Resulta triste entrar en una sala de cine y ser los únicos (dos) espectadores. Y también, por qué no decirlo, un alivio: librarse de los baldes de palomitas que acarrean los espectadores hasta las butacas, como si no se pudiera simplemente ver una película; y de los móviles que nunca se acuerdan de silenciar por más avisos que les lleguen, incluso desde la pantalla; y de los cuchicheos insidiosos (parece que ya nadie ha sido educado en el aquel de que en el cine no se habla). Hay que tener mucha vocación (de espectador de cine) para seguir acudiendo a las salas hoy día. O sea, ante una sala donde somos los (dos) únicos espectadores a las 16,30 de un sábado, pues qué triste. ¡Y qué bien! Y lo siento por After (2009) de Alberto Rodríguez, además la primera sesión de la tarde era la única sesión en que podía verse en el complejo de salas al que fuimos. En fin, no es un éxito de taquilla. Ni falta que le hace -es un decir-: tiene otros valores. Y los dos millones y medio de euros que costó podrán recuperarlo en el recorrido comercial, que lo tendrá aunque sea pasito a pasito.
Tampoco es de extrañar que la gente que suele acudir al cine elija otra película. After es una película turbia, produce malestar y resulta desoladora. No es una película de palomitas, precisamente. Ni una comedia. Tampoco es entretenida, sino incómoda. Alberto Rodríguez ha pintado un retrato de los treintañeros de clase media -pudiente- en la frontera de los 4o como una generación perdida en el vacío. Manuel, Ana y Julio tienen todo lo que se puede comprar con dinero, pero viven en un perpetuo extravío, sosteniendo las máscaras de la felicidad que apenas pueden ocultar la desesperación, incapaces de crear lazos afectivos, cuerpos habitados por un deseo imposible de colmar, como no sea por un anhelo de huida hacia una infancia indolora, pero ese retorno al pasado reclama el peaje del consumo de alcohol y drogas y noches de fiesta y sexo que ya no suponen un consuelo sino la tentativa desesperada de una noche interminable, antes de que la luz cruda del nuevo día nos muestre los restos de un naufragio existencial sin redención posible. Un retrato con pinceladas de nihilismo, coraza emocional y hedonismo, de violencia, angustia y soledad, de mitos, miedos y sueños.
After cuenta tres episodios, cada uno de ellos vertebrado por uno de los personajes protagonistas -Manuel (Tristán Ulloa), Julio (Guillermo Toledo) y Ana (Blanca Romero)-, y los tres en torno a un centro de gravedad que los reúne: la noche de afterhours en la que buscan desesperadamente un asidero a la deriva de sus vidas. Y Alberto Rodríguez nos lo muestra con un talento visual que traciende lo narrativo a través de la estilización formal, con una precisión estimable a la hora de situarnos ante una escena y con un apreciable poder de sugerencia a través de rimas y correspondencias, cuajadas mediante quiebras temporales en la música interior del filme. Ahí radica la capacidad para perturbarnos, para dejarnos con mal cuerpo, para ir más allá de la propuesta de guión mediante un ejercicio calculado del punto de vista. Como pocas veces en el cine español de los últimos años, por ejemplo La vida mancha de Enrique Urbizu o La leyenda del tiempo de Isaki Lacuesta, hemos experimentado el sentimiento de estar ante la obra de un director.
Un director al que sólo le ha faltado liberarse de algunos subrayados -metáforas (la pistola de plástico=suicidio virtual) y diálogos ("el país de nunca jamás", "no quiero despertarme y ser otra")- a propósito del tema de la película, quizá un peaje de guión (más para productores que para cineastas), un guión que, por otro lado, contiene diálogos reveladores de la confusión de unos seres perdidos. Y ya, de paso, no estaría de más liberarse también de la excesiva circulación de la perra (¿hace falta que los tres personajes tengan contacto con el animal?). Sobre todo porque la limpieza de subrayados hubiera permitido que los corazones fosforescentes hubieran vibrado con la fuerza metafórica que sólo alcanzan en ese (logrado) amanecer desesperado de Julio. Basta añadir que por primera vez hemos visto a Guillermo Toledo y Tristán Ulloa en un auténtico trabajo actoral. El desarrollo de la relación entre Manuel y su hijo pequeño alcanza visos terroríficos y constituye un digno homenaje al clásico -Los ladrones de cuerpos- que cita. El arco dramático de los personajes evoluciona con matices y variaciones delicadas que denotan la presencia de un director que sabe lo que se trae entre manos, en fin, que sabe de lo que habla y traza la odisea (sin viaje, o sea, la impostura) de una noche sin fin. Un espejo que nos devuelve la imagen verdadera (reconocible y reveladora) de un segmento del presente.
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