Volvimos a ver Mulholland Drive. Este Lynch -ya también imprescindible- se lo debo a Ángeles. Me explico: me gustaba pero no me encantaba, y me irritaba tanto como me tentaba, y el hechizo de esa Naomi Watts -que es Betty Elms y es Diane Selwyn, y es la inocencia y es la furia, y es el sueño del deseo y su pesadilla, y el éxtasis y el extravío- no me colmaba; pero cada vez que hablaba de Mulholland Drive con Ángeles, sus palabras avivaban el rescoldo de un celuloide que seguía ardiendo en la memoria del cine que cobija. Y ahora, al ponerle los ojos encima una vez más, no es que uno se sienta colmado es que ya no va a poder pasar sin verla, como una ceremonia espectral de noviembre (un mes propicio a los contrabandos con el trasmundo), como si de un ritual de cuerpos abiertos se tratara.
Mulholland Drive fue un piloto de televisión y acabó siendo una película. A principios de los 90 cuando entrábamos en A Coruña podía verse a la derecha de la avenida una gran valla publicitaria con un gran primer plano del rostro de una chica muerta en un lecho de plástico y la frase "¿Quién mató a Laura Palmer?": era la campaña de Tele5 para promocionar Twin Peaks, la serie de David Lynch producida por la ABC. Resulta a la fuerza irónico a veinte años vista que la cadena lanzara aquella operación de prestigio con una serie -ya en aquel momento o muy pronto- de culto: total, ¿para qué? Dejémoslo ahí.
David Lynch
Pues bien, a finales de los noventa, la misma ABC aceptó un nuevo proyecto de serie de David Lynch. En abril de 1999 el cineasta les presentó un primer montaje del piloto que había contado con el diseño de producción de Jack Fisk y la dirección de fotografía de Peter Deming. Les pareció un episodio rarito. Otros que tal bailan: ¿qué esperaban de una obra de David Lynch? ¿No era rarita Twin Peaks? El caso es que después de unos tiras y aflojas, el cineasta renunció a la serie, pero impidió que la cadena lo emitiera bajo el formato de telefilme y Mulholland Drive se archivó. Hasta que en marzo del 2000 la compañía Studio Canal, que años después producirá Inland Empire (2006) -de momento, la última película de Lynch; también les pareció rarita de más a los ejecutivos (¡hay que ver qué raros son!)-, compró los derechos por los siete millones de dólares que había costado producirlo y aportó dos millones más para que el cineasta trasformara aquel episodio piloto en una película y pudiera grabar la banda sonora de Angelo Badalamenti en Praga con la Filarmónica de la ciudad, una música que contribuye a la pródiga capilaridad de la imagen con la atmósfera sonora de Mulhollnad Drive, marca de agua del cine de Lynch.
Lynch con las protagonistas de Mulholland Drive
Lynch reescribió el guión y filmó material adicional durante nueve días entre finales de septiembre y principios de octubre de 2000, y trabajó en un nuevo montaje con Mary Sweeney (también productora del filme). Según la actriz Laura Elena Harring (Rita en la película), rehizo Mulholland Drive de arriba abajo: escribió dieciocho páginas nuevas, recuperó escenas eliminadas del piloto y eliminó otras del primer montaje. Y en mayo de 2001 la presentó en el Festival de Cannes. Aquí pudimos verla al año siguiente. Desde entonces hay cientos de miles de páginas en google explicando qué cuenta Mulholland Drive. Como si fuera un rompecabezas narrativo. Y resulta extraño, porque, gustará más o menos, mucho o nada, pero, por poner un ejemplo, resulta bastante más laberíntica -si vamos a eso- la estructura de Ciudadano Kane, que, como todo el mundo sabe, se estrenó sesenta años antes.
En realidad, la estructura de Mulholland Drive es de lo más simple: un díptico articulado en torno a esa bisagra representada por el agujero negro en que se abisma la película cuando se abre la caja azul (que remite a la caja de los deseos de Belle de jour de Buñuel); la primera parte es una historia virtual -donde Naomi Watts encarna a Betty Elms- y la segunda parte es, por así decir, la historia real -donde Naomi Watts encarna a Diane Selwyn-; o dicho con palabras de Ángeles, la segunda parte es la historia que vive Diane Selwyn y la primera, la historia que hubiera querido vivir como Betty Elms, o sea, una fuga de lo real. O dicho de otro modo, Diane reescribe el guión de su vida tomando datos de lo real -nombres, lugares, situaciones, personajes- para montarse la película que le gustaría vivir. Tan sencillo como eso.
Bueno, no tan sencillo, dice Ángeles. Claro, porque reducir Mulholland Drive a lo que cuenta o al, digamos, juego narrativo, equivale a perderse la experiencia apasionante que podría vivir el espectador. Y es esa experiencia -¿hipnótica?-, aunque no resulte plenamente satisfactoria la primera vez (como fue mi caso), la que nos arrastra a verla una vez más, y no por resolver un acertijo narrativo, cuya curiosidad el propio Lynch contribuyó a alimentar con sus "diez pistas para resolver el misterio de Mulholland Drive":
. Presta particular atención al comienzo de la película, al menos dos pistas se revelan antes de los créditos.
. Presta atención a lo que sucede a las apariciones de la lámpara de pantalla roja.
. Recuerda el título de la película de Adam Kesher durante el casting de las actrices. ¿Se menciona alguna otra vez?
. Un accidente es un acontecimiento terrible. Observa el lugar donde se produce el accidente de coche.
. ¿Quién entrega la llave azul y por qué lo hace?
. Fíjate en el cenicero, la taza de café y la bata, que aparecen en distintos momentos de la película.
. Presta atención a cuanto acontece -se dice, se percibe, se siente- en el club Silencio.
. ¿Es el talento lo único que ayuda a Camilla?
. Fíjate en el hombre que aparece en la trasera del bar Winkies y en lo que le sucede después.
. ¿Dónde se encuentra la tía Ruth?
Pero, sobra decirlo, qué misterio más pobre el de Mullholland Drive si bastaran diez pistas para dilucidarlo. Al final, el espectador-detective (como la propia Betty investigando la identidad de Rita, que es una forma de control, poder, posesión) se encontraría cayendo en el agujero negro de la caja azul.
Porque es justamente el territorio movedizo en que nos instala la película, la materia espectral que despliega, la exploración de la naturaleza lábil (vaya, vaya, lábil, mira por dónde vino a parar aquí el adjetivo, asomando la jeta por alguna gatera escondida de la memoria), en fin, la naturaleza lábil, decíamos, de la identidad (bajo la forma de espejo, fusión, transferencia, posesión o simbiosis), el cultivo de esa cualidad onírica inherente al cine (pues del cine trata también, o sobre todo, Mulholland Drive), lo que confiere a la obra de Lynch su belleza cautivadora.
Un sueño dentro de un sueño dentro de un sueño... Una película dentro de una película dentro de una película... Nada es lo que parece. Las puertas que abrimos no nos llevan a resoluciones tranquilizadoras, sino a pasajes misteriosos o a otras puertas, a umbrales insondables... Espectáculo de ilusionismo como el del Club Silencio, la matriz de la película y, por extensión de todo el cine de Lynch; una escena que deviene un verdadero teatro de los adentros por donde nos adentramos con Crying, la canción de Roy Orbison que canta en español Rebekah Del Río.
Y quizá la fiebre hermenéutica que genera no sea otra cosa que un síntoma de la infección de desasosiego que propaga, un efecto de ese virus -portador de una suerte de enfermedad del sueño- que nos inocula la atmósfera erótica y turbia y venenosa que respiramos en las imágenes y multiplica la fascinación de Mulholland Drive.
Así, podemos conjeturar que una cara de la película es un sueño y el envés la realidad, pero a la inversa también cobra visos de verosimilitud. Como si nuestros hemisferios cerebrales lucharan por poseerse mutuamente, por convertir sus proyecciones en espejos de la identidad. Porque la película nos invita a interpretar pistas, signos, rastros al tiempo que nos sumerge (y nos atrapa) en una red de flujos sensoriales cautivadores y nos arrastra a abandonarnos a la experiencia sensual -y aun lisérgica- que depara.
Mulholland Drive se despliega como laberinto (racional) y como vértigo (onírico), como texto y como vórtice, como mirada y como desvarío. Y también como reflexión sobre el cine y el trabajo actoral -abriendo pasajes con Sunset Boulevard de Wilder, Vértigo de Hitchcock, Persona de Bergman o Ese oscuro objeto del deseo de Buñuel (Hitchcock, Buñuel, Wilder, amigos como Lynch de un cine de las cosas)-, y una historia de amor de arrebatado lirismo que conjuga arrobo y delirio, ensueño y zozobra, deseo y desgarro, entre dos mujeres poseídas por los fantasmas de otros personajes, fantasmas a su vez de la memoria del cine, hecha de espectros, de apariciones, de sombras.
Esa caja azul vacía que el mendigo -la Muerte- tira a la basura representa un vacío de sentido que nos priva de certezas consoladoras y que tratamos desesperadamente de colmar con significados que nos devuelvan al menos el espejismo de un camino, con mojones indicadores sobre la dirección, el objetivo, del relato. La fruición interpretativa quizá no sea más que una tentativa de domesticar la corriente desatada y sonámbula del cine destilado por Lynch en Mulholland Drive. Y como otras películas suyas -quedémonos con Carretera perdida (1997) e Inland Empire- deviene un texto propicio al despedazamiento forense y, como sugería Maurice Blanchot, cuanto más se comenta una obra, más comentarios exige y más enigmática se vuelve, de tal modo que la fiebre hermenéutica nos aboca irremediablemente al extravío.
Y por el camino nos perdemos lo mejor, la experiencia misma de la película, el arrebato de la mirada, estrangulada por la madeja analítica. Obnubilarse desentrañando la cadena causal de incidentes -vano intento, por otra parte- supone quizá perder la posibilidad de, justamente, entrañarse con el misterio que se despliega en el curso de la película (y que nos ofrenda la estructura misma de su composición, preñándola de ambigüedad).
Como decía Nietzsche, tras el enigma no hay un problema a resolver, sino un viaje. Películas como Mulholland Drive forman parte de esa constelación del cine que no se puede contar pero que nunca se acaba de mirar. Hay que dejarse llevar por la belleza y rendirse al desasosiego de perderse donde, como decía Borges, ni siquiera sabemos si nos rodea un laberinto, un secreto cosmos o un caos azaroso. O como recomendaba el crítico Thierry Jousse: entrar en la película como en un organismo vivo, habitarlo y ser habitado por él, como en un cuerpo abierto, y ser un cuerpo abierto para la película.
¿Estamos dispuestos los espectadores a extrañarnos -y entrañarnos- en ese laberinto y perdernos en el aquel de mirar? Es el desafío que propone Mulholland Drive. De alguna forma Lynch trama un misterio pero nos libera de la necesidad de desvelarlo, sólo nos empuja a despeñarnos y disfrutar del encanto de la caída. Solo cabe, entonces, aventurarse en el maelström y que nuestra mirada (cada mirada) negocie en un vértigo de tinieblas con los espejos de nuestros propios abismos.
Naomi Watts con David Lynch
en el rodaje de Mulholland Drive
Algo parecido a la experiencia que vivió con David Lynch la propia Naomi Watts: Confiaba en él al cien por cien. Era masilla en sus manos y no había nada que no hiciera por él, y lo digo con total convicción. Lamentablemente no se puede hacer algo así todo el tiempo. Tiene razón. Ese personaje dual, Betty/Diane, representa a día de hoy el papel de su vida. Basta recordar la marea de sentimientos que afluyen en esa escena de la masturbación: rabia, mortificación, vulnerabilidad, humillación, desvalimiento... la abrasión del amor.
Hay dos vectores que atraviesan el cine de Lynch: la realidad como experiencia de lo extraño y la identidad como experiencia del desdoblamiento. Dicho de otra forma, el universo lynchiano es un mundo extraño (que pinta a menudo con trazos de humor negro) habitado por seres propensos a fugarse del yo con otro pasaporte o a robarle la identidad a uno que pasa por allí. Como esas identidades con dos caras o personajes duales: Sandy/Dorothy en Terciopelo azul (1986), Renee/Alice en Carretera perdida, Betty/Diane y Betty/Rita en Mulholland Drive, Nikkie/Sue en Inland Empire.
Al otro lado del espejo, la rubia y la morena de Vértigo, la fusión de Alma y Elisabeth Vogler en Persona, o la doble apariencia de Conchita en Ese oscuro objeto del deseo... Todas esas mujeres como fantasmas insomnes afluyendo en el río espectral de la memoria del cine. Un río de sombras. Ese Deep River, el lugar de donde procede Betty, y el nombre del edificio de apartamentos donde vivía Dorothy Valens (Isabella Rossellini) en Terciopelo azul. Como si una misma corriente subterránea enhebrara las dos películas, podríamos ver en Betty un trasunto de la ingenua Sandy (Laura Dern), y en Rita, el de Dorothy, como si el deseo de Sandy se consumara a través de Betty.
Para Lynch, el discurso racional no puede iluminar las tinieblas de nuestro universo mental y las imágenes que destila devienen frágiles naves a la deriva en un océano caótico. Como muy bien apuntaba Amy Taubin, si hay alguna lógica en Mulholland Drive es la de los sueños, cuya estructura nos envuelve y arrastra sin que la razón pueda embridarlos ni explicarlos cabalmente. ¿Es la historia de una mujer despechada que contrata a un asesino para matar su objeto de deseo? ¿O la historia de una mujer enamorada y no correspondida, y humillada en su lucha por el éxito en Hollywood (una corrompida fábrica de fantasmas con visos de cine negro), que pierde la cabeza y ya no distingue la fantasía de la realidad?
Toda pesadilla genera inquietud pero también anhelo de sentido, de una certidumbre que calme nuestra ansiedad; un desasosiego que nos convierte en detectives de la trama que nos atrapa, como Betty con la amnésica Rita en la primera parte de la película. Una trama detectivesca en torno a la identidad, o mejor, en torno a la pérdida de la identidad: la chica morena toma su nombre de Rita Hayworth en el cartel de Gilda. ¿Y quién va a acabar con la mente dividida y el corazón roto y la vida devastada sino Betty/Diane quien al enamorarse pone en peligro la propia identidad, una fe en sí misma demasiado buena para ser verdad?
A través de la caja azul, como Alicia a través de la madriguera, caemos en el mundo de Diane. Este segmento de Mulholland Drive nos obliga a re-mirar (y rememorar) la primera parte a partir de las pistas que vamos encontrando, para re-leer la historia de Betty, quizá como el sueño de Diane, que se inventó una identidad a partir del nombre de una camarera, pero al terminar la película quizá -otra vez quizá (y quizá no sea la última)- nos asalta la idea de que la historia de Diane podría ser la pesadilla de Betty...
(En realidad, ese juego de pistas de Mulholland Drive se parece mucho a esos dispositivos tan queridos por Rivette, y la historia de Betty y Rita no resulta muy lejana de la que viven las protagonistas de Céline y Julie van en barco, pongamos por caso.)
Rupturas temporales, identidades migratorias, objetos dislocados son aspectos de lo que Freud describe como trabajo del sueño. Y nos vemos proyectados en una deriva circular -y borgiana- donde lo real y lo imaginario se vuelven indiscernibles.
Mulholland Drive anima a volver a verla, a dejarse encandilar una vez más, a abrir la caja de los deseos con la llave azul.
enorme entrada
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