Estas imágenes corresponden al último plano de Wagon Master, una panorámica que se prolonga después del The End, hasta el fundido negro final que envuelve el potrillo con la noche del cine.
Pero en realidad no son las últimas, ya las habíamos visto antes, justo al comienzo de este peregrinaje hacia la Tierra Prometida, cuando la caravana cruza el río, a las puertas del desierto, con rumbo Oeste.
Son imágenes que regresan, como vuelven los recuerdos con la sombra del tiempo. A cobijarnos. Y las lágrimas. Con la sal. Que vela cuanto no podemos olvidar. (Conserva como la música, decía Erri De Luca, y lloramos para preservar la memoria de lo primordial.) Wagon Master.
Una película de ésas con las que alcanzas tal grado de intimidad que no son extraños momentos -verdaderos raptos- donde ya no ves por tus propios ojos, o mejor (en este caso), donde la mirada de Ford te los ha arrebatado y ves por los suyos. Miras por su mirar.
Con todo el miramiento con que mima las miradas.
Si hubiera que cartografiar un Ford Land perderíamos el tiempo en Monument Valley, por más que allí le hayan dedicado (con todo merecimiento) el John Ford Point, porque aquél sólo existe en las miradas donde cuaja su cine.
John Ford hizo Wagon Master (1950) para él.
Como quien escribe un pequeño poema en un papel al acaso.
Como quien dibuja el desmayo de una mujer en un sobre usado o un lienzo pequeño con flores del camino para pintar el amarillo cardinal. O la cerca que extrema con un jardín salvaje.
Como quien canta una balada en voz baja mientras riega la rosa antigua.
Fue el último western donde se permitió un final feliz. A su manera (porque también tiene un aire leve de réquiem por el Oeste), pero feliz.
Fue la última vez que le concedió a sus héroes errantes un hogar. Fuera de campo, pero un hogar.
Fue la última película con Joanne Dru.
Sólo hizo dos películas con ella, pero aquella cómica de la legua, qué digo de la legua, de millas y millas de desierto (de Arizona) en los confines de Monument Valley, la inolvidable Denver de Wagon Master, se consagra para siempre como una las mujeres fordianas por excelencia, como las que encarnó Maureen O'Hara para Ford.
Si no fuera por Tres padrinos, casi se podría ver como el cuento de navidad de aquel cineasta mitad posible, mitad imposible; mitad genio, mitad irlandés, como lo definió Frank Capra.
Se diría que Wagon Master representa un ejemplo excelso del estilo tardío de Ford, como El Arte de la fuga para Bach, aunque todas las películas que rodó tras las 2ª guerra mundial pintan el aire de un ocaso entre los seres y las cosas, como Velázquez.
Si no el más bello de sus filmes, Wagon Master se cuenta desde luego entre los más bellos: su obra maestra (más) desconocida.
Creo que debió ser el fracaso de público que menos le dolió a Ford, tanto había disfrutado (quizá como nunca) en el aquel de filmar -en familia, con su compañía- un western esencial, lírico, encantado.
Una película pequeña -de cámara-, con una modesta financiación y sin estrellas, portadora de un cine con mayúsculas.
Hay que escuchar cómo hablaba Ford en sus últimos años de los especialistas, de los figurantes, de los navajos. Un cineasta tan lacónico a propósito de su cine no ahorraba palabras para rendir tributo a aquellos que rara vez aparecen en los créditos.
Y cada una de las presencias de Wagon Master merece un crédito en la pantalla. Aunque no puede haber mayor homenaje a esas gentes de Ford que la forma en que las filmó.
Puro cine, es decir, pura música. Y la coreografía de un camino hacia el Oeste (la única historia que de verdad cuenta en Wagon Master). Un río de imágenes primordiales.
La voz de un poeta que canta lo perdido, y nos lo devuelve intacto, como si lo viéramos por primera vez. O sea, puro Ford. En estado de gracia.
Puro Ford la cabalgada de Travis Blue. Cómo no extasiarse ante la pantalla, colmada por la gracia de un centauro. Nadie nunca montó en el cine como Ben Johnson (que dobló al propio John Wayne en alguna galopada de Fort Apache). Nadie nunca filmó las cabalgadas como Ford. Nadie nunca volverá a filmar el aquel de los centauros. Nuestra mirada sueña en Wagon Master el milagro de un arte perdido.
La forma que vemos es la forma de hacerlo Ford. Cada fotograma lleva su huella digital, el adn de su cine.
Donde no pasa nada, o casi nada, porque, para quien sabe mirar cómo Ford y Bert Glennon -y Archie Stout en la segunda unidad (dos de los directores de fotografía preferidos del cineasta)- pintan el aire con la luz, para envolver a Joanne Dru cautivando a Ben Johnson, encadenando a Travis con Denver, ya ha pasado todo cuanto uno desea mirar.
Una de las más hermosas historias de amor filmadas por Ford: tan sencilla, tan delicada, tan tierna, tan desnuda; sin un sólo beso, sin un "te quiero": Travis y Denver apenas si se tocan cuando bailan, o cuando él la ayuda a bajar de carromato, pero las distancias, las miradas, y los movimientos del cuerpo transparentan los transportes del alma.
Wagon Master es de esos filmes que no se dejan palabrear, tan inermes quedan las palabras, para los que parece haberse inventado esta herramienta que permite callar, y cantar su memoria con pedacitos de cine.
Una flor del desierto.
El detalle de la rosa ante la foto de John Ford
(con un aquel de campesino del cine) es cosa de Ángeles.
Ella dice que sólo la puso en mi mesa.
Pero sabiendo que escribía sobre Wagon Master,
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