28/2/10
Mala estrella
Hace treinta años, incluso más, si me hubieran preguntado por el cineasta, no el más grande o aquél cuya obra me gustaba más, sino el más querido, el más cercano a mi corazón por así decir, no lo hubiera dudado, ese cineasta era Nicholas Ray. Quizá porque tuve la suerte de ver algunas de sus mejores películas en el cine, en momentos de mi vida en las que esas películas me hablaban, en fin, las vi cuando más lo necesitaba. Como aquel día en que, durante la mili, mientras esperaba en Madrid la salida del tren, me acerque a un cine muy cerca de la estación de Atocha y que ya no existe, un cine de sesión continua que solía reponer viejas películas -¿cómo se llamaba?-, y vi Rebelde sin causa (1955). O aquel otro día, también en Madrid, nueve años después, una noche que necesitaba consuelo y estaba solo y en el Cinestudio Griffith, tampoco existe ya, vi Party girl (1958), que aquí titularon Chicago, años 30, y la gracia empezó a llover en el cine con el espléndido número musical de Cyd Charisse a los veinticinco minutos de la película, y qué más consuelo puede desear uno. Podría añadir la primera vez que vi In a Lonely Place (En un lugar solitario, 1950), Johnny Guitar (1954), La casa de las sombras (On Dangerous Ground, 1951) o The Lusty Man (1952). Algunas de esas películas ya no significan tanto como antaño, pero nunca podré olvidar que estuvieron ahí cuando más las necesitaba, por eso le debo gratitud a Nicholas Ray. Y algo más, le debo una película que sigue intacta, que me conmueve como la primera vez y que cifra toda su obra, lo mejor de su cine, su primera y quizá su mejor película, They Live by Night (1948), una película sobre dos amantes con mala estrella.
Ayer teníamos pensado acercarnos a Coruña o a Vigo para ver Un profeta de Jacques Audiard que nos apetece mucho, pero por el aquel de la tormenta perfecta o de la cliclogénesis o cómo se diga, nos quedamos a cubierto, a ver cómo las olas saltaban el espolón y el viento doblaba los árboles y hacia vibrar las farolas, mientras escuchábamos Bawlers de Tom Waits -al que le sienta tan bien la lluvia-, a leer y a ver películas, aunque, la verdad, no es que necesitemos demasiadas coartadas de los fenómenos meteorológicos para administrarnos una sesión continua. Y empezamos con They Live by Night que aquí titularon Los amantes de la noche y que hacía años que no habíamos vuelto a ver.
La opera prima de Nicholas Ray cuenta la historia de una pareja de amantes en un mundo convulso hacia un destino trágico. They Live by Night surge como un proyecto producido por John Houseman -fundador con Orson Welles del Mercury Theatre-, con el que Ray ya había trabajado en la radio y en el teatro, para la RKO. Nicholas Ray escribe un tratamiento adaptando Thieves Like Us, la novela de Edward Anderson que aquí se tituló, si no recuerdo mal, Ladrones como nosotros, y Charles Schnee escribirá el guión definitivo. Las dos primeras escenas constituyen una declaración de principios o, si se quiere, una puesta en escena de la mirada a contrapelo de un cineasta con voz propia.
La cámara acaricia el abrazo de los amantes como si compartiera físicamente la tierna intimidad de Bowie (Farley Granger) y Keechie (Cathy O'Donnell), un chico y una chica que, como subrayan las palabras sobreimpresionadas en los planos de la escena, no han sido adecuadamente presentados a este mundo en que vivimos para contar su historia. De pronto, asustados, se vuelven hacia la cámara, como si advirtieran al fin la presencia de un intruso. O será el motor de un coche que irrumpe en la escena como una amenaza.
Una cámara sigue (desde un helicóptero) a un coche descubierto que avanza a toda velocidad por una carretera desierta con tres hombres -pronto descubriremos que han huido de la cárcel- y el propietario del coche que han robado. Uno de ellos es Bowie, que hace nada hemos visto abrazando a Keechie dulcemente. Esta escena representó el bautismo cinematográfico de Nicholas Ray y era la primera vez que se usaba un helicóptero para rodar una escena en una película de ficción. Para el cineasta era la forma de visualizar el largo brazo del Destino. Por esa misma época Rossellini rueda Stromboli y declara: "Podré colocar la cámara a mi voluntad y el personaje se sentirá perseguido y obsesionado por ella; la angustia contemporánea deriva precisamente de ese no poder escapar al ojo implacable de la cámara". Hay artistas que advierten el signo de los tiempos que aún no han llegado y sus obras profetizan. Dejémoslo en que presienten.
Esas dos escenas que abren They Live by Night cifran los temas esenciales de la película y no sería exagerado señalar que también de la obra entera de Nicholas Ray. El refugio del amor (amenazado) y la cruda realidad. A la búsqueda de ese amor se entregarán Bowie y Keechie atravesando un mundo hostil. La radicalidad de la puesta en escena aflora del sentimiento de urgencia que preña la película, rodada como si fuera (y eso es) la crónica desesperada de unos personajes que no tienen tiempo que perder, que tienen las horas contadas y hay que ir a lo esencial, si queremos atrapar, aun frágilmente, la incandescencia de unas jornadas colmadas, aunque elípticamente, de violencia y muerte, vividas por unos amantes -como definía Shakespeare a Romeo y Julieta- con mala estrella.
Podría verse They Live... como la historia de dos niños que se convierten en un hombre y una mujer cuando el amor los arranca de la infancia para vivir unos días en el cielo, quizá porque el amor es lo único que del cielo nos será dado conocer en este mundo. ¿De qué otra cosa hablan si no estos diálogos?
Bowie.- Ojalá pudiéramos ir al cine. Siempre quise ir al cine con una chica.
Keechie.- Algún día iremos.
¿Se podría decir más con menos, a propósito de cuánto les queda por vivir, de cuánto ya no vivirán, de cuánto habrán de perderse? Y sin embargo cuánta plenitud en las pocas jornadas que el destino les ha deparado, qué frágil felicidad mientras conducen hacia ninguna parte, en esa mirada enamorada de la inolvidable Cathy O'Donnell. Keechie, enamorada por primera vez, se contempla en el espejo, se suelta el pelo que hasta entonces ha llevado recogido (sí, ya se, se ha visto muchas veces, sin ir más lejos en Blade Runner, pero, creedme, nunca como con Cathy O'Donnell), y se descubre como mujer por vez primera, y, a través de un efecto de montaje, la convulsión íntima agita los árboles con un soplo apasionado. Porque en el mito del primer amor reside aquello que nos devuelve el perfume (olvidado) del paraíso perdido, el que nos redime en un cruce de miradas, el que nos libera de la soledad y del desamparo. Porque una mirada basta para desnudar a quienes se aman.
A partir de ese momento Bowie y Keechie viven en su propio tiempo, incluso los relojes que se regalan el uno al otro marcarán una hora distinta al mundo que les rodea. Su amor les lleva a transitar los márgenes de la realidad, viven su propia fábula tratando de alcanzar un destino que los salve del Destino. Sólo la noche cobija temporalmente a los amantes, amparados en la clandestinidad. La noche es el territorio de la ternura, aunque sea también en la noche cuando el destino se cobre su precio trágico. Los héroes padecen una herida primordial y nada les curará del anhelo de paraíso, y cada día esa herida se hace más profunda; esa herida que late en cada mirada de los amantes y vibra en cada plano, en cada movimiento de cámara que los envuelve, en cada corte (doliente) de la película; esa herida, esa mirada, ese corte bastan para comunicar la angustia, la urgencia, el malestar del filme de Nicholas Ray, tan concreto en las formas, tan esencial en los gestos que en la noche desolada que atraviesan los amantes cobra visos de una abstracción romántica, como ya nunca más en la obra de Ray, donde ya nunca faltará el desgarro, pero ya nunca encontraremos la inocencia, quizá porque la caza de brujas, que a finales de 1947 se cobró la condena de los diez de Hollywood, se cobrará también su precio en culpa, en silencio cómplice, en quiebra íntima incurable.
Bowie y Keechie levantan un reino en la fragilidad y en lo efímero carretera adelante, pero la suerte está echada y cada minuto (de sus relojes) es una tregua fugaz en el refugio de la noche y ni siquiera las sombras pueden preservar a Bowie y Keechie del largo brazo del Destino.
-¿No hay sitio para nosotros?
-No conozco ninguno.
No podía ser de otra manera, pero a Keechie no pordrán arrebatarle el don de un amor que por unos días le procuró un espejo en el que reconocerse, un amor que por unas horas fue su hogar, un amor que la transportó a un tiempo fuera del tiempo. Esa casa a la que Ray nunca consiguió regresar. O quizá sí, tal vez sólo en la última escena de Relámpago sobre el agua, la película en la que Wenders filmó la agonía de Nicholas Ray, quizá ese junco que navega río abajo con sus cenizas lo lleva de vuelta al hogar. Al hogar del cine del que fue expulsado tan pronto.
Tanto Godard como Erice han señalado la fatalidad de un cineasta como Nicholas Ray: no es que abordara o reflejara un tema, es que estaba condenado a expresarlo, porque lo encarnaba. De ahí surge la crispación y la dolorosa urgencia de su cine, la pulsión obsesiva de su vida. Una herida abierta, un abismo existencial, un malestar trágico arden en sus películas. Herida, abismo y malestar de un hombre que se sentía un náufrago, antes que un superviviente; un extraño, antes que un exiliado; un cineasta perdido, antes que nada.
Algo como They Live by Night sólo estaba al alcande de un gran director, era una película de serie B sí, pero era cine de primera clase. Cine que despierta o alienta vocaciones, quizá infelices, pero arrebatadas. Mientras escribía estas líneas, recordaba una película de diez años antes que la de Ray y que me emociona profundamente, Sólo se vive una vez de Fritz Lang. Y recordaba también El último refugio de Raoul Walsh. Y El demonio de las armas de Joseph H. Lewis. Todas ellas historias de amantes con mala estrella. Tristes y hermosas. Como la lluvia.
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Es curioso, cuando haga memoria y pienso en mis directores favoritos, no me suelo acordar de Nicholas Ray... pero luego ahí están sus películas (que las he disfrutado tanto) y me avergüenzo de ser tan desmemoriado.
ResponderEliminarY, encima, ahora me doy cuenta de que no había visto ésta, su primera película... bueno, gracias a Internet, en unos pocos días esto último habrá sido solucionado, jeje...
Gracias por el consejo y el estupendo análisis (no lo lei entero, por si acaso se destripaba demasiado...) al que volveré dentro de unos días, tras haber visto la peli.
He leído un comentario tuyo que me ha parecido acertadísimo en El Café de Madison que hablaba sobre la lluvia en Kurosawa y no he podido reprimir el impulso de venir a tu blog. Así que no me ha sorprendido nada lo que he encontrado aquí, lo que no significa que no me haya maravillado.
ResponderEliminarEsta entrada me parece memorable. No sólo el análisis tan agudo que haces de la película de Ray, si no también las citas y las referencias con las que la relacionas.
Y la lluvia con Tom Waits, en Blade Runner, a la entrada de un cine...
No la he visto aún (esto se arregla fácilmente, como dice Elperejil) pero ya ha pasado a ser una de mis películas favoritas.
Un abrazo y felicidades por el blog y por esta entrada.