9/12/12

Una carta desde Sintra


La ola perfecta que sólo Leonardo podría describir en su cuaderno de notas. El viento del oeste. La lluvia en los ventanales. El fuego nos caldeaba por fuera. El cine nos abrigaba por dentro. Con El estado de las cosas de Wim Wenders y el bellísimo blanco y negro iluminado por el gran Henri Alekan (el director de fotografía de La bella y la bestia de Jean Cocteau nada menos). Y todo por culpa de Vila-Matas. Qué digo por culpa... gracias a un artículo suyo en el Babelia de la semana pasada.



Casi resulta inverosímil: no habíamos vuelto a ver El estado de las cosas desde la primera vez en los Alphaville (de felices memorias) en abril del 83. Un par de años después peregrinamos a Sintra, donde se rodó, y acampamos en la Praia Grande con nuestro hijo una noche de julio al pie de los cantiles, con el escenario de El estado de las cosas sólo para nosotros, recordando escenas de la película. Y el niño se iba quedando dormido, arrullado por las olas que rompían allí al lado.


Al día siguiente se pasó un guardiña mientras desayunábamos y la playa empezaba a colmarse de veraneantes. Venía a multarnos, y no quería escuchar por qué se nos había ocurrido plantar allí la tienda, y eso que lo preguntó. Al final, con un aquel de hastío, nos perdonó la multa, guardó el talonario y se marchó refunfuñando no se qué de unos españois. Un cartel de El estado de las cosas presidía el vestíbulo de la EIS de A Coruña desde los primeros días de su andadura, ¿seguirá allí?


Han pasado treinta años desde su presentación en el Festival de Venecia de 1982 donde la premiaron con el León de Oro y casi tantos desde que la vimos. Pero la llevaba grabada en la memoria, y eso que no figura entre las odiseas de Wenders que prefiero -Alicia en las ciudades (una de las más amadas películas de mi vida), En el curso del tiempo y París, Texas-, pero lleva dentro algunas de mis escenas preferidas, como la del tendal que se cierra con una ola a modo de telón atlántico.








El caso es que viendo otra vez El estado de las cosas, aun comprobando que aquellos momentos gozosos afloraban en la pantalla tal como los recordaba, descubrí con asombro que había olvidado un hilo memorioso de otra odisea que pespunta la película: The Searchers, la novela de Alan Le May y el inadjetivable -que diría Bénard da Costa- filme de John Ford, o sea, Centauros del desierto.



No podía creerlo: ¿cómo puede uno olvidar algo así? Vale, lo he confesado, hice propósito de enmienda y me absuelvo. Pero volveré sobre el pespunte a modo de (encantada) penitencia. Punto y aparte (con la luna de Sintra).


¿Hace falta decir que las imágenes de El estado de las cosas nos envolvieron en una ola de melancolía? Como contemplar a través de un cristal de tiempo a aquéllos que fuimos y encontrarnos en una película en la que nos reconocíamos. Porque eso es lo que el cine de Wim Wenders representaba para nosotros: un espejo en el que mirarnos. Y ahora, a través de esa herida de tiempo, nos vemos en ella tal como éramos. Y la memoria llueve. Y empaña el cristal del cine. Como si hubiéramos recibido una carta que hablara de nosotros entonces. Una carta desde Sintra. Donde fue a parar Wim Wenders para rodar una película radicalmente libre. Una película suya otra vez, aunque la iluminara Henri Alekan y no Robby Müller (como en Alicia en las ciudades o En el curso del tiempo). Pero esta vez quizá  más melancólica que nunca. Y tan bella como siempre. Una película sobre un final del cine, pero también sobre lo que significaba para Wenders hacer cine. Una tentativa de encontrar el camino de vuelta a casa. A un cine que pudiera cobijarlo. En definitiva, una odisea íntima.



Wenders volvía de rodar dos películas, de vivir dos experiencias dolorosas, pero causadas por dos heridas de muy distinta naturaleza. La primera, Nick's Movie (también se la conoció como Relámpago en el agua), la película que rodó con Nicholas Ray, un filme sobre la posibilidad de hacer una película juntos.


La última obra de Ray, quizá su testamento; desde luego, su agonía. Y su muerte. Una película sobre la alianza de dos cineastas -uno viejo, otro joven-, pero también sobre la filiación -de Wenders con el autor de The Lusty Men- y, no podía ser de otra forma, sobre la traición -del hijo pero quizá alentada (o provocada) por el padre-. Los tres temas que se anudan en la matriz del cine de Nicholas Ray. O quizá la película debe verse tan sólo como un documento de la relación entre los dos cineastas, de los últimos días que pasaron juntos.


Alguien dijo que Ray había donado su cuerpo al Cine en Nick's Movie como un científico lo hubiera donado a la Ciencia. Quién sabe. Lo único que sabemos con certeza es que se trata de una película en carne viva que duele cada vez que se ve. Y cómo no salir herido de un rodaje así, de montar una película así, de  pasar horas, días, semanas con aquellas imágenes en las manos, en los ojos, y más, mucho más adentro. La segunda experiencia amarga,  Hammett, ese filme de Wenders producido por Coppola, que no es ni de uno ni de otro, un filme con dos almas que es la mejor manera de perderla. Una lástima.


Por eso, de regreso en Europa, durante una interrupción por algunos meses del rodaje de Hammett, tenía tantas ganas de rodar algo suyo, porque sólo se veía vuelta en casa si también se sentía de vuelta en el cine, en su cine. Hacer una película para librarse de los fantasmas que traía consigo, una película pequeña con visos de exorcismo. Y necesitaba ponerla en marcha ya. Y los dioses lares del cine se aliaron con el azar de una llamada de socorro de la actriz Isabelle Weingarten, que rodaba Le territoire con Raúl Ruiz en Portugal: le cuenta los problemas de la producción, se quedaban sin película y el rodaje iba a suspenderse.

Isabelle Weingarten es Anna en El estado de las cosas). 

Wenders recoge unas cuantas latas de película que conservaba en un frigorífico de las oficinas de su productora en Berlín y vuela a Lisboa. Y allí se encontró con aquel rodaje tranquilo, a pesar de las penurias financieras, libre del estrés que había vivido en la producción de Coppola, donde había que lidiar con mil problemas excepto la falta de dinero. Y le pareció como un sueño: Para mí aquello era un paraíso perdido. Prolongué mi estancia [iba camino de Nueva York], paseé por el lugar y di con aquel hotel vacío [en la Praia Grande de Sintra] que había sufrido los destrozos de una tempestad el invierno anterior. Parecía una ballena varada en la costa.


Así que se dijo: Aquí hay de todo para hacer una película. El océano, un lugar magnífico, el punto más occidental de Europa, por así decir el más próximo a América. Quería hacer una película a partir de mi propia situación entre dos continentes y hablar de ese miedo, del miedo de hacer un filme en América. Y le preguntó al equipo y a los actores de Raúl Ruíz si estarían dispuestos a trabajar con él en otra película a continuación de Le territoire; todos estuvieron de acuerdo pero nadie pensó que hablaba realmente en serio. Wenders le pide a su productor Chris Sievernich que encuentre financiación ugente y se pone manos a la obra. Corría enero de 1981. Improvisa un guión con Robert Kramer sobre un cineasta alemán que rueda en Sintra su décima película (como El estado de las cosas para Wenders), una película (apocalíptica) de ciencia-ficción, y en blanco y negro titulada Los supervivientes, a modo de remake de un filme de Allan Dwan, The Most Dangerous Man Alive, que se había estrenado veinte años antes, pero se quedan sin película, el productor no da señales de vida y tiene que suspender el rodaje.


Unos supervivientes que devienen searchers, buscadores del mar como última esperanza, y supervivientes los de ese equipo de rodaje, varados frente al mar, náufragos del cine. Y al director no le queda otra que viajar a Los Ángeles para encontrar al productor y aclarar las cosas, y reanudar la película si fuera posible, gracias quizá a la inspiración de los personajes de The Searchers; más que un libro (trasunto de la película de Ford en la primera parte de la de Wenders), un amuleto para el coraje: El coraje de los que sencillamente siguieron adelante, más allá de toda resistencia razonable... lee Isabelle Weingarten en las primeras líneas del libro de Alan Le May que el director le pone en las manos cuando se suspende el rodaje. En fin, pretexto (y pre-texto) para un paseo melancólico por el cine y destilar los motivos del presente, o sea, el estado de las cosas. La película se empezó a rodar apenas un mes después.


Como había apalabrado, Wenders aprovecha parte del equipo (como Henri Alekan) y del reparto (Rebecca Pauly, Jeffrey Kime, Geoffrey Carey, la niña Camila Mora, Artur Semedo y, en especial, Isabelle Weingarten) de Le territoire, la película que acaba de rodar allí Raúl Ruiz (al que le debo como mínimo una entrada en esta escuela). Y se dispone a levantar acta del presente del cine a la luz de la memoria. O mejor, a documentar el presente inscribiendo en el aquel de filmar la huella del pasado. Así, El estado de las cosas cifra una encrucijada de los pasajes del cine. Wenders convierte la película en una conversación (incesante) con maestros y camaradas. A través de Isabelle Weingarten, que había participado en La maman et la putain de Jean Eustache, pero sobre todo había sido la protagonista de Cuatro noches de un soñador de Bresson, con el cine francés, con el cine (de autor) europeo.





A través de la presencia de Sam Fuller -que lo había alentado cuando Alicia en las ciudades era apenas un borrador y seguro que escribió sus propios (y socarrones) diálogos en El estado de las cosas- como director de fotografía de Los supervivientes y de Robert Kramer, como operador de cámara de esa película dentro de la película, con el cine americano, el de serie B incandescente y el militante y nómada.

A la izda., Fuller; en el centro y en segundo término, 
junto a la cámara, Robert Kramer; 
y a la dcha., en primer término Patrick Bachau, 
que encarna al director de Los supervivientes.
Fuller, una presencia tutelar en El estado de las cosas. 

A través de Roger Corman, que dio la primera oportunidad a gente como Coppola, Scorsese o Bogdanovich, con el cine independiente.


Y Alan Dwan mediante (a través del remake, esa película ficticia), con el cine de los pioneros.Y hasta con el cine alemán a través de cineastas que habían contribuido a la edad de oro del cine silente y también vivieron la experiencia americana como Murnau,  resonando en el nombre director Friedrich Munro que le cita, nunca, en ningún lugar me siento en casa; y Fritz Lang -al director le llaman Fritz- citado en la estrella de Hollywood Boulevard, pero también en las resonancias de Le mépris de Godard, donde Lang dirige una adaptación de la Odisea, una película que despierta ecos silenciosos en El estado de las cosas. Y la conversación primordial, a través de la novela de Alan Le May, con John Ford, el western y el cine clásico.



Y poco faltó -estoy convencido- para contar también con la presencia de Glauber Rocha que llega en febrero a Portugal y se queda en Sintra los últimos meses de su vida, se encuentra con Wenders y Fuller, y Patrick Bachau graba un vídeo con el autor de Deus e o diabo na terra do sol, con un título premonitorio, Sintra é un belo lugar para morrer. Todo el cine se da cita en Sintra. Y al año siguiente iba a llegar Tanner a Lisboa para rodar esa película-poema a la ciudad, Dans la ville blanche, cuyo director de fotografía Acácio de Almeida había ejercido de operador con Henri Alekan en Le territoire.


Todos los cines afluyen en El estado de las cosas. En el finisterre portugués, un cruce de los caminos del cine de los primeros ochenta del siglo pasado.


Una conversación inacabada (como todo diálogo con la memoria) que desemboca en una escena memorable en una caravana cuando al fin el director localiza al productor y le pide explicaciones, una bella conversación porque, no sólo hacían juntos una película, también eran amigos, unidos también por el amor al cine.


Y si Wenders recicló en El estado de las cosas buena parte del equipo y reparto de la película de Raúl Ruíz, el negativo que sobre de la suya se lo regalará a Jim Jarmusch que lo utilizará sabia y gozosamente en Extraños en el paraíso. Y por más que la película (tal como la vimos hace casi treinta años) destile una experiencia malograda y señale una encrucijada vital nada promisoria con visos de acabamiento y tonalidades crepusculares -Ahora sé contar historias, pero cuando la historia aflora, la vida se escapa sin remedio, dice Wenders por boca del director protagonista de El estado de las cosas-, sus imágenes (nos) desprenden (ahora) el goce palpable de su filmación. De filmar sin una historia, liberado de las historias que sólo viven en las historias, en un bucle de remakes sin fin (y vista ahora, la película de Wenders, más que documentar de aquellos años, profetiza nuestro presente).


Como si la propia película desmintiera el discurso que despliega: la agonía de una forma de hacer cine. Y le demostrara al productor -Sin historia, estás muerto. (...) El cine no habla de la vida. La gente no quiere eso.- que otro cine es posible (o que aún era posible entonces). Dicho de otra forma, como si el presente -la película que se hace- le enmendara la plana al pasado reciente -las películas americanas que Wenders acababa de rodar-. O quizá no era más que sentirse de vuelta en el cine, recobrar el cine como un hogar posible al final de una odisea venturosa. O quizá nuestra impresión provenga de saber que finalmente historia y vida se reconciliaron y encontraron cobijo en París, Texas. En cualquier caso nada puede atenuar la vívida sensación de que pocos rodajes debieron resultarle a Wenders -y compañía- tan felices. Un bálsamo para las heridas abiertas.

Wenders y Fuller en un momento del rodaje 
de El estado de las cosas

Del cine de Wenders en aquellos años -los setenta y primeros ochenta- nos gustaba (y nos gusta) cómo filmaba algunos motivos que sentíamos próximos: la carretera -y por extensión, el viaje y los coches-, las habitaciones, los niños, los cuentos y los tiempos muertos. De tiempos muertos, niños y cuentos hay momentos privilegiados en El estado de las cosas. Y tiempo para que Fuller ponga los puntos sobre las íes: 


En realidad, la parte central de la película deviene un tiempo muerto desde el momento en que se suspende el rodaje de Los supervivientes (la película dentro de la película) cuando han transcurrido apenas diez minutos. Con lo bien que se lo estaban pasando con aquel filme de serie B, cuenta Wenders. Actores y técnicos habían visto The Most Dangerous Man Alive, la película de Allan Dwan, en Sintra y su atmósfera acabó por impregnar no sólo el remake ficticio sino El estado de las cosas, y si por ellos fuera habrían continuado rodándolo. Sacrificamos una ficción en favor de una película que habla de la imposibilidad de contar una historia, confesó el cineasta  años después, quizá con pena. Por eso, más que de tiempo muerto, casi sería mejor hablar de tiempo (de rodaje) suspendido




Por así decir, en aquellos años, el cine de Wenders daba forma al tiempo suspendido, porque incluso en sus road movies -Alicia en las ciudades o En el curso del tiempo, particularmente- el viaje devenía un tiempo entre paréntesis, para pensar, para encontrarse. Una forma de volver sensible la duración que admiraba en The Tall Men, el western lento y tranquilo de Raoul Walsh: Cuando una manada de ganado cruza un río, no se ve sólo cómo el primer animal entra en el agua, sino también cómo sale el último, se ve sobre todo el trabajo que representa hacer que una manada atraviese un río. El filme también trabaja, escribió en un texto sobre la película en octubre de 1969. En el caso de El estado de las cosas, actores y miembros del equipo, personajes en tránsito a merced de sus propias vidas (sus neuras, decepciones, pesares, soledades... los mil dolores pequeños), tienen por delante un tiempo de espera, que la película no elide, todo lo contrario: trabaja para destilarlo en una forma sensible.








Fuller entra en el Texas Bar, su mujer ha muerto 
y va a matar las horas que faltan para coger el vuelo. 
(Una de las escenas preferidas de Ángeles, devota de Fuller.)

Y en ese tiempo vacío los abandonamos en el último tercio de la película cuando acompañamos al director a Los Ángeles en busca del productor. Y encontrarse con el fantasma de John Ford que había dejado en Sintra entre las páginas de un libro en manos de la actriz.



Pero la escena que en los casi  treinta años desde que la habíamos visto amojonó como ninguna la memoria de la película fue el cuento de la niña. Siempre se nos quedaron grabadas las escenas de las películas de Wenders donde se cuenta un cuento. Pocos directores han filmado tan bien el aquel de contar un cuento y nunca se repite, cada cuento se cuenta de una forma precisa, puntual -o sea, pertinente- y memorable, como el que le cuenta el protagonista a la niña en Alicia en las ciudades o el que le cuenta el niño a su padre en París, Texas, y desde luego el que le cuenta la niña a su madre, la script, en El estado de las cosas.























Un cuento que llueve consuelo. En junio de 1970, Wenders contaba en uno de sus artículos que en Munich se proyectaban durante los últimos meses algunos de los grandes westerns de Ford: Pasión de los fuertesWagon Master, Río Grande,  El hombre que mató a Liberty Valance... y, cómo no, Centauros del desierto. Y el texto se transfigura en elegía, no puede sino lamentar que ya no habrá más películas de John Ford. No sólo eso, que un cine moría con Ford.

Wenders en el rodaje de una escena 
de El estado de las cosas. 
(Fotografía de Isabelle Weingarten.)

Ésa es la memoria que canta en El estado de las cosas. Una carta desde Sintra que treinta años después aún no ha acabado de decir adiós.

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