Cada color cambia del todo en otras cosas, decía Lucrecio. ¿Qué colores ven estos hombres de la mar cuando pintan las
dornas? ¿Qué ven en esos colores? ¿Tienen esos colores forma de
dorna? ¿Cabría decir que los colores cobran visos de verdad en la forma de las cosas? ¿O que las cosas devienen formas gracias a los colores? ¿Qué miraría Rothko si se pasara por el malecón de Ribeira?
Cuando leí hace casi veinte años el
Diccionario de las Artes de Félix de Azúa, la entrada sobre el color me resultó de las más jugosas. Contaba que los artesanos del tinte eran un gremio mal considerado y excluido de la ciudad medieval no sólo por los hedores de la producción sino por los materiales que manejaban:
hacían la ronda de las tabernas recogiendo en ligeras vasijas de barro la orina de los borrachos para decantar los pigmentos de óxido y naranja que requerían los paños más caros. (Ah, aquellos amarillos tostados de las cervezas de las abadías.) Contaba que el carmesí es el tinte que se obtiene del
kermés lidio (
coccus ilicis), un insecto, y que el púrpura se consigue machacando cefalópodos fenicios (
murex trunculus). En realidad, decía,
no hay colores: hay vicisitudes de los colores, pues cada uno de ellos tiene su propia biografía. Más que una biografía diríase que cada color viene con su cuento a cuestas. Como el cuento del
pullus, un color difunto, desaparecido en la noche de los tiempos,
y que al parecer correspondía al resplandor del lomo en las liebres huidizas. También las dornas vienen (y van) con su cuento (y cuentas) de colores.
Cada vez que le preguntaba al maestro por el nombre de un color evitaba mencionar un pigmento concreto. Y aun menos cuando le señalaba esta mancha o aquel trazo en alguna obra suya. Ni siquiera cuando me hablaba (tan conmovido) de la Capilla de Rothko o de aquel lienzo de rojo y negro.
Light Red Over Black, 1957
de Mark Rothko
Entonces cambié de táctica y traía a colación una de las cartas de Van Gogh con apuntes, pongamos por caso, sobre unas viñas que acaba de pintar:
son verdes, púrpuras, amarillas, con racimos violetas y sarmientos negros y anaranjados. Lo mismo daba. Me hablaba de los sentimientos que alentaban, de los latidos que envolvían, de las resonancias que cobijaban. Hasta aquellos días -meses- en que lo enredé en la dirección artística de una película y empezó a hacer dibujos de las escenas y a sugerirme un rojo aquí, un verde allí, un destello amarillo sobre el marco de un espejo, un escote negro, un hilo de plata, una mancha rosa... Porque, de alguna forma (y por mi culpa), viajaba de los sentimientos al pigmento, por así decir. Pero sólo es un decir, claro. Y uno podía evocar esos colores en las pinturas y películas de las que habíamos hablado durante todos los años pasados...
Y así nos pasábamos horas yendo y viniendo entre los bocetos y los armónicos que despertaban. Como si los colores no estuvieran en el lienzo o en el celuloide sino en tránsito, como si viajaran en la memoria, en el aquel de mirar. De hecho, es así como están; es así como se forman. Como figuras de la mirada. Como ese
vinoso mar de la
Odisea, que suena a color emanado en el curso de la navegación en la
nave negra de Ulises. Aún recuerdo como si fuera ayer la sorpresa mayúscula cuando leí por primera vez en la
Odisea que el mar de los griegos no era azul sino del color del vino. Entonces no sabía que los colores no se nombran, se inventan. Que un color es un avatar de la mirada. Y si se nombran no ha de buscarse en ellos las precisión material sino una suerte de temperatura anímica. El color no es una ventana a lo real sino a lo surreal. (Qué razón tiene Sam Fuller en
El estado de las cosas de Wenders.
La vida es en color pero el blanco y negro es más realista.) Inventar colores es uno de los avatares del pintor o del cineasta. Avatares de cuentistas.
Brusatin en su
Historia de los colores (donde leí que los bretones acostumbraban a pintarse el cuerpo de un azul oscuro, extraído de la planta del glasto, para aparecer terribles en las batallas, como
ejércitos espectrales, decía Tácito) señaló que todos los sabios con talento filosófico han observado los colores con desconfianza
porque encarnan las leyes de la mutación, de la novedad, de la seducción, lo imprevisto del fenómeno contrariante y del destino efímero. Asomarse al color venía a ser como abocarse al abismo.
Quizá por esa naturaleza mutante a Wittgenstein le asombraba que un asunto tan misterioso como el color hubiera sido tan desdeñado por la filosofía; las
Observaciones sobre los colores fue su último trabajo y tomaba notas sobre el tema cuando murió el 29 de abril de 1951; en palabras de Félix de Azúa, el color se le presentaba como el mejor ejemplo de su teoría de los juegos lingüísticos. Cómo no se me ocurrió, cuando lo del
vinoso mar, que un color era un juego del lenguaje... Lástima. Cuánto me habría gustado saber de niño que el azul ultramarino no es el color de mar adentro (del
mar de fóra que dicen por estos finisterres), sino el que viene de ultramar, de la India: el lapislázuli. Avatares del color. Cuentos.
Estupendas y evocadoras fotos, Daniel. Me han dado ganas de repasar el libro de Azúa y la maravillosa 'Historia del azul' que escribió Pastoureau.
ResponderEliminarUn saludo.
Otra entrada para enmarcar. (tu escritura me saca los colores) ¿Las fotos son tuyas? Pues dilo, que están muy bien.
ResponderEliminarAbrazo.