16/10/09
El pabellón de las geishas
A Kafka le gustaba el cine. Era hipersensible al ruido, vegetariano y buen nadador. Le gustaba remar por el Moldava y caminar, y frecuentaba los burdeles. No le hacía ascos a montar en moto, a caballo y a jugar al tenis. Introdujo mejoras en los dispositivos de seguridad de las máquinas cepilladoras empleadas en la industria maderera (y consiguió evitar innumerables accidentes -y amputaciones-). Nunca está lo bastante solo cuando escribe y nunca hay suficiente silencio a su alrededor, ni de noche es lo bastante de noche. Y se quejaba amargamente en sus cartas a Felice. Una manera sutil de advertirle de lo que le esperaba si llegaba a casarse con él. Era consciente de lo que suponía entregarse a escribir con dedicación exclusiva: ...el mundo formidable que tengo en la cabeza, pero cómo liberarme y liberarlo sin hacerme añicos, escribió en su Diario. Reconocía que perdía mucho tiempo, pero la libertad absoluta y su capacidad para pasar el día mirando la página en blanco podría haberle resultado insufrible. Así que disponer de la aseguradora en la que trabajaba para echarle la culpa acababa por resultarle un alivio y, de paso, salvaba un mínimo imprescindible de autoestima. A propósito de Picasso, recuerda Gustav Janouch escucharle que el arte es un espejo que adelanta como un reloj... a veces. Su idea de la literatura dibuja un territorio en los confines del lenguaje, un paisaje mental frecuentado por tipos como Hölderlin, Robert Walser o Simone Weil. El 27 de enero de 1904 le escribió a su amigo Oskar Pollak: Si el libro que estamos leyendo, no nos espabila de un mazazo en la cabeza, ¿para qué lo leemos? (...) Necesitamos que los libros nos afecten igual que una catástrofe, que nos duelan en lo más hondo, como la muerte de alguien a quien queremos más que a nuestra propia vida, como ser desterrados a un bosque alejados de todos, como un suicidio. Un libro debe ser un hacha para el mar helado de nuestro interior. Kafka tenía 21 años. Y escribió desde los confines de la razón una obra a medida de una idea de la literatura (humorística) que conjugaba lo inusitado y lo doméstico.
Quizá el gran invento de Kafka haya sido escribir a propósito de lo improbable o de lo imposible como la si fuera la cosa más natural del mundo. En la prosa de Kafka lo increíble no resulta sorprendente. Creo que él y Emily Dickinson se hubieran entendido a la perfección. Por carta, claro. En el mundo de Kafka la sorpresa no está ni se le espera. Su escritura es un atestado de lo inexorable. Por eso la familia Samsa reacciona con horror y disgusto ante el escarabajo en que se ha convertido Gregor, pero ni asomo de sorpresa, ni pizca de asombro. Ante una prosa tan pulida, tan serena, tan impasible, nos sentimos apremiados a sospechar, ¿qué me quiere contar? ¿qué me está contando? ¿de verdad me está contando esto? Miramos a un lado y a otro, nos atrevemos a desentrañar las claves secretas del texto, a desvelar sutiles efectos simbólicos, a descifrar el código de una escritura invisible. Y cuando nos queremos dar cuenta, ya estamos psicolanalizando el discurso y, abandonando nuestra condición de lectores, nos vemos arrastrados en afanes detectivescos en torno al sentido secreto de la obra. En fin, devenimos personajes de Kafka, piezas de un engranaje institucional (de la institución literaria, en este caso), o mejor, piezas del engranaje por excelencia, el texto, el lenguaje; o sea, sujetos de una experiencia que nos aboca a una epifanía terminal, ésa que nos devuelve una imagen en que la vergüenza hubiera de sobrevivirnos. La escritura cristalina deviene espejo para encontrarnos cara a cara con la culpa que nos embarga, que nace de un crimen innombrable y tiende hacia un castigo sin redención posible. Y todo en un mundo impasible e indiferente, un mundo que funciona como un mecanismo, como una representación donde nos asignan irremediablemente el papel de culpable condenado a una vergüenza de origen secreto, o mejor, ininteligible, opaco; en definitiva, actores de pacotilla en una obra con visos de pesadilla ante la mirada de Kafka. Y donde la huida ni se plantea.
El lector acaba pareciéndose a ese personaje de Un amigo de Kafka de Isaac Bashevis Singer: "He leído El castillo de tu amigo Kafka. Interesante, muy interesante, pero ¿adónde quiere ir a parar?" Quizá por eso releer es la única manera de leer a Kafka (y a Rosalía de Castro, Robert Walser, Juan Rulfo, Antonio Machado...) y rendirse a una escritura que logra su forma (y su goce) cuando alcanza el horizonte del olvido, allí donde sobran todas las explicaciones, allí donde resuenan los significados como golpes en las puertas de la memoria, allí donde nos vemos completamente solos. En las fronteras de la conciencia. Desde donde nos ve (y nos muestra) la mirada de Kafka. ¿Y qué ve? Derrota, desde luego. Pero también nostalgia. Nos ve en nuestra cándida desnudez existencial, como somos, como habitamos este mundo inexcrutable.
Pero a Kafka, ya no sé si os acordáis, le gustaba el cine. Todavía tendremos que ir juntos durante mucho tiempo al cine, al pabellón de máquinas y a ver a las geishas antes de comprender lo que significará este asunto no sólo para nosotros sino también para el mundo, le escribía a su amigo y futuro albacea -y primer biógrafo- Max Brod el 22 de agosto de 1908. Y en el otoño de 1912 le escribe a Felice: tiemblo todo yo, igual que la luz hacía temblar la pantalla en los primeros días de la cinematografía, si lo recuerda usted... No había semana en que Kafka no consultara las carteleras de los cinematógrafos hasta aprendérselas de memoria y cuando no podía ir al cine, apremiaba a su hermana Ottla para que le contara la película que acababa de ver, La rompecorazones, pongamos por caso, una película de los Pathé Frères interpretada por Leontine Massard. Y al revés, si Ottla se pierde alguna película, Kafka se la cuenta con todo detalle e incluso le representa escenas para que se pueda hacer una idea cabal de los gags, si se trata de una película cómica. Cuando visita a Felice en Berlín en marzo de 1913, acude a ver La reina del cine de Jean Gilbert con Delia Gill y le manda a Ottla una postal de la actriz. La común afición al cine estrechará aún más los vínculos afectivos entre los hermanos y tejerá un código donde, a menudo, bastan las imágenes para intercambiar confidencias.
Mi necesidad de entretenimiento se sacia con los carteles publicitarios; mi habitual e intimísimo malestar, ese sentimiento de lo eternamente provisional remite al ver los anuncios; siempre que regresaba a la ciudad de mis vacaciones de verano (...) sentía una avidez por ver los carteles de las películas y desde el tranvía en que me dirigía a casa iba leyendo al vuelo, fragmentariamente y con mucho esfuerzo, las carteleras junto a las que pasábamos, le escribe a Felice del 13 al 14 de marzo de 1913: ¿no os imáginais un maravilloso travelling lateral desde ese tranvía guiados por la mirada de Kafka? ¿existe algo más hermoso que un travelling lateral? ¿cabe imaginar un medio mejor para mostrar la mirada arrebatada? En los carteles de las películas sacia su sed de imágenes cuando no puede colmarlas en la sala oscura y emergen en la noche, en esa duermevela en la que cobra vida el mundo formidable de Kafka.
Hanns Zischler ha rastreado en Kafka va al cine la memoria eidética del autor de El proceso, una memoria poblada de carteles y escenas de películas -El otro (1913) de Max Mack con la estrella del cine mudo alemán Hanni Weisse, por ejemplo- que se transmuta en una prosa habitada por lo fantasmal, una memoria que se transparenta como una marca de agua, sin delatar el germen de la visión. Zischler -crítico de cine y actor (con Godard, Wenders o Spielberg, Munich, por ejemplo)- nos entrega lo más parecido a un libro de imágenes de Kafka.
Pero a Kafka no sólo le gustaba el cine, también lloraba en el cine. En septiembre de 1913 le escribe a Felice: He dejado los diarios por completo, no sabría por qué tendría que anotar nada allí, no se me ocurre nada que me conmueva en lo más íntimo. Esto es así aunque ayer llorara en un cinematógrafo de Verona. Me ha sido dado gozar de las relaciones humanas pero no vivirlas. Quizá uno de los párrafos más reveladores de la sensibilidad de Kafka que conformaba su poética. "Aún sigo viendo a Kafka [en el cine] con el rostro vuelto para que ninguno de nosotros se diera cuenta de que se enjugaba las lágrimas con el dorso de la mano", recuerda su amigo Willy Haas.
Ya en Berlín, con Dora Diamant en el barrio de Steglitz, en enero de 1924, meses antes de morir, cuando ya no podía ir al cine, le escribe a Ottla que acaban de estrenar El chico de Chaplin. Entonces quizá bastara esa mención para que ambos tejieran un nudo más en el tapiz de la memoria dibujado por los sueños a la luz temblorosa del cinematógrafo en el pabellón de las geishas.
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