13/2/10
Las máscaras del terror
No me gusta el carnaval. Incluso lo escribo así, carnaval, con minúscula. Quiero decir, me gusta, o mejor, me interesó, como objeto de curiosidad etnográfica. Disfruté con El carnaval de Julio Caro Baroja y los estudios que en Galicia le dedicaron -al entroido- Vicente Risco, Fermín Bouza Brey o Manuel Taboada Chivite. ¿Cómo no me va a interesar la máscara? Y no hay carnaval sin máscara. Pero no me gusta participar en el carnaval, ni disfrazarme, ni llevar una máscara, casi me parece una redundancia. Desde que era un niño.
Mi primer contacto, que yo recuerde, con el entroido, como se le llama al carnaval en Galicia, debió ocurrir a comienzos de los sesenta. En aquellos años el entroido no tenía ni las dimensiones ni la proyección de las que hoy en día goza. En mi aldea miñota apenas si se disfrazaban diez o doce vecinos. Un día volvía a casa de la tienda de la señora América, un colmado donde se podía comprar desde unas alpargatas hasta un kilo de harina en un cartucho de papel de estraza, cuando me "asaltaron" tres o cuatro mascaritas, como se le llamaban a quienes se disfrazaban.
Eran disfraces rústicos, básicamente hombres disfrazados de mujeres y viceversa -el disfraz por excelencia, por otra parte- y unas máscaras hechas con un cartón al que se le habían practicado los tres agujeros de rigor -ojos y nariz-. Pero me provocaron un terror súbito y paralizante aquellas presencias siniestras, o eso me parecían. Las mascaritas bailaban a mi alrededor lo que años después podría definir como una danza macabra. Veía en aquellas máscaras rudimentarias trasuntos de calaveras, heraldos de la muerte y quién sabe si algo aun más pavoroso. Cuando llegué a casa ya no llevaba nada de lo que había comprado en la tienda, tan sólo la ropa blanqueada por la harina tras haber estrujado el cartucho de puro miedo.
Pasaron más de veinte años y yo ejercía de maestro en un colegio público de Tui. Impartía clase de lengua y literatura española a alumnos de 6º, 7º y 8º de EGB, y era tutor de un grupo de 8º. Y llegó el carnaval. Cada año se celebraba una fiesta de disfraces en el colegio y cada año había conseguido, de una forma u otra - haciendo de pincha-discos, organizando las representaciones, entre bastidores- soslayar el disfrazarme. Pero ese año, debía ser 1985 0 1986, los alumnos de mi tutoría insistieron tanto, eran tan encantadores y participativos, que me convencieron. Y me disfracé. Por aquel tiempo el colegio público donde trabajaba acogía a alumnos desde preescolar -de cuatro y cinco años- hasta 8º de EGB -entre 13 y 15 años-, mi propio hijo estudiaba allí preescolar o primero de EGB y cuando me vio disfrazado se le dibujó una expresión en la cara que me debió poner sobre aviso, pero si uno se disfraza pues se disfraza y punto. Lo diré, me había disfrazado de bruja y empujaba un carro de la compra, metálico y con ruedas, de esos de los supermercados, donde llevaba a dos alumnos -de los más menudos- disfrazados de niños, o sea como si fuera por el mundo llevándome a la criaturas. Mis alumnos, cuando me echaron la vista encima, creo que se arrepintieron de haber insistido tanto. Incluso Ángeles me despidió en casa con el aquel de "anda que..." Pero yo, a esas alturas, mientras me acercaba al colegio con las dos criaturas en el carrito ya estaba completamente metido en el papel y en cuanto tuve a mano a uno de los niños de preescolar, sin pensármelo dos veces, lo cogí por la cintura y lo metí en el carrito. El pobre niño en cuanto se recuperó del susto empezó a llorar a lágrima viva, los demás niños de preescolar -ellos mismos disfrazados, como todo el mundo aquel día- al comprobar que la bruja, o sea yo, había capturado a su congénere, empezaron a gritar despavoridos y a correr en todas direcciones. Pero yo, o sea la bruja, corría más. Y capturé otro para el carrito. En fin, la máscara me poseyó. Pero no del todo, pocos minutos después yo mismo conseguí arrancarme de las garras de la máscara y caí en la cuenta de que había ido demasiado lejos y de que la bruja había sembrado el terror en el colegio, y ya no sólo los de preescolar, también los de primero y segundo lloraban y gritaban y se agarraban a sus madres y/o profesoras. Y ya mis propios alumnos me pedían que me saliera del papel y los demás profes me sugerían que me metiera en un aula vacía y que no saliera hasta que todo aquel pandemónium se hubiera calmado y, por supuesto, hasta que me quitara el pavoroso disfraz. Menos mal que los alumnos, quizá sintiéndose culpables por haberme "obligado" a vivir el entroido, me acompañaron en el exilio de la fiesta. Ya sabía yo que las máscaras eran peligrosas. Lo sabía desde niño. Sabía que con las máscaras no se juega, o que sólo se puede jugar como juegan los niños, totalmente en serio, pero entonces pasa lo que pasa. Eso sí, en los tres o cuatro años que aún trabajé en ese colegio nunca volvieron a sugerirme que me disfrazara. Ni por asomo. Enseguida me buscaban algo entre bastidores, muy entre bastidores, y no me animaban a quedarme en casa por si me deprimía (más aún de lo que me deprime, es un decir, el carnaval) que si no...
Así que, por más que el carnaval se presente con la máscara de la fiesta, yo sé que no hay que fiarse. Y también lo sabía don Ramón Mª de Valle-Inclán, basta leer El rey de la máscara ese cuento magnífico y terrible que podéis encontrar en Jardín Umbrío; allí describe la murga de enmascarados como escapada del infierno. Pues eso. Ahí fuera, en el puerto y hasta el Con de Agosto las mascaritas ejecutan su danza macabra, como espectros emergidos de las profundidades atlánticas, como fantasmas de los ahogados en estos finisterres pródigos en naufragios, como si regresaran a casa a pedir explicaciones. El carnaval siempre me pareció el universo perfecto para una película de miedo. En el entroido bailan las máscaras, sí, pero las máscaras del terror.
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Aquí en la punta de España, aún teniendo carnavales (Carnestoltes) multitudinarios, estamos muy alejados de ese halo gris, mágico y como de otro tiempo que tenéis vosotros (cuántas cosas sabemos gracias a "España Directo", jeje).
ResponderEliminarPero mira, a mí me sucedió hace muchos años algo parecido a lo que a ti, pero como dándole una vuelta completa. Me disfracé de Minnie Mouse (en eso somos bastante convencionales), y me vi tan favorecida en ese papel que -si la noche se hubiera alargado todavía más de lo que lo hizo (llegué a casa a las doce del mediodía del domingo siguiente, ejem)-, me hubiera llevado a todo aquel que se cruzara conmigo, cual Mari.
Me quité el disfraz, me limpié los restos, y seguí siendo la misma persona, y no sé si me gustó eso, la verdad.
Besets
Nunca me he disfrazado y nunca he entendido el carnaval.
ResponderEliminarPero recuerdo con cariño a mi hija que esperaba impaciente el carnaval por el disfraz, yo quería que se disfrazara de princesa o algo parecido, pero ella siempre escogía disfraces de monstruos, me hacía comprar botellitas de esas de plástico con una cosa rara que parecía sangre!!
Y caray ahora al leer tu entrada veo que era una época muy buena aquella en que estaba conmigo mi hija.
Me he reído un montón,me imagino a los niños corriendo.¡Que desastre!
ResponderEliminarBueno el carnaval también tiene la otra cara,la diversión,el desenfreno,el colorido,la música...
Las máscaras nunca me gustaron.
Un saludo
En los estudios de Feng Shui que se hacen en las casas te dicen que quites cualquier máscara decorativa de las paredes.
ResponderEliminar¿Por qué será?
Muy bueno el texto.
Un saludo