por la gracia de un centauro. Nadie nunca montó en el cine como Ben Johnson (que dobló al propio John Wayne en alguna galopada de Fort Apache). Nadie nunca filmó las cabalgadas como Ford. Nadie nunca volverá a filmar el aquel de los centauros. Nuestra mirada sueña en Wagon Master el milagro de un arte perdido.






La forma que vemos es la forma de hacerlo Ford. Cada fotograma lleva su huella digital, el adn de su cine.


Donde no pasa nada, o casi nada, porque, para quien sabe mirar cómo Ford y Bert Glennon -y Archie Stout en la segunda unidad (dos de los directores de fotografía preferidos del cineasta)- pintan el aire con la luz, para envolver a Joanne Dru cautivando a Ben Johnson, encadenando a Travis con Denver, ya ha pasado todo cuanto uno desea mirar.


Una de las más hermosas historias de amor filmadas por Ford: tan sencilla, tan delicada, tan tierna, tan desnuda; sin un sólo beso, sin un "te quiero": Travis y Denver apenas si se tocan cuando bailan, o cuando él la ayuda a bajar de carromato, pero las distancias, las miradas, y los movimientos del cuerpo transparentan los transportes del alma.



Wagon Master es de esos filmes que no se dejan palabrear, tan inermes quedan las palabras, para los que parece haberse inventado esta herramienta que permite callar, y cantar su memoria con pedacitos de cine.


Denver.



Una flor del desierto.

El detalle de la rosa ante la foto de John Ford 
(con un aquel de campesino del cine) es cosa de Ángeles. 
Ella dice que sólo la puso en mi mesa. 
Pero sabiendo que escribía sobre Wagon Master
uno de sus ford preferidos... 
Por cierto, la rosa es una William Shakespeare.

Joanne Dru.


Una rosa del cine de John Ford.