Hace una semana vi Liverpool (2008), la película de Lisandro Alonso. Y me recordó Paris, Texas (1984) de Wim Wenders. Aquí, un lugar perdido en medio del desierto en la frontera entre Méjico y EEUU; allí un lugar perdido en los confines australes del mundo, una aldea perdida a unas horas de Usuhaia. En cada una, un hombre con una herida abierta en el pasado -una ausencia de cuatro años en Paris, Texas y una ausencia de veinte años en Liverpool- y una quiebra íntima, una historia de padres e hijos, y corazones rotos. Y ambas películas transitan el territorio del melodrama. Así que Liverpool es como Paris, Texas pero, por decirlo de una vez y en pocas palabras, sin la escena del peep show.
Es decir, en Liverpool el pasado se revela como un agujero negro -de veinte años- al que apenas podemos asomarnos a través de algunos rastros en la nieve, y en la desolación. Lo que aflora en el curso de Paris, Texas a través de la última escena del peep show -aunque no sólo ahí-, yace enterrado en Liverpool.
Ambos filmes representan la cara y la cruz del cine moderno, o mejor, el itinerario entre la recuperación de la esperanza en el relato y el fin de la confianza en lo que un relato puede contar. En Paris, Texas, Travis recuperaba las palabras como portadoras de sentido que le permitían reunir a su hijo con su madre y le permitirán recomponer quizá los pedazos de su historia. En Liverpool, Farrel desaparece en la nieve sin dejar tras de sí nada que lo recuerde -su madre ya no lo reconoce por más que el repita "soy Farrel"-, apenas un llavero que quizá su hija pierda cualquier día o bien olvide quién se lo dio. En Paris, Texas, la emoción nos consuela; en Liverpool, la desolación nos lacera y apenas si podemos sentir compasión por tanto desconsuelo, como en esa escena conmovedora y dolorosa entre madre e hijo, en las que las palabras son definitivamente inútiles.
Quizá entre una y otra película ha transcurrido algo más que un cuarto de siglo, en el curso del tiempo ha quebrado la convicción a propósito del sentido de las historias en nuestro mundo que Wenders había conseguido sostener en Paris, Texas por última vez. La certidumbre de que al menos había un hogar al que regresar ha acabado y Lisandro Alonso levanta acta de la clausura (del sentido) en Liverpool. Y quizá hemos vuelto a ver Paris, Texas para recuperar aquel momento en que Wenders restauraba, siquiera frágil y provisionalmente, la promesa del cine como las mil y una noches de nuestro tiempo, y reconciliaba el cine europeo con el americano, justo en el momento en que cuajaba el mito de la Muerte del Cine, de la desaparición del cine como comunidad de espectadores que encontraban en la pantalla quizá una cristalización del sentido, quizá un consuelo, quizá un remedio efímero de los estragos del tiempo.
No sé cuántas veces habremos visto Paris, Texas. Aún recuerdo la crónica de Ángel Fernández-Santos en El País donde daba cuenta de la acogida de la película cuando se estrenó en el Festival de Cannes de 1984, la memorable ovación que reunía -y rendía- a crítica y público al terminar la proyección de una película a la que saludó desde el primer momento como un clásico moderno. Paris, Texas ganó la Palma de Oro e inspiró uno de los más bellos textos a Serge Daney en la que aventura una pequeña teoría de las emociones. Muy pronto, Anagrama editó las Crónicas del motel de Sam Shepard que puede considerarse el germen literario de la película, o mejor, un territorio del que partieron Shepard y Wenders cuando empezaron a trazar un posible desarrollo del guión de la película. Diez años después del estreno de Paris, Texas encontré en la Livraria Leitura de Porto un libro editado por Road Movies Filmproduktion, la productora de Wenders, que recogía un fotograma de cada plano -desde el primero al último- de la película y lo tuve mucho tiempo a mano y a menudo recorría sus páginas hasta casi -o sin casi- aprendérmela de memoria. Por esas mismas fechas editaron otro libro con las fotos que Wenders había hecho mientras preparaba el filme bajo el título de Escrito en el oeste.
Durante 1983 el cineasta viajó por el oeste americano en busca de localizaciones para la película y tomó fotografías con una cámara de medio formato (6x7) que fijan su encuentro con los paisajes de los filmes de John Ford, Raoul Walsh o Anthony Mann que amaba y sobre los que ya había escrito en ocasionales textos críticos durante su periodo formativo diez o quince años antes. Para Wenders esas fotografías representaban una herramienta de exploración del territorio en el que se iban a mover los personajes, pero sobre todo era una forma de recibirlo, de aprehenderlo, de escucharlo: Antes de ver la imagen, sientes que viene hacia ti, oyes su llamada. En ocasiones los paisajes se mueren por contarte sus historias. En fin, durante años, me rodeé de todo lo que encontraba a propósito de Paris, Texas. Y con el tiempo se convirtió en mi última película favorita de Wim Wenders, con Alicia en las ciudades y En el curso del tiempo. Ya hablé una vez aquí de lo que significaron esas dos películas para algunos de mi generación, pero en aquella entrada me referí en especial a Alicia...
En Campo Santo, descubrí que a W. G. Sebald le gustaba mucho En el curso del tiempo y más de veinte años después de haberla visto recordaba vivamente cuánto le había conmovido aquel día de mayo de 1976 en un cine de Munich y cómo se había ido a casa caminando en la tibia noche con las imágenes de la película de Wenders que seguían proyectándose en su cabeza: una balada en blanco y negro sobre dos hombres, ninguno de los dos sabe muy bien adónde va... Uno de esos hombres, recuerda Sebald, se llama Bruno Winter y conduce un camión a lo largo de la (desaparecida) frontera entre las dos Alemanias, reparando proyectores en los viejos cines que ya casi nadie frecuenta. Entre otras cosas, la película de Wenders es también una elegía sobre el cine, o mejor sobre la experiencia del cine tal como lo conocimos. En ese viaje de Bruno por la frontera lo acompaña Robert Lander, interpretado por Hans Zischler del que ya hablamos aquí a propósito de su libro Kafka va al cine.
Sebald recuerda especialmente la secuencia en que Bruno conduce en la noche una moto con Robert en el sidecar por una carretera vacía, una secuencia muy hermosa, casi ingrávida. Quizá de una forma más lírica y radical, En el curso del tiempo representa una película-emblema de Wenders, de un cineasta que nos deslumbró a mediados de los setenta y en los primeros ochenta, que filmaba los paisajes, los niños y los jóvenes perdidos con una mirada a la vez pudorosa y cálida, el cineasta que hacía las películas que nosotros nos moríamos por hacer, películas que escribía mientras rodaba con un equipo reducido y habitual en la carretera: las road-movies soñadas mientras conducíamos carretera adelante en busca de nosotros mismos. O dicho de otra forma, esas road-movies de Wenders representaban una correspondencia poética con los paisajes de los westerns de Ford, una poética de los errantes que de una u otra forma -aun sedentaria- llevábamos dentro -aun anestesiados-. Donde acababa Centauros del desierto empezaban las películas de Wenders, un europeo, pero que había amado el cine amando el cine americano. Y a principios de los ochenta Wenders se fue a América. E hizo Paris, Texas.
Y hoy, cuando ya habían transcurrido unos diez años sin verla, las lágrimas acudieron como la primera vez en media docena de escenas que forman parte de la película que uno proyecta en su interior con los momentos memorables de nuestra escuela de los domingos. Nada que extrañar, por otro lado, si pensamos que Paris, Texas es un melodrama, todo lo pudoroso que se quiera pero melodrama, en la misma medida en que Liverpool se construye con los mimbres del género, sólo que sin llegar a trenzarlos lo suficiente como para atrapar la emoción que podrían destilar. Hay melodramas trasparentes y melodramas opacos. Ni Paris, Texas es totalmente transparente ni tampoco Liverpool totalmente opaco. Pero uno y otro melodrama están cerca respectivamente de la transparencia y de la opacidad. Si el melodrama es el arte de las lágrimas y hay melodramas que van en busca de ellas como del Grial, podríamos decir que Paris, Texas, simplemente les hace un hueco, entre un plano y otro, o las puertas de un plano general o a la vuelta de él.
Paris, Texas surgió gracias al encuentro de Wim Wenders y Sam Shepard en los estudios Zoetrope de Coppola en Los Ángeles. A partir de los textos de Crónicas del motel, desarrollaron un breve tratamiento que se iniciaba con un hombre que aparecía en un lugar perdido del desierto de Arizona y del que nada sabemos. El guión de Paris, Texas antes de empezar el rodaje apenas si era una serie de escenas que amojonaban el itinerario de Travis, el protagonista, un errante -como lo era el Ethan Edwards de Centauros del desierto-, el hombre que surgía en medio de la nada, encontraba a su hijo, aprendía a ser padre y reunía al hijo con su madre. La película se rodó siguiendo la continuidad narrativa, por orden cronológico, es decir, se rodaban antes las escenas que acontecían antes y se rodaban después las que sucedían más adelante. En realidad, Paris, Texas se hacía y se escribía y se reescribía y se rehacía a medida que se rodaba, en la carretera, por algo es una road-movie. Wenders seguía siendo Wenders por más que cambiara de continente. Pero digámoslo ya, el cine de Wenders, o mejor, aquel cine de Wenders contaba con Robby Müller en la dirección de fotografía y Peter Przygodda en el montaje, los creadores de la imagen y el compás con que llegaba a nosotros la puesta en escena del cineasta. Y su contribución nunca se subrayará bastante. Sobra decir que una de las señas de identidad de Paris, Texas fue la música de Ry Cooder, desgraciadamente tan gastada de tan oída que deviene, al principio -alguna vez que otra-, el único elemento molesto del filme en los nuevos visionados. Otra colaboradora en la película fue la ahora prestigiosa cineasta francesa Claire Denis como ayudante de dirección.
Travis, el ausente
Entre las escenas que Sam Shepard escribió antes de marcharse -para cumplir compromisos profesionales previos- se encuentran las escenas iniciales y, en particular, aquellas que nos muestran la estancia de Travis en casa de su hermano Walt. Es decir, las escenas que nos presentan al errante y las primeras aproximaciones entre Travis y su hijo Hunter después de cuatro años sin verse, la mitad de la vida del niño se subraya. Padre e hijo intercambian las primeras miradas de mutuo reconocimiento durante la proyección de un super 8 rodado por Walt antes de que Travis desapareciera y antes de que Jane, su mujer, abandonara a Hunter en casa de sus tíos.
Una película doméstica -rodada en realidad por el propio Wenders- representa la primera emergencia del pasado a través de la herida de la ausencia, un verdadero poema dedicado al cine como embalsamador del tiempo, y, más concretamente aquí, del tiempo de la felicidad.
Cabe añadir que una fotografía de un lugar perdido -Paris, Texas- representa un amuleto de Travis, el hombre perdido en busca de su identidad y que se aferra a esa imagen que encierra lo que Pascal Quignard llama la escena secreta, ese momento en que sus padres lo concibieron, el mito del origen como la casa de la memoria, como el único hilo del que sujetarse en el laberinto de la existencia en el que Travis se ha extraviado.
Y unas imágenes de fotomatón son las únicas que prueban la existencia de una familia que unía a Travis, Jane y Hunter antes de que la vida los separara; unas imágenes que Travis entrega a Hunter como si de una promesa se tratara, una promesa que él sabe rota de antemano, como Ethan Edwards se sabe condenado a vagar lejos, pero al menos tendrá una memoria que lo redima y lo cobije como último refugio, porque la transmisión padre-hijo, por precaria y frágil que sea, se ha consumado. Y de esa precariedad (del instante) y de la frágil belleza (del cine) nace la emoción, cuando la película anula la distancia entre la pantalla y nuestro corazón mediante ese travelling interior del que hablaba Serge Daney, esa emoción que emerge cuando adivinamos de repente algo que estuvimos a punto de perdernos entre un plano y otro. Como en ese momento en que Travis llega a una encrucijada, tras la primera escena en el peep show, y duda sobre qué dirección tomar, y es Hunter quien, como quién no quiere la cosa, le indica "a la izquierda"
Las escenas en que Travis y Hunter se van acercando resultan modélicas en cuanto la conquista de la intimidad se conjuga mediante distancias y tiempos, planos y montaje, puro cine que apenas necesita de las palabras para cuajar en nuestro interior. Y padre e hijo se echan a la carretera para buscar a Jane. En el camino, es el niño el que le cuenta a Travis el origen del mundo y le explica el viaje de la luz como si le orientara, en el universo donde aún no encontró su lugar. Y cuando localizan a Jane, como a Travis, al director le entró el vértigo, mientras aguardaba por los diálogos de Sam Shepard, que escribía a partir de un tratamiento que Wenders le había enviado (donde figuraba el peep show como decorado cardinal en el último acto de la película); un tratamiento que el director pergeñó durante una interrupción del rodaje en Los Ángeles, donde vive Hunter con Walt y su mujer como hogar de acogida.
No era la primera vez que Wenders interrumpía un rodaje para recuperar el sendero perdido de la historia o para extraviarse mejor. Él mismo contó cómo durante el rodaje de En el curso del tiempo se quedó en blanco durante dos o tres días en un hotel de carretera, con el equipo por allí, entreteniendo las horas perdidas, esperando a que encontrara la derrota de la película. Pero son esas derivas y extravíos lo que definen el mejor -y el más intenso y arrebatador- cine que Wenders ha rodado nunca. Pero esta vez contó con la ayuda de Sam Shepard que escribió para Travis y Jane dos de los monólogos más hermosos que se hayan filmado nunca. Y Wenders contribuyó a esa intensidad con la decisión de desglosar la última escena del peep show y rodar la totalidad de los monólogos sin interrupción cada vez, así logró registrar desde los más leves latidos hasta las más íntimas convulsiones de Jane cuando escucha la historia de Travis que culmina en una conmovedora revelación.
Pero cuando llegó el momento de rodar el monólogo de Jane ya sólo quedaba una bobina de película y Nastassja Kinski tenía que irse al día siguiente para incorporarse a otra producción. Y la primera toma no fue tan buena como Wenders quería. Sólo tenían película para una toma más. Y bien, ésa es la toma que vemos en Paris, Texas. Entonces, Wenders se desmayó.
En las últimas palabras que Travis cruza con Jane le recuerda que Hunter la aguarda en el hotel Meridian. En la habitación 1520. Son las últimas palabras de Travis en Paris, Texas: habitación 1520.
"Un animal, habría que ser un animal para no conmoverse con la última escena de Paris, Texas", con estas palabras empezaba Serge Daney el texto que le dedicó a la película de Wenders después de verla (y aplaudirla) en Cannes. Para nosotros aquella habitación 1520 representa algo así como la Ítaca a la que regresar como quien vuelve si no al hogar sí a la memoria de las películas que apresaban la frágil belleza del cine y del mundo. De hecho, cifraba alguno de los temas esenciales del aquel de vivir: un viaje que lo es también hacia los adentros en busca quizá de la redención. No es casual que Wenders leyera la Odisea, que es el viaje por excelencia, justo antes de comenzar el rodaje. Paris, Texas puede y debe contemplarse también como el final de un viaje por el propio cine de Wenders que lo entronca con su propia educación sentimental. Basta recordar aquella escena de Relámpago sobre el agua en que Wenders comenta con Nicholas Ray un momento de The Lusty Men (1952) que aquél había evocado justamente en otra de En el curso del tiempo. Y cómo no recordar el final de Centauros del desierto en el final de Paris, Texas. En la habitación 1520. Donde nos aguardan el cine y las lágrimas. Y los sueños que compartíamos. No se cumplieron pero, como el protagonista de Los puentes de Madison, uno se alegra de haberlos tenido.
(No hay ninguna edición en dvd de Paris, Texas a la altura del filme, pero hay una -de Filmax- con un par de extras apetecibles: escenas eliminadas comentadas por el director, y el super 8 completo -del que sólo vemos algunos fragmentos en la película- con el monólogo de Travis, una pieza que alcanza valor cinematográfico por sí misma, podéis encontrarlo en youtube pero no se escucha la voz -o será que yo no lo conseguí-, sólo podéis leer los subtítulos en castellano, por eso no lo adjunté a la entrada.)
Caray! tras leer tu entrada siento muchas ganas de volver a ver la película, siempre que la recuerdo viene e mi mente la misma escena, ella tras el cristal, hablando, con el jersey de color fuccsia. Estaba guapísima.
ResponderEliminarDesde luego la escena del Peep show es lo que más se recuerda, pero cuando la vuelves a ver hay otras escenas emocionantes que se habían quedado dentro y que no te dabas cuenta como cuando Travis le limpia los zapatos a su familia, el paseo con su hijo a ambos lados de la calle o la mítica que recuerda Daniel del cruce cuándo el niño le muestra la dirección (!cuántas veces pasa en la vida que son nuestros hijos los que nos muestran hacia dónde debemos ir!), escena que tan bien "recoje, homenajea..." Clint Eastwodd en Los Puentes de Madison.
ResponderEliminarTe va a encantar.Un saludo