28/2/10

Mala estrella

Nicholas Ray

Hace treinta años, incluso más, si me hubieran preguntado por el cineasta, no el más grande o aquél cuya obra me gustaba más, sino el más querido, el más cercano a mi corazón por así decir, no lo hubiera dudado, ese cineasta era Nicholas Ray. Quizá porque tuve la suerte de ver algunas de sus mejores películas en el cine, en momentos de mi vida en las que esas películas me hablaban, en fin, las vi cuando más lo necesitaba. Como aquel día en que, durante la mili, mientras esperaba en Madrid la salida del tren, me acerque a un cine muy cerca de la estación de Atocha y que ya no existe, un cine de sesión continua que solía reponer viejas películas -¿cómo se llamaba?-, y vi Rebelde sin causa (1955). O aquel otro día, también en Madrid, nueve años después, una noche que necesitaba consuelo y estaba solo y en el Cinestudio Griffith, tampoco existe ya, vi Party girl (1958), que aquí titularon Chicago, años 30, y la gracia empezó a llover en el cine con el espléndido número musical de Cyd Charisse a los veinticinco minutos de la película, y qué más consuelo puede desear uno. Podría añadir la primera vez que vi In a Lonely Place (En un lugar solitario, 1950), Johnny Guitar (1954), La casa de las sombras (On Dangerous Ground, 1951) o The Lusty Man (1952). Algunas de esas películas ya no significan tanto como antaño, pero nunca podré olvidar que estuvieron ahí cuando más las necesitaba, por eso le debo gratitud a Nicholas Ray. Y algo más, le debo una película que sigue intacta, que me conmueve como la primera vez y que cifra toda su obra, lo mejor de su cine, su primera y quizá su mejor película, They Live by Night (1948), una película sobre dos amantes con mala estrella.



Ayer teníamos pensado acercarnos a Coruña o a Vigo para ver Un profeta de Jacques Audiard que nos apetece mucho, pero por el aquel de la tormenta perfecta o de la cliclogénesis o cómo se diga, nos quedamos a cubierto, a ver cómo las olas saltaban el espolón y el viento doblaba los árboles y hacia vibrar las farolas, mientras escuchábamos Bawlers de Tom Waits -al que le sienta tan bien la lluvia-, a leer y a ver películas, aunque, la verdad, no es que necesitemos demasiadas coartadas de los fenómenos meteorológicos para administrarnos una sesión continua. Y empezamos con They Live by Night que aquí titularon Los amantes de la noche y que hacía años que no habíamos vuelto a ver.


Orson Welles y John Houseman

La opera prima de Nicholas Ray cuenta la historia de una pareja de amantes en un mundo convulso hacia un destino trágico. They Live by Night surge como un proyecto producido por John Houseman -fundador con Orson Welles del Mercury Theatre-, con el que Ray ya había trabajado en la radio y en el teatro, para la RKO. Nicholas Ray escribe un tratamiento adaptando Thieves Like Us, la novela de Edward Anderson que aquí se tituló, si no recuerdo mal, Ladrones como nosotros, y Charles Schnee escribirá el guión definitivo. Las dos primeras escenas constituyen una declaración de principios o, si se quiere, una puesta en escena de la mirada a contrapelo de un cineasta con voz propia.





La cámara acaricia el abrazo de los amantes como si compartiera físicamente la tierna intimidad de Bowie (Farley Granger) y Keechie (Cathy O'Donnell), un chico y una chica que, como subrayan las palabras sobreimpresionadas en los planos de la escena, no han sido adecuadamente presentados a este mundo en que vivimos para contar su historia. De pronto, asustados, se vuelven hacia la cámara, como si advirtieran al fin la presencia de un intruso. O será el motor de un coche que irrumpe en la escena como una amenaza.



Una cámara sigue (desde un helicóptero) a un coche descubierto que avanza a toda velocidad por una carretera desierta con tres hombres -pronto descubriremos que han huido de la cárcel- y el propietario del coche que han robado. Uno de ellos es Bowie, que hace nada hemos visto abrazando a Keechie dulcemente. Esta escena representó el bautismo cinematográfico de Nicholas Ray y era la primera vez que se usaba un helicóptero para rodar una escena en una película de ficción. Para el cineasta era la forma de visualizar el largo brazo del Destino. Por esa misma época Rossellini rueda Stromboli y declara: "Podré colocar la cámara a mi voluntad y el personaje se sentirá perseguido y obsesionado por ella; la angustia contemporánea deriva precisamente de ese no poder escapar al ojo implacable de la cámara". Hay artistas que advierten el signo de los tiempos que aún no han llegado y sus obras profetizan. Dejémoslo en que presienten.


Nicholas Ray

Esas dos escenas que abren They Live by Night cifran los temas esenciales de la película y no sería exagerado señalar que también de la obra entera de Nicholas Ray. El refugio del amor (amenazado) y la cruda realidad. A la búsqueda de ese amor se entregarán Bowie y Keechie atravesando un mundo hostil. La radicalidad de la puesta en escena aflora del sentimiento de urgencia que preña la película, rodada como si fuera (y eso es) la crónica desesperada de unos personajes que no tienen tiempo que perder, que tienen las horas contadas y hay que ir a lo esencial, si queremos atrapar, aun frágilmente, la incandescencia de unas jornadas colmadas, aunque elípticamente, de violencia y muerte, vividas por unos amantes -como definía Shakespeare a Romeo y Julieta- con mala estrella.



Podría verse They Live... como la historia de dos niños que se convierten en un hombre y una mujer cuando el amor los arranca de la infancia para vivir unos días en el cielo, quizá porque el amor es lo único que del cielo nos será dado conocer en este mundo. ¿De qué otra cosa hablan si no estos diálogos?

Bowie.- Ojalá pudiéramos ir al cine. Siempre quise ir al cine con una chica.

Keechie.- Algún día iremos.



¿Se podría decir más con menos, a propósito de cuánto les queda por vivir, de cuánto ya no vivirán, de cuánto habrán de perderse? Y sin embargo cuánta plenitud en las pocas jornadas que el destino les ha deparado, qué frágil felicidad mientras conducen hacia ninguna parte, en esa mirada enamorada de la inolvidable Cathy O'Donnell. Keechie, enamorada por primera vez, se contempla en el espejo, se suelta el pelo que hasta entonces ha llevado recogido (sí, ya se, se ha visto muchas veces, sin ir más lejos en Blade Runner, pero, creedme, nunca como con Cathy O'Donnell), y se descubre como mujer por vez primera, y, a través de un efecto de montaje, la convulsión íntima agita los árboles con un soplo apasionado. Porque en el mito del primer amor reside aquello que nos devuelve el perfume (olvidado) del paraíso perdido, el que nos redime en un cruce de miradas, el que nos libera de la soledad y del desamparo. Porque una mirada basta para desnudar a quienes se aman.


A partir de ese momento Bowie y Keechie viven en su propio tiempo, incluso los relojes que se regalan el uno al otro marcarán una hora distinta al mundo que les rodea. Su amor les lleva a transitar los márgenes de la realidad, viven su propia fábula tratando de alcanzar un destino que los salve del Destino. Sólo la noche cobija temporalmente a los amantes, amparados en la clandestinidad. La noche es el territorio de la ternura, aunque sea también en la noche cuando el destino se cobre su precio trágico. Los héroes padecen una herida primordial y nada les curará del anhelo de paraíso, y cada día esa herida se hace más profunda; esa herida que late en cada mirada de los amantes y vibra en cada plano, en cada movimiento de cámara que los envuelve, en cada corte (doliente) de la película; esa herida, esa mirada, ese corte bastan para comunicar la angustia, la urgencia, el malestar del filme de Nicholas Ray, tan concreto en las formas, tan esencial en los gestos que en la noche desolada que atraviesan los amantes cobra visos de una abstracción romántica, como ya nunca más en la obra de Ray, donde ya nunca faltará el desgarro, pero ya nunca encontraremos la inocencia, quizá porque la caza de brujas, que a finales de 1947 se cobró la condena de los diez de Hollywood, se cobrará también su precio en culpa, en silencio cómplice, en quiebra íntima incurable.



Bowie y Keechie levantan un reino en la fragilidad y en lo efímero carretera adelante, pero la suerte está echada y cada minuto (de sus relojes) es una tregua fugaz en el refugio de la noche y ni siquiera las sombras pueden preservar a Bowie y Keechie del largo brazo del Destino.

-¿No hay sitio para nosotros?

-No conozco ninguno.


No podía ser de otra manera, pero a Keechie no pordrán arrebatarle el don de un amor que por unos días le procuró un espejo en el que reconocerse, un amor que por unas horas fue su hogar, un amor que la transportó a un tiempo fuera del tiempo. Esa casa a la que Ray nunca consiguió regresar. O quizá sí, tal vez sólo en la última escena de Relámpago sobre el agua, la película en la que Wenders filmó la agonía de Nicholas Ray, quizá ese junco que navega río abajo con sus cenizas lo lleva de vuelta al hogar. Al hogar del cine del que fue expulsado tan pronto.


Nicholas Ray

Tanto Godard como Erice han señalado la fatalidad de un cineasta como Nicholas Ray: no es que abordara o reflejara un tema, es que estaba condenado a expresarlo, porque lo encarnaba. De ahí surge la crispación y la dolorosa urgencia de su cine, la pulsión obsesiva de su vida. Una herida abierta, un abismo existencial, un malestar trágico arden en sus películas. Herida, abismo y malestar de un hombre que se sentía un náufrago, antes que un superviviente; un extraño, antes que un exiliado; un cineasta perdido, antes que nada.


Algo como They Live by Night sólo estaba al alcande de un gran director, era una película de serie B sí, pero era cine de primera clase. Cine que despierta o alienta vocaciones, quizá infelices, pero arrebatadas. Mientras escribía estas líneas, recordaba una película de diez años antes que la de Ray y que me emociona profundamente, Sólo se vive una vez de Fritz Lang. Y recordaba también El último refugio de Raoul Walsh. Y El demonio de las armas de Joseph H. Lewis. Todas ellas historias de amantes con mala estrella. Tristes y hermosas. Como la lluvia.

26/2/10

Una mirada de gato

Raymond Depardon

Me llama Sara García, del Play-Doc -el Festival internacional de documentais de Tui-, y me dice: "Este año traemos a un cineasta que te gusta mucho, Raymond Depardon". Y es estupendo, la verdad, aunque cada año, -esta próxima sera la VI edición-, encontré media docena de documentales magníficos y algunos de ellos se han convertido en piezas memorables, de mis favoritas. En fin, que no era una novedad el hecho de que traigan a un cineasta que me gustara, sólo que es uno de los que yo les había recomendado para incluir en la sección informativa del Play-Doc. La lástima es que este año no podremos asistir al Festival, se celebra entre 17 y el 21 de marzo y desde hace dos meses tenemos esas fechas comprometidas por un viaje. Los que seguís esta escuela -podéis consultar la etiqueta correspondiente o las crónicas-sabéis que a Sara y Ángel, las almas del Play-Doc, los considero como especies a proteger -por no decir mis protegidos-, hacedores de un milagro en Tui que cada año que pasa cobra visos de prodigio, sé de lo que hablo, soy de allí y que un Festival de documentales se haya convertido en una cita obligada para los cinéfilos y para aquéllos -de la ciudad, de las parroquias, hasta la última aldea- que casi nunca van al cine y que ni por asomo ven una película subtitulada, que la sala se llene una sesión tras otra, que los asistentes participen en los coloquios y que haya cuajado tal apoyo que ahora nadie imaginaría que no se celebrara, ya me diréis cómo podría calificarse: yo no paso por menos que asombroso. En fin, que merece la pena pasarse por allí. Que este año puedan verse en el Play-Doc algunas de las obras más relevantes de Raymond Depardon lo convierte en una cita casi obligatoria. Así que diremos algo a propósito de ese cineasta "que me gusta mucho". Un cineasta que es también un gran fotógrafo.







Raymond Depardon ha sido, tal vez, el único fotógrafo que transitó con éxito desde la fotografía al cine. El hombre que fotografiaba personas filmará instituciones que emergerán en la pantalla como grandes cuerpos perturbados por micro-movimientos entre la mentira estructural y el detalle sincero: una comedia humana. Son palabras de Serge Daney que dan cuenta de la conmoción esencial que provocan los documentales de Depardon: el desvelamiento del lenguaje oculto de la maquinaria institucional a través de la elocuencia de la mirada de gato del cineasta, tal como la definió Alain Bergala, una mirada atenta y enigmática sin pizca de subjetividad ni de sentimentalismo. Una mirada que está ahí y espera en la distancia justa documentar, después de la ruina del cine militante y del fin de las ilusiones de transformación revolucionaria, la sociedad en la que vivimos. Como un Balzac de nuestro tiempo. Como un heredero de esos filmes de investigación que en sus últimos años tenía en la cabeza Rossellini.


Entre los episodios de la comedia humana documentada por Depardon -y que podrán verse en el Play-Doc- se encuentran las dos películas dedicadas a la institución psiquiátrica: San Clemente (1980) y Urgencias (1987). El tiempo transcurrido entre ambas permite apreciar también dos maneras de abordar la realidad institucional, digamos que Depardon se siente más seguro tras la cámara de cine y sabe mejor qué quiere hacer y cómo hacerlo, o sea, ha conquistado el dominio de su oficio. Pero todo aprendizaje tiene un coste, se gana contención y competencia, distancia e impasibilidad, firmeza y estabilidad, y se pierden las vacilaciones, la incertidumbre, la urgencia, las vacilaciones y, quizás, la inocencia; justo aquello que contrubuía a lo que Gonzalo de Lucas definió como la belleza neblinosa de la primera de las películas citadas. Allí, en San Clemente, Depardon deambula por el manicomio de la isla veneciana tratando de registrar la piel -la voz, los gestos, el ritmo- de aquellos 'locos', mientras improvisa buscando el juego de distancias para bailar con sus personajes, para que cineasta y presencias puedan interpretar su propio papel, aprehendiendo la atmósfera que los envuelve, pero sin pretender desvelar los misterios de la locura ni traspasar su opacidad. La cámara de Depardon -el gran camarógrafo que es Depardon- se mueve y danza en torno a ellos, a veces se detiene con éste o con aquél, se deja interpelar, uno de los locos trata de arrebatarle el micrófono a la sonidista Sophie Ristelhueber, otro le pide al cineasta ciento cincuenta liras para tomar un café, los acompaña por las calles de Venecia durante el carnaval o mientras bailan al son de una radio. En Urgencias, la cámara se fija en el trípode y Depardon echa mano de la calma y del pudor para asistir a las historias -desgarradas y/o violentas- de borrachos, drogadictos, solitarios, pobres que los bomberos o los policías recogen y trasladan al Servicio de Urgencias Psiquiátricas Hôtel-Dieu en París.


El tiempo que media entre ambas películas también resulta revelador en el orden institucional y social. San Clemente germinó durante un reportaje fotográfico que Depardon realizó en ese manicomio, cuando, gracias a la "revolución antipsiquiátrica" de Franco Basaglia, se abolieron los manicomios para recuperar socialmente a los enfermos, entre otras cosas para que recuperaran su visibilidad, para que dejaran de ser desechos humanos que la institución asilaba, segregaba, apartaba. San Clemente se rueda justo en el momento de transición y allí quedan aquéllos que no tienen a nadie que se ocupe de ellos. El manicomio representaba un aparcamiento de seres 'improductivos', signos de un malestar de la cultura que convenía mantener apartados de la mirada de la sociedad 'normal'. Basaglia luchó por abrir los manicomios y que la institución social se responsabilizara de su propio malestar y lo gestionara. Depardon contribuye con su película a devolver a 'los locos', su humanidad doliente, su visibilidad social, su imagen y su lugar, si no en el mundo, al menos en la pantalla. Y nos toma a los espectadores por testigos y por ciudadanos responsables de lo que la cámara muestra, del mundo que explora, de la humanidad que retrata: ellos son nuestro espejo, de lo que molesta, de lo que escondemos debajo de la alfombra institucional. Años después, Urgencias nos devuelve a esos 'locos' -aunque sean otros 'locos'-, ya no viven asilados en manicomios pero padecen el mismo olvido, el mismo abandono, la misma soledad, el mismo dolor, el mismo desamparo. Y como en San Clemente, advertimos que su mayor problema es que son pobres.



Otra de las entregas de la comedia humana de Raymond Depardon elige la institución judicial como paisaje social underground –los sótanos del Palacio de Justicia de París- y constituye una muestra de la interpretación del documental y de los poderes de la cámara de Depardon. Se trata de Delitos flagrantes -cae fuera de la sección informativa del Play-Doc pero hay una edición en dvd, como de las dos anteriores- y constituye una muy recomendable aproximación a la obra de un cineasta que filma a las personas en el vientre de los aparatos del sistema, es decir, irremediables víctimas de la institución social, procesados y procesadores, ‘encausados y encausadores’, delincuentes y funcionarios de la justicia, todos ellos devorados por la maquinaria institucional, todos representando su papel, todos actores de la comedia humana. Todos intérpretes ante la mirada de gato de Depardon.


El cineasta no filma a las personas como un voyeur sino como un testigo silencioso y nos muestra a unos seres que se nos presentan como figuras únicas, opacas y complejas. Depardon no busca una empatía inmediata –y falsa-, y menos aún la complicidad del espectador con las presencias que aparecen en Delitos flagrantes. Sólo documenta cómo funciona la institución, cómo unos y otros interpretan el papel que les ha tocado en la comedia de la justicia. Pongamos un ejemplo que de-muestra cómo trabaja Depardon.



En Delitos flagrantes coloca su cámara delante de una mesa: a un lado la persona detenida –en flagrante delito- y del otro el fiscal que instruye el caso o, a veces, el abogado defensor. Así que, nosotros –espectadores- devenimos hermeneutas de una pieza –teatral- representada con toda seriedad pero tampoco exenta de histrionismo y sobreactuación, porque, obviamente, unos y otros son conscientes de la presencia de la cámara y, previamente, dieron su consentimiento para ser filmados. En definitiva, asistimos al desarrollo de un juego social y actoral, exento de los ropajes de la –falsa-contigüidad de lo real que pretende transmitirse cuando se filma como si la cámara no estuviera allí –cuando siempre está-. Es decir, se nos obliga a los espectadores a interpretar las máscaras que unos y otros se ponen para representar el papel en la administración de la justicia. O sea, nos esforzamos en el aquel de desenmascararlos, de descubrir el grado de verdad que hay en la representación, cuánto hay de ellos mismos –juzgadores y juzgados- en la máscara que se ponen para mostrarse en la película. Y no resulta nada fácil, comprobamos que los seres humanos somos todo menos transparentes, y menos aún, cuando somos conscientes –qué remedio- de que vivimos una comedia.


Y es en esa medida en que las películas de Depardon constituyen verdaderos documentales, justamente porque no esconden la condición escénica y actoral inherente al hecho de filmar a quien, no sólo se sabe filmado, sino que ha aceptado ser filmado, es decir, ha aceptado ser actor de su propia vida en un filme. En determinados momentos de Delitos flagrantes, los ‘delincuentes’ se dirigen a la cámara, que tienen a metro y medio, para subrayar un argumento o para llamar la atención sobre la injusticia que se está cometiendo con ellos –“me van a mandar a la cárcel por darle una bofetada a una mujer”-. Pero la mirada de gato de Depardon provoca que, por momentos, acaben olvidando la presencia de la cámara o que una de las procesadas, una tal Muriel, interprete su comedia para la cámara y pregunte si está guapa, quizá porque la siente como una presencia silenciosa y nada inquisitiva ni juzgadora. Al final, cada uno se muestra con la máscara que elige, la que más le conviene o aquella que considera más satisfactoria para el papel que le tocó vivir.

Raymond Depardon rueda en África

Los poderes de la cámara de Depardon se fundan en la capacidad de poner al espectador, no en el papel de juez, sino de intérprete de un juego institucional, un juego que acaba revelándose como un instrumento del sistema capitalista y de dominación, que engendra, promueve y reproduce un tejido de relaciones sociales intrínsecamente cruel. Despiadado. Queda claro en Delitos flagrantes que ricos y pobres delinquen pero -¿hace falta subrayarlo?- los pobres siempre llevan las de perder. Son los poderes de una mirada de gato.

Raymond Depardon, hoy en día.

25/2/10

Por si acaso escribiéramos



Escribir toda la vida enseña a escribir, pero no nos salva de nada.
(Marguerite Duras)


El río de la historia arrastra y sumerge a las pequeñas historias individuales, la ola del olvido las borra de la memoria del mundo; escribir significa también caminar a lo largo del río, remontar la corriente, repescar existencias naufragadas, encontrar pecios enredados en las orillas y embarcarlas en una precaria arca de papel.
(Claudio Magris)


Escritores de cartas en El Cairo, años 40.


Escribir significa también el deseo de recordar, de recordar incluso la propia imaginación (A. Tabucchi)


Las imágenes vivas crean pensamientos, pero los pensamientos no crean imágenes.
(Anton Chejov)


Los lectores quieren un filo cortante, pero prefieren no oír el ruido del hacha al afilarse.
(Budd Schulberg)


Manuscrito de En el camino de Kerouac.


Escritor es aquel al que escribir le resulta más difícil que a las demás personas, dijo Thomas Mann. Lo apunto aquí por si acaso. Tal vez no sea cierto, pero es verdad. O viceversa.
(Blog de Gonzalo Hidalgo Bayal, 24.05.06)


En todo buen novelista hay un campesino.
(Scott Fitzgerald)


Cómo me gustaría ser un escritor que escribiera y no sólo reescribiera.
(Truman Capote)




Todos los escritores vomitan su infacia. Es cosa de tiempo.
(Alejandro Rossi)


Aquél que busca el corazón del relato en el espacio que hay entre la obra y quien la ha escrito se equivoca: conviene buscar no en el terreno que está entre lo escrito y el escritor, sino en el que está entre lo escrito y el lector (Amos Oz)


Manuscrito de Viaje al fin de la noche
de Céline, primera página.

Cada vez que uno empieza una novela vuelve a ser un aficionado, en el sentido de que, por mucho que haya escrito, nunca ha escrito el próximo libro. Uno no sabe cómo planteárselo, por dónde empezar, con qué va a enfrentarse. (…) Ahora el escritor tiene que arrastrar su pobre montón de migajas. (…) Para mí, los seis primeros meses siempre son espantosos. Te ves abocado a cometer cada vez los mismos errores, caes casi enseguida en las debilidades personales, y son necesarios seis meses para recuperar la sensación de que merece la pena y para superar el deseo de abandonar. (…) Un libro se empieza en un mar de dudas.
(Philip Roth)




A los que buscan originalidad habría que decirles que buscarla es una manera poco sutil de lograrla, ya que para conseguirla les bastaría con ser ellos mismos.
(Bioy Casares)




Quien ha visto el presente lo ha visto todo.
(Marco Aurelio)


¡Abrevia, hermano, abrevia! Empieza en la segunda página.
(Antón Chejov)

Anton Chejov, en 1886.


Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiéramos.
(Marguerite Duras; probablemente una cita inventada por Vila-Matas.)


23/2/10

El perdón

Un día 23, pero de julio de 2004, escribí una nota en el diario sobre la que considero una de las mejores películas realizadas en lo que va de siglo: El hijo (2002) de los hermanos Dardenne. Se trata de un texto escrito en caliente, pero creo que transmite el latido de lo que sentimos viéndola y la urgencia de fijar la huella reciente de un filme, doloroso y afilado, que a menudo aflora en la memoria.



Aguiño, viernes 23 de julio

Por la tarde vemos El hijo de los hermanos Dardenne. Una buena película: austera, desnuda, puro hueso. Economía narrativa y emocional. Un maestro carpintero de un centro de FP para chavales con problemas recibe un nuevo alumno recién salido de un centro de menores. No se trata de un alumno más, ese adolescente de dieciséis años viene a remover una honda herida que partió su vida por la mitad hace cinco: se trata del asesino de su hijo. Una película áspera y dura contada a través de miradas furtivas y silencios donde cabe un océano clamoroso: el clamor de la venganza pero también el clamor del perdón. Y todo ello sin apartarse de la relación maestro-alumno, más aún, enclaustrándose en ella, a través del aprendizaje de un oficio, que se desliza inevitablemente hacia la relación tutorial y –he ahí la vuelta de tuerca del destino- hacia la relación padre-hijo.


Y así, las manos que un día estrangularon una vida aprenden ahora a dar vida a la madera y las manos que anhelaban estrangular aprenden a perdonar. Un arco dramático trazado y resuelto con pulso firme, sin concesión alguna al sentimentalismo ni a fáciles sermones: resulta tan duro aprender a perdonar como aprender a vivir, como aprender a usar las manos para algo que no sea matar. Todo ello cristaliza en el clímax del aserradero y se resuelve de forma directa y sin adornos con el corte final que da paso a los créditos mientras los protagonistas, aún conmocionados por la revelación que acaban de vivir, cargan la madera en el remolque. Y la vida continúa con las heridas abiertas.



En Detrás de nuestras imágenes, el diario de Luc Dardenne, leo la nota del 10/10/2000:

Termino la última escena del guión de El hijo. ¿Está bien? No sé. Quizá soy demasiado emotivo, como decían mis profesores. Menos mal que somos dos.

"El mal no es un principio místico que se puede borrar con un rito, es una ofensa que el hombre hace al hombre. Nadie, ni siquiera Dios, puede sustituir a la víctima. El mundo donde el perdón es todo poderoso se vuelve inhumano." (Emmanuel Levinas, Difícil libertad)

El perdón entre Olivier y Francis no debe ser todopoderoso. No es el perdón sino la imposibilidad del asesinato. Al mismo tiempo, ¿cómo no ver también en ello un perdón? No sabemos cómo será el final de la película pero no debemos caer en la reconciliación donde no subsistiría ningún imperdonable. Olivier no puede sustituir totalmente a su hijo. La cuestión de la película es la del padre y no la del perdón. Olivier, no matando a Francis, es el padre que quizá permita a Francis reconciliarse con la vida.

Y tres meses antes, el 17/07/2000, Luc Dardenne escribe:

¿Cómo permanecer en la inocencia de lo que pasa? O incluso, ¿cómo evitar todos los manierismos, todas las construcciones de intrigas, todos los trucos sutiles de guión?

La goleta del fantasma

Robert Louis Stevenson

De todos los libros que leí sobre nuestro amado Robert Louis Stevenson, ninguno, ni de lejos, tan delicioso como el que le dedicó Chesterton, por cierto en una magnífica traducción de Aquilino Duque.

G. K. Chesterton

Muy pronto, ya en las página 25 y 26, Chesterton aventura lo que para él representa la clave del arte del autor de La isla del tesoro:

El hecho primordial de la imaginería de Stevenson es que todas sus imágenes tienen unos contornos muy afilados y son, puede decirse, todo filo. Hay algo en él que más adelante lo atrajo al abrupto y anguloso claroscuro de las xilografías. Se puede ver desde el principio en la manera en que sus figuras dieciochescas se recortan contra el horizonte, con sus machetes y sus tricornios. Esas mismas palabras transmiten el sonido y el significado. Es como si estuvieran talladas a machete, como aquella inolvidable astilla o cuña arrancada por el acero de Billy Bones a la enseña de madera del 'Almirante Benbow'. Esa profunda mella en el tablón sigue siendo una especie de forma simbólica que expresa la manera literaria de atacar que tiene Stevenson, y si todos los colores se me llegaran a desvanecer y se oscureciera la escena de todo aquel relato, yo creo que el negro tablón al que le falta un trozo sería la última forma que vería. No es un simple juego de palabras decir que es su mejor xilografía. (...) Cualquiera que haya estado a la orilla del mar ha observado la nitidez y el fuerte colorido, como caricaturas iluminadas, con que aparecen las figuras más corrientes al pasar y repasar de perfil conttra el friso azul del mar. Hay algo también de esa dura luz que cae plena y pálida sobre los barcos y las playas abiertas, y aun más, no es preciso decirlo, de una cierta claridad salada y acre en el aire. Pero lo más notable son los contornos de esas figuras marítimas. Son todo filo y se yerguen junto al mar, que es el filo del mundo.

Y en las páginas 28 y siguientes, Chesterton nos lleva de la mano tras los bastidores de la poética de Stevenson, de esa artesanía de los grabados en madera que aplica al tallado en prosa de imágenes imborrables:

Si nos preguntamos, '¿Dónde da comienzo en realidad la historia de Stevenson, dónde empieza su estilo o su espíritu especial y de dónde vienen y cómo consiguió, o empezó a conseguir, la cosa que lo hizo diferente del vecino?', la respuesta está para mí fuera de toda duda. Lo recibió del misterioso Sr. Skelt [un personaje inventado por RLS que representaba la vida para él como un teatro de juguete; la expresión 'skeltery' representaba la 'filosofía' de RLS] de la Dramaturgia Juvenil, o sea, el teatro de juguete, que era de todos los juguetes el que produce más efecto de magia en la mente. O más bien, por supuesto, lo recibió del modo en que su temperamento y su talento captaban la naturaleza del juego. Él lo ha escrito con detalle en un excelente ensayo y al menos en una frase autobiográfica muy real: '¿Qué es el mundo, qué es un hombre y la vida sino lo que mi Skelt los ha hecho?'



Teatro para Jóvenes de Redington's
del que también escribe RLS
en su ensayo sobre
su Skelt.

En realidad, la cita completa del ensayo de RLS al que se refiere Chesterton, Simples, un penique y de color, dos [Memoria para el olvido. Los ensayos de Robert Louis Stevenson. Ed. Siruela] suena aún más rotunda: ¿Quién soy yo? ¿Qué son la vida, el arte, las letras, el mundo, sino lo que mi Skelt ha hecho con ellos? Él dejó su marca en mi bisoñez. El mundo era vulgar antes de que lo conociera, un pobre mundo de un penique, pero no tardó en lucir los colores de la aventura. Stevenson se hizo escritor recortando de niño figuras de cartón y se paso la vida enseñándole al mundo lo que había aprendido con su teatro de juguete, como si esas figuras de cartón devinieran emblemas morales de contornos definidos y actitudes desafiantes, destinados a los gestos enérgicos, como trazados por un relámpago en la oscuridad. Aun en la negrura del alma, Stevenson resulta diáfano, como si nunca abandonara el teatro de juguete en que vivió las horas primordiales de su infancia, donde forjó la facultad de afilar unos pocos y definidos rasgos para captar y trasmitir personajes y ambientes con admirable rapidez y precisión.

A Chesterton también le encantaba jugar

Pero no sólo eso, porque como señala Chesterton, hay otros novelistas muy buenos, pero que no tienen la capacidad de construir una figura humana con unas pocas palabras inolvidables, de hacernos sentir que un hombre ha cobrado vida mediante las tres palabras de un ensalmo. Ése es el genio de Stevenson. Y pocos escritores hubo que supieran además lo que se traían entre manos y fueran tan conscientes de los riesgos de la escritura y de las delicadas artes del oficio de escribir, y aún menos los que fueran capaces de precisarlas con tal finura y concisión:

La dificultad de la literatura no estriba en escribir, sino en escribir exactamente lo que quieres; no en afectar al lector, sino en afectarlo exactamente como tú deseas.

Si vas a hacer un libro que termine mal, debe terminar mal desde el principio.

Sólo hay un arte: ¡omitir! Si supiera cómo omitir, no pediría ningún otro conocimiento.

Quizá la más breve (y magnífica) selección de los ensayos literarios de RLS podéis encontrarla bajo el título de El arte de escribir en la editorial Artemisa.

Robert Louis Stevenson

Uno de los poemas más bellos de RLS evoca al niño enfermo que juega en su cama, se titula Los horizontes de mi colcha:

Cuando enfermo en mi cama yacía
Disfrutaba dos almohadas para mi cabeza,

Y mis juguetes estaban junto a mí
Manteniéndome alegre todo el día.

Algunas veces durante largo tiempo
Contemplaba a mis soldaditos de plomo marchar
Con sus uniformes de mil colores, avanzando
Sobre las colinas de las sábanas.

Y algunas veces enviaba mis barcos
Arriba y abajo sobre las mantas;
O imaginaba árboles y casas
Que por doquier se levantaban.


Yo era el gigante grande e inmóvil,
Sentado sobre la montaña de mi almohada,
Y ante mí se extendían, hondonadas y valles,
Los horizontes del mundo de mi colcha.

Stevenson nunca abandonó a aquel niño absorto en su teatro de juguete, por eso fue, sin duda, uno de los niños que más disfrutaron con La isla del tesoro, él mismo fue el primero en vivir la sensación de partir hacia el ancho mar y los países remotos, la había soñado recortando figuras de cartón. En un callejón de Hampton Court en Edimburgo se encuentra el museo de los escritores escoceses. Allí se encuentran algunas de las más preciadas reliquias para los devotos de RLS y, desde luego, la joya por antonomasia es ese teatro de juguete que cifró su, digamos, arte escenográfico. También las botas que calzaba en Vailima.

RLS en Vailima

Porque cuando ya se sentía morir no le bastaba la literatura. Lo explica en la primera página de En los mares del sur. Hacía diez años que su salud empeoraba día a día y ya sólo le quedaba esperar la visita del empresario de pompas fúnebres, entonces...



Me aconsejaron que probara los mares del Sur, y no me desagradó la idea de atravesar como un fantasma, y llevado como un fardo, parajes que me habían atraído cuando era joven y gozaba de buena salud. Fleté, pues, la goleta Casco del doctor Merrit de setenta y cuatro toneladas, zarpé de San Francisco a finales de junio de 1888, visité las islas del este y a principios del año siguiente me encontraba en Honolulu.

La goleta Casco en la que RLS
zarpó hacia los mares del Sur


Una vez allí, desanimado para reanudar mi vida de reclusión en mi habitación de enfermo, decidí proseguir mi periplo en una goleta mercante, la Equator, de algo más de setenta toneladas, pasé cuatro meses entre los atolones de las Gilbert y alcancé Samoa a finales de 1889.


RLS en la proa de la goleta Equator

Mientras tanto, la costumbre y el agradecimiento había empezado a atarme a aquellas islas; había recobrado las fuerzas perdidas, tenía amigos, había descubierto intereses nuevos… decidí quedarme allí.

RLS en su casa de Vailima


RLS y familia


RLS con Belle, la hija de Fanny,
que le hacía de secretaria en Vailima


Cuando yo tenía siete u ocho años leía los comics de una serie titulada Vidas ejemplares. Creo que el primero fue San Eustaquio, mártir. Uno de los personajes biografiados en la serie era el padre Damián que cuidaba de los leprosos de Molokai. Tardé aún muchos años en saber que Robert Louis Stevenson, en su periplo por los mares del Sur, visitó al padre Damián cuando éste ya había contraído la lepra y llegó a escribir una carta en su defensa, poniendo en valor su obra con los leprosos. Cuando el escritor murió, Fanny, su mujer, recibió esta carta de condolencia:

Estimada señora: Miles de personas lloran la muerte de Robert Louis Stevenson, pero nadie tanto como el ciego leproso de Molokai.

Tumba de RLS en el Monte Vaea, isla Upolu,
Vailima, Samoa


Para enterrar a RLS, como era su deseo, en el Monte Vaea, y no habiendo camino hasta allí, Fanny envió a sus sirvientes a las aldeas vecinas. Acudieron doscientos hombres que se distribuyeron desde Vailima hasta la cumbre y se pusieron manos a la obra con machetes, picos, palas y azadas. Mientras, los sirvientes untaron el cuerpo de Stevenson con aceite de coco aromatizado con la suave fragancia del árbol ilang-ilang. Contrariamente a la tradición samoana, sin embargo, no envolvieron su cuerpo en finas esteras, sino que lo colocaron en un ataúd que el carpintero Willis de Apia hizo aquella misma noche delante de la casa. Lloraba mientras movía el cuerpo de RLS para tomar medidas. Había muerto el 3 de diciembre de 1894 y lo enterraron al día siguiente cuando quedó abierto el camino desde Vailima hasta la cumbre del Monte Vaea.



Dondequiera que soplen los alisos no hay lugar más delicioso que el puente de una goleta, escribió Robert Louis Stevenson en Los traficantes de naufragios. La goleta del fantasma de RLS, soñada por un niño que recortaba figuras de cartón para su teatro de juguete.

Robert Louis Stevenson