Edición de 1932 de Huracán en Jamaica.
La primera data de 1929.
Richard Hughes tenía 29 años
y se estrenaba como novelista.
Obras como Huracán en Jamaica de Richard Hugues, pongamos por caso, que uno sólo llegó a conocer después de ver en televisión Viento en las velas (1965), como se tituló aquí la adaptación cinematográfica dirigida por Alexander Mackendrick, y leer en un Dirigido por de finales de los ochenta, si no recuerdo mal, una (imprescindible) entrevista de Antonio Castro con el cineasta que, muy humilde, se lamentaba de que su película no le hiciera justicia a la obra maestra de Richard Hugues. No mucho después encontré una edición de bolsillo y pude leer Huracán en Jamaica, una novela espléndida, como la calificó José María Latorre en el capítulo dedicado a la infancia perdida en esa vuelta al mundo de la adaptación que nos depara Los sueños de las palabra, quizá el mejor libro que se haya escrito aquí a propósito de los tránsitos entre la literatura y el cine o, como apunta el propio autor, sobre la adaptación como pretexto (o como pre-texto).
Hace nada leí que la directora de una editorial de libros infantiles -concebida para promover el respeto a la diversidad- proclamaba que los cuentos tradicionales son un horror y se preguntaba qué valores enseña un cuento como Hansel y Gretel donde unos niños mataban a la bruja y luego le robaban; todo eso dicho, por lo visto, como en broma. Hay que ser bien zote. No es de extrañar que tantos niños dejen de leer después de padecer libros (infantiles) que, en lugar contar buenas historias, los ilustran con valores (que deben ser inculcados). Como si ése fuera el propósito (o la obligación) de la literatura (y el cine). Se prefiere la enseñanza de valores (que, por otra parte, nunca pueden ser enseñados más que por ósmosis, es decir, a través del ejemplo y del ejercicio de la razón) y se desdeña la experiencia primordial -íntima y conmovedora- que representan la literatura y el cine en el aquel de exponer a los niños a los misterios donde, más allá (o más acá) de la razón, germinan iluminaciones, vías de conocimiento, una poética de las sombras, que sólo por los caminos del arte (de la literatura y el cine) resultan accesibles. La experiencia que se destila, pongamos por caso, en El espíritu de la colmena. La experiencia germinal que vivió Víctor Erice.
Tanto la novela de Richard Hughes como la película de Mackendrick abordan ese tema tan políticamente incorrecto, y del que huye como de la peste la llamada literatura infantil y juvenil: los niños como semilla del caos, esos niños fatales que llevan la perdición a quienes caen bajo su influencia, como John Mohune a Jeremy Fox en Los contrabandista de Moofleet de Lang (adaptación de Moonfleet de John Meade Falkner) o aquellos hermanitos a la institutriz en Otra vuelta de tuerca de Henry James (llevada al cine por Jack Clayton en The Innocents, entre otras adaptaciones). Angelitos.
Y, desde luego, los niños de Viento en las velas, esa simiente dañina que los filibusteros no saben ver (por más que tengan delante de los ojos) -Sólo son niños, dice Chávez (Anthony Quinn), el capitán pirata-, una ceguera que les costará la vida: la inocencia letal que Philip Kemp designó como el tema que pespunta la filmografía de Mackendrick, con ese doble sesgo de candor y ofuscación, o mejor, a través de la dialéctica entre la inocencia como estado del alma y como déficit de percepción.
Alexander Mackendrick
En ese sentido, era el cineasta ideal para amasar esa levadura diabólica que -en unas líneas magistrales de Hughes- aquellos desventurados piratas, en un raro rapto de lucidez, llegan a percibir en los niños de Huracán en Jamaica que les cayeron en desgracia. Y tal como sucedieron las cosas diríase aun que el destino le tenía reservada la adaptación de la novela, pero estuvo jugando al gato y al ratón con el cineasta durante quince años.
(Los fotogramas pertenecen a Viento en las velas, sobra decirlo, y también que continuará.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario