28/2/13

Ven y mira (8½)



Fellini veía las películas -sus películas- como criaturas mutantes, organismos sujetos a metamorfosis sólo parcialmente previsibles.



El viaje de una película -la artesanía del obrador- representaba una alquimia de visión y enfermedad, sueño y fiebre, rigor y fantasía.



Cartel de Jan Mlodozeniec

Y al final, en la pantalla, conjugaba azar y precisión, imaginación y carpintería, limbo y circo.


Cartel de Julian Palka

Cartel de Brandon Schaefer

Para Fellini, la película existía ya fuera de él, sólo tenía que ayudarla a nacer. Eso sí, era una comadrona que no quería volver a ver, ni por asomo, las criaturas que había ayudado a traer al mundo (del cine).



Cartel de Andrzej Pagowski

Tengo complejo de criminal. No quisiera dejar huellas ni rastros de todo lo que me ha costado una película. Destruyo todo. Sólo tiene que quedar la película, desnuda y acabada. De la misma forma que no quisiera hacer confesiones.



Cartel de Leszek Wisniewski

Escribió estas líneas en 1973. El año de Amarcord. Diez años después de 


Cartel de Needle Design

Cartel de Jettsblog

No tiene nada de extraño. Ya sabemos que, por mucho que borre las huellas, el criminal vuelve al lugar del crimen.


Este mes se han cumplido cincuenta años de 8½. Celebremos (una vez más) con esta nueva entrega de carteles de cine la confesión de Fellini.

26/2/13

¿Adónde va el río?

Alguna vez -y quizá más de una- me he referido a esa pregunta que nunca dejan de hacerme cuando imparto clases de guión, casi siempre si quienes me escuchan ya han calibrado, al menos en parte, lo que uno se juega al contar una historia y la responsabilidad (de narrador) que lleva aparejada: ¿Merece la pena?



Nadie mejor que Stevenson ha contestado la pregunta con una imagen tan elocuente en uno de sus cautivadores ensayos, Carta a un joven que se propone abrazar la carrera del arte:

La ejecución de un libro, de una escultura, de una sonata deben emprenderse con la insensata buena fe y el espíritu incansable de un niño que juega. ¿Merece la pena? Siempre que al artista se le ocurre hacerse esta pregunta, ampara una respuesta negativa. No se le ocurre al niño que juega a los piratas en un sillón del comedor, ni tampoco al cazador que rastrea su presa; la ingenuidad de aquél y el ardor de éste debieran fundirse en el corazón del artista.

A Stevenson le debemos no sólo relatos memorables -vamos, inmortales- sino también algunos de los más encantadores ensayos que hayamos leído nunca y, desde luego, algunas de las páginas más iluminadoras sobre el aquel de escribir.


Hace treinta años descubrí estos Ensayos literarios, que siempre tengo a mano. ¿No os parece una hermosa cubierta? Cuántas veces habré releído Sobre algunos elementos técnicos del estilo literario que comienza con unas líneas tan disuasorias como elegantes:

Nada produce mayor decepción que observar los muelles y mecanismos de cualquier arte. Todas las artes encuentran en la superficie su razón de ser; en la superficie percibimos su belleza, propiedad y relevancia; y cuando escudriñamos debajo nos sobrecoge su vaciedad y nos impresiona la vulgaridad de cuerdas y poleas...

Pero Stevenson tiene el don de la gracia hasta para la carpintería -una trama sensual... una textura fecunda...- y volvemos a sus páginas, sobre todo cuando va menguando la convicción de que vale la pena predicar la regla de las tres pes -pasión, paciencia y perseverancia- a futuros guionistas -herederos de los primeros narradores de cuentos en torno al fuego-, cuyo oficio consiste en deleitarse mientras se gana el pan deleitando al prójimo, según la moral de la profesión de las letras que predicaba el autor de La isla del tesoro. A los narradores, a esos artistas de toda condición, Stevenson los cobijaba con el paraguas de los hijos de la alegría.


La misma alegría que contagia cuando leemos un cuento suyo: Will el del molino, pongamos por caso, que tanto le gustaba a su amigo Henry James. Basta un párrafo para sentir ese deleite (de prójimo lector) al que se refería Stevenson como propósito del narrador:

Una tarde preguntó al molinero adónde iba el río... 'Sale a las tierras bajas y riega el gran país del grano, y atraviesa una serie de hermosas ciudades (eso dicen) donde viven reyes solos en grandes palacios, con un centinela andando arriba y abajo delante de la puerta. Y pasa bajo puentes en los que hay hombres de piedra que miran hacia abajo y sonríen curiosos al agua, y personas vivas que apoyan el codo en la muralla y miran también hacia lo lejos, Y después sigue y sigue, y baja atravesando marismas y arenales hasta que al final llega al mar, donde están los barcos que traen loros y tabaco de las Indias.'

22/2/13

Así lo haría Lubitsch


Billy Wilder contó más de una vez que, cuando se enfrentaba a un problema de guión o de puesta en escena, se preguntaba cómo lo haría Lubitsch. En una vieja libreta de hace ¿veinte años? encuentro un apunte a propósito de la diferencia entre Wilder y su maestro, según el guionista Samson Raphaelson. (Lo que no apunté ni consigo recordar es la fuente: dónde lo leí o quién me lo contó.)

Samson Raphaelson

Amanece. Un camión cisterna pasa regando la calle. Una pareja de enamorados se besa apasionadamente en la acera. El camión se acerca, llega a su altura, los empapa y sigue calle adelante. Los enamorados continúan besándose. Así lo haría Wilder.

Billy Wilder y Shirley Maclaine 
en el rodaje de Irma la dulce
al fondo, Jack Lemmon.

Amanece. Un camión cisterna pasa regando la calle. Una pareja de enamorados se besa apasionadamente en la acera. El camión se acerca, llega a su altura, el conductor corta el agua. Los enamorados continúan  besándose. El camión sigue adelante y vuelve a regar la calle, respetando el amor de la pareja. Así lo haría Lubitsch.

Lubitsch con Miriam Hopkins 
en el rodaje de Trouble in the Paradise

Humor, tono, estilo. Quizá un tiempo. Y hasta un mundo los separaba. O sólo dos palabras: la mirada.

20/2/13

Mira, memoria


Si la memoria de Nabokov habla y la de Fellini sueña, la de John Ford mira. Y quizá nada en el cine de Ford cifra la memoria como la rosa de cactus en El hombre que mató a Liberty Valance.


Una película destilada por la memoria de los personajes pero también por la memoria del cine de Ford. Pasajes sin cuento se abren en El hombre que mató a Liberty Valance (1962) con tantas películas del maestro: El caballo de hierro, El joven Lincoln, Qué verde era mi valle, Pasíon de los fuertes, Fort Apache, Centauros del desierto, Cuna de héroes...


Cada vez que volvemos sobre sus imágenes va cuajando la certeza de contemplar un memorial. Y un testamento (sólo rodará otras cuatro películas). Un cine con un aquel de ocaso. De memoria que mira.


El propio Ford produce El hombre que mató a Liberty Valance. En 1961 compra el relato de Dorothy Johnson (publicado en 1949, de donde proviene la imagen de la rosa de cactus) en que se basa el guión que les encarga a James Warner Bellah (tres novelas suyas habían servido de base respectivamente a Fort Apache, La legión invencible y Río Grande, la llamada trilogía de la caballería de Ford) y Willis Goldbeck (aquí también en funciones de productor), que ya habían escrito el guión de El sargento negro (1960), pero ese texto combustible experimenta constantes -y significativas- modificaciones durante el rodaje, de un día para otro y de la mano del cineasta.


Además de la inclusión de personajes como Pompey (Woody Strode) y el periodista Dutton Peabody (Edmond O'Brien), y de poner un mayor énfasis en el contexto político del tiroteo que da título al relato -Liberty Valance (Lee Marvin) es un asesino contratado por los grandes ganaderos para controlar el territorio a través de la violencia-, la película se desvía del original literario en la actitud de Ransom Stoddard (James Stewart) frente a la verdadera historia del hombre que mató a Liberty Valance: en el relato de Dorothy Johnson, Ransom la oculta como un vergonzoso secreto; en la obra de Ford, se la confiesa a un periodista que, por supuesto, se niega a publicarla, porque en el Oeste, cuando los hechos se convierten en leyenda, se escribe -e imprime- la leyenda. Una ironía final en la que resuena la última escena de Fort Apache con ese sesgo tan fordiano de mostrarnos la Historia y el Mito, los hechos y la leyenda, para que veamos (si sabemos mirar).


El hombre que mató a Liberty Valance puede catalogarse como un western de cámara. Nocturnal y de interiores. Hasta las calles de Shinbone -más bien callejas y callejones (sin salida)- cobran en las noches cardinales de la historia visos de interiores.


No vemos los ranchos de los grandes ganaderos que han contratado los servicios de un asesino como Liberty Valance, como -apunta Tag Gallagher- tampoco vemos los campos de batalla en The Long Gray Line -aquí Cuna de héroes (aunque que ya de cambiarle el título más justo sería "Cementerio de héroes")-. Tan sólo las escenas de la llegada y la marcha del tren en Shinbone -que enmarcan el flashback (donde Ransom Stoddard rememora sus primeros tiempos en aquella ciudad perdida del Oeste), y el rancho de Tom Doniphon (John Wayne) pueden considerarse exteriores netos.



Tan nocturnal aparece Shinbone en el flashback -gracias a la fotografía de William H. Clothier- que la memoria cobra visos de sueño -y aun de ensueño-, casi de fantasía: sólo en un sueño se pueden servir bistecs tan monumentales como los del restaurante de Hallie Ericson (Vera Miles); o un tipo tan malvado como Liberty Valance, pura encarnación demoníaca, por no hablar de Floyd (Strother Martin), su mano derecha, casi más repulsivo aún. Liberty Valance, como señala David Coursen en un espléndido ensayo sobre la película, parece una emanación maligna de la naturaleza: nunca se le ve llegar, simplemente se materializa; es una pesadilla.


Por otro lado, quizá en ninguna otra película de Ford como en El hombre que mató a Liberty Valance encontramos tantos primeros planos. Como si buscara el confinamiento visual -del que encontraremos ecos en su última película, 7Women (1966)- para propiciar un ejercicio de intimidad con los rostros de unos que devienen mapas de un mundo perdido, de sueños estragados. Como si se tratara de un retiro espiritual para meditar sobre el Mito del Oeste que el propio Ford contribuyó a crear, una reflexión que acaba destilando un ensayo sobre Pasión de los fuertes (1946) -cómo se transforma un territorio salvaje (wilderness: tierra virgen pero también inocencia auroral) en un jardín- y aun sobre El caballo de hierro (1924) -el tren que cambia el Oeste, que convierte la historia en Historia-.


Un western de cámara, El hombre que mató a Liberty Valance, pero también un western casi abstracto, un western de ideas. Y casi -o sin casi- podríamos decir que contemplamos un western político. El revólver / la palabra. Ransom se niega a llevar armas cuando llega a Shinbone (las armas son cosa de tipos como Tom Doniphon o Liberty Valance), sus únicas armas son la palabra y la ley, la educación y el derecho. Sin embargo, hace carrera en la política gracias a una mentira y resulta elegido no por la palabra sino por haber usado el revólver contra Liberty Valance. Ironías de la historia. Y de la Historia.


Hay una mirada elegíaca en El hombre que mató a Liberty Valance, desde luego (como la mirada al pasado de Huw en Qué verde era mi valle). Pero Ford resulta siempre más complejo de lo que parece (a simple vista): hay que mirar otra vez. Pongamos por caso hasta qué punto hermana a Tom Doniphon con Liberty Valance: son personajes excluidos del Oeste que cambia con la llegada del ferrocarril; ellos, hombres de los caballos y las cabalgadas -Tom Doniphon, además, se gana la vida como tratante de caballos-, desaparecen con la llegada del caballo de hierro. Por decirlo en pocas palabras: el viejo Oeste tenía que acabar, pero la cuestión ahora es ver si el sacrificio que representó mereció la pena. Y ahí en esa reflexión aflora el desgarro, la amargura, el pesimismo.

Ford con Vera Miles, james Stewart y John Wayne 
en el rodaje de El hombre que mató a Liberty Valance

De alguna forma, el mismo dolor que desprende buena parte de la obra narrativa y ensayística de John Berger a propósito de la desaparición del mundo rural, de los campesinos, en particular la trilogía que componen Puerca tierra, Una vez en Europa, y Lila y Flag. Ford contempla el Oeste desde su ocaso. Se acuerda (lo trae cerca del corazón). Aquel Oeste aparece encarnado en la memoria de Tom Doniphon -en una caja de pino- que Rance, a través del relato, y Hallie, a través de la mirada, invocan.



Tampoco es casualidad que a Tom Doniphon lo encarne John Wayne, su penúltimo papel con John Ford. Todo sabe -y suena- a despedida. Resulta muy revelador del ánimo con que el cineasta aborda El hombre que mató a Liberty Valance que apenas podamos ver, si no es en las escenas del rancho de Tom Doniphon -con el jardín de las rosas de cactus-, aquel wilderness, la tierra primordial que fundó el mito del Oeste y cuyo icono en el cine de Ford representaba Monument Valley (el de Pasión de los fuertes, el de Centauros del desierto).


Todos esos rasgos convierten El hombre que mató a Liberty Valance en un ford muy especial.  Si añadimos que en el pasado -del relato de Ransom Stoddard que da pie al flashback- los personajes son treinta años más jóvenes y el cineasta no se toma ninguna molestia en rejuvenecer a sus actores -la diferencia significativa radica en el movimiento, la energía, la actitud corporal-, podemos sospechar que el flashback no tiene que ver tanto con que los personajes se recuerden jóvenes sino más bien que se proyectan en el pasado: viajan en la memoria reviviendo aquellos momentos que quisieran reescribir pero que fatalmente ya no pueden cambiar.


De ahí la dolorosa conciencia del paso del tiempo. Cabría apuntar también los deslizamientos que marcan la rememoración de Ransom, evocando a Lynk Appleyard (Andy Devine) como un sheriff bufonesco, un rasgo que estaríamos muy lejos de adivinar tras conocerlo en el presente como el viejo serio, contenido y discreto que les comunicó a Rance y, sobre todo, a su mujer Hallie, la muerte de Tom Doniphon que los trae de vuelta a Shinbone tantos años después, donde todo comenzó.


Las escenas cruciales acontecen de noche y -salvo la escena que da título a la película- en una cocina. Una cocina donde Tom Doniphon siempre parece interrumpir cada vez que se acercan Hallie y Ransom, donde siempre parece estorbar -fuera de lugar-, aun cuando le lleve una rosa de cactus de regalo a la mujer que ama; una cocina, en fin, que ahonda en su condición de outsider.


En la cocina se anudan y se rompen los corazones. Esa cocina se rememora. Con una memoria, por así decir, de doble hélice, como si se tratara -y se trata- del adn de la historia; de los personajes, de sus señas de identidad. Pero sobre todo en sucesivos visionados. Me explico. La primera vez pesa lo suyo la memoria de Ransom Stoddard con el relato en flashback: la historia de Tom Doniphon, el personaje central de la película.


Pero cuando la volvemos a ver, nuestra mirada se contagia con la de Hallie , o dicho de otra forma, la mirada de la mujer en los primeros compases del filme atrapa la nuestra y pespuntamos el relato de Ransom con la pérdida trágica de Hallie: la memoria que mira es más poderosa -cuenta más- que la memoria que relata. Porque se trata de una mirada enamorada (de la memoria de Tom Doniphon), que no mira los acontecimientos sino los adentros.


Hallie mira lo que ya existe, lo invisible, lo que ya sólo es memoria. Memoria íntima. He ahí la mirada fordiana por excelencia. Una mirada cuyos armónicos descubrimos en el pasado -en el curso del flashback-, cuando Hallie sale a la puerta para ver cómo Tom Doniphon se va por unos días (a vender unos caballos), una escena que sólo con el tiempo comprenderemos hasta qué punto cuaja la esencia misma de la película: una historia -y hasta la Historia-, el destino mismo, que conspira para separarlos. He ahí el cine del maestro; dicho en palabras de Tag Gallagher: Ford primero te hace sentir y luego comprender.


Tom Doniphon mata a Liberty Valance -en un flashback dentro del flashback de Ransom- traicionando su propio código de honor. Por amor a Hallie, sabiendo que así la perdía para siempre. Sabiendo que contribuía al acabamiento del único Oeste donde hombres como él aún eran necesarios; como señaló Brecht, sólo ayuda la violencia allí donde la violencia impera.


Después de ver a Hallie abrazando a Ransom tras el tiroteo, Tom Doniphon se aleja en la noche, pero esta vez ella no está en la puerta para contemplar cómo se pierde en las sombras; sólo nosotros para escuchar cómo resuenan en el rostro de Tom Doniphon los ecos oscuros de Ethan Edwards en Centauros del desierto.


Y luego, borracho perdido, le prenderá fuego su casa a la que estaba añadiendo una habitación pensando en Hallie y Pompey lo rescata de las llamas donde quería inmolarse, y se lo lleva de allí echado en una carreta, como se habían llevado el cuerpo de Liberty Valance tras el tiroteo. En una carreta había traído Tom Doniphon a Ramson Stoddard al principio del flashback, pero el abogado está hecho de otra pasta. Tom Doniphon y Liberty Valance no pueden sobrevivir en el nuevo Oeste que llega con el tren, Ransom se adapta a cualquier circunstancia, empieza como friegaplatos y acaba de senador (es un  político). Pareciera como si el alma de Liberty Valance se reencarnara con todo el ruido y la furia en Tom Doniphon, como si fueran dos almas gemelas que estuvieran condenadas a fundirse. Y si recordamos que Lynk Appleyard, el viejo sheriff retirado nos había contado -en la escena que precede al flashback- que Tom Doniphon llevaba mucho tiempo sin llevar armas, quizá convengamos en que evitaba así convertirse definitivamente en otro Liberty Valance.


Son imágenes que Rance no ve, pero que Hallie puede imaginar: imágenes como ésa las ha revivido -reconstruido, reinventado, rememorado- en todos estos años lejos de Shinbone, lejos de Tom Doniphon. Son las imágenes que ha salvado de los estragos del tiempo. Son las imágenes que envuelve con melancolía el tema de Ann Rutledge (de El joven Lincoln) cuando Hallie visita las ruinas del rancho de Tom Doniphon,  donde sólo perviven las rosas de cactus.



El cine de Ford nos muestra la transitoriedad de los héroes; a menudo errantes, que quizá dejan tras de sí un mundo más habitable, pero no para ellos; peregrinos sin el consuelo de una Itaca; seres a la intemperie tantas veces, almas perdidas, que apenas dejan una memoria fugaz en aquellas comunidades que contribuyeron a fundar (o a salvar), a transformar el desierto en un jardín, o aquel jardín salvaje en un huerto doméstico. La rosa de cactus aflora en la frontera entre ambos mundos. Como Tom Doniphon en El hombre que mató a Liberty Valance. Un fantasma que ya sólo mira la memoria de Hallie.


Se ha dicho que El hombre que mató a Liberty Valance representa un palimpsesto fordiano, como si el cineasta filmara sobre lo que ya había filmado, como si mirara lo que ya había mirado: un palimpsesto de miradas. Pero creo que desde el punto de vista fílmico, o mejor, desde la experiencia de espectador, lo que convierte El hombre que mató a Liberty Valance en un palimpsesto se cifra en la mirada de Hallie reescribiendo en nuestra mirada el flashback de Ransom.


Es Hallie quien ilumina ángulos secretos de la memoria de su marido con la rosa de cactus que coloca sobre esa caja de pino donde yace Tom Doniphon y se interpone visualmente entre ella y Ransom, un Tom Doniphon transfigurado para siempre en el fantasma errante de la memoria de Hallie.


Por más que el flashback emane de la memoria del senador, es la memoria de Hallie la que modula nuestra imaginación, la que cultiva nuestra experiencia de la película: nuestra mirada respira por la herida del pasado donde late lo perdido.


Más aún, la historia de amor de Hallie y Tom Doniphon sólo llega a existir en las ruinas del tiempo y cobra resonancia en nuestros adentros gracias a una memoria que mira.