Le recomendé El festín de Babette a un sobrino que estudia para cocinero -y le gusta el oficio- para que vea lo que la cocina puede hacer por nuestras almas (y que comer es algo más que alimentarse), pero también para que le llegaran siquiera vislumbres de lo que significa ser un artista (y de lo que un artista puede hacer por nosotros). Digamos que la película me servía de fábula, como la historia de los narradores en los trenes de los campos a Félix de Azúa para la entrada artista en el Diccionario de las Artes. No sé si (el sobrino) me hizo caso. Pero a uno se le avivaron las ganas de verla otra vez. No le había puesto los ojos encima desde que se estrenó aquí hace un cuarto de siglo ya. Llegaba con el óscar de 1988 a la mejor película extranjera y el Premio Especial del Jurado del festival de Cannes del año anterior. Y al rebufo del cañonazo de Memorias de África (1985) de Sidney Pollack, otra adaptación de Isak Dinesen (seudónimo de Karen Bixen, nombre que aparece en el crédito correspondiente al título en El festín de Babette).
Y aunque nos gustó la película, no sentí la necesidad -ni la curiosidad- de leer el relato; supuse que habíamos visto una adaptación fiel tratándose de un cineasta danés -Gabriel Axel (que rueda la película con sobriedad clásica)- llevando a la pantalla la obra de una gloria nacional. Así que este domingo volvimos a verla, sólo que antes leí el cuento de Isak Dinesen -El banquete de Babette (en Anécdotas del destino: incluye también La historia inmortal, que llevó al cine Orson Welles)-, traducido por Francisco Torres Oliver; prefiero "Cosas del destino" como título del libro, y "banquete" a "festín", y "cena" a "banquete": "La cena de Babette" (como se titula el antepenúltimo capítulo de los doce en que se articula el cuento) hubiera sido un justo -y preciso- título para el relato y la película; por lo demás, la traducción resulta impecable. Y al leer El banquete de Babette me llevé una sorpresa.
Antes de nada, El festín de Babette es una buena película, pero el cuento -de poco más de cuarenta páginas- es magnífico. Isak Dinesen -o Karen Blixen- tiene ese genio admirable de transfigurar una historia en un cuento maravilloso; en los dos sentidos: está maravillosamente escrito y destila maravillas; que a menudo sus cuentos empiecen con las palabras "había una vez" no es condición suficiente -sobra decirlo- aunque algo ayuda. En cuanto a la adaptación cinematográfica, confirmamos que Gabriel Axel, que firma también el guión, quiere llevar el cuento a la pantalla de forma fiel -y respetuosa-, hasta el punto de conservar la estructura tanto en el entramado del desarrollo del relato como en el tejido interno de los incidentes: no hay ninguna situación que veamos en la película que no la leamos en el cuento.
Stéphane Audran, como Babette,
en el estudio de Isak Dinesen
(en la casa-museo de Karen Blixen)
(en la casa-museo de Karen Blixen)
En ese despliegue tan fiel del tapiz narrativo Axel introduce algunos cambios menores. El más aparente, el cambio de localización: el cuento de Isak Dinesen acontece en Berlevaag, la aldea que da nombre a un fiordo noruego (o al revés) y parece de juguete, una construcción de pequeños tacos de madera pintados de gris, amarillo, rosa y muchos otros colores; las hermanas del relato -Martine y Philippa-, que cobijan a Babette viven en una de esas casas amarillas. En la película, se trata de una aldea de Jutlandia, en Dinamarca; perdemos los visos de pueblo de cuento que se desprenden de la descripción de la escritora, pero supongo que reducían costes.
De más calado resulta la decisión de convertir a las hermanas en unas ancianas. En el cuento, Babette es mayor que ellas, como mucho unas cuarentonas a las que la comunidad de puritanos -estos sí, viejos- considera como unas hijas. Una decisión difícil de entender en la medida en que atenúa el sacrificio que representa la soltería elegida por las hermanas (en especial para Philippa, con dotes excepcionales para el canto, otra artista) para dedicarse a los pobres y a su comunidad religiosa, continuando la labor de su padre, el pastor, ya fallecido (la cena de Babette coincide con la celebración del centenario del nacimiento del pastor). En todo caso cabe admitir que ese cambio en la edad no daña la película.
Un tercer cambio tiene que ver con la secuencia de la cena y, más concretamente, con la gracia que llueve sobre aquellos viejos puritanos: se perdonan las afrentas, lavan las culpas, se reconcilian... En la película, esa bendición que se derrama sobre sus vidas -sobre sus conciencias- acontece en la mesa misma donde han disfrutado de la cocina de Babette, aunque sin ser conscientes del arte que se destilaba en ellos; en el cuento, sucedía cuando ya habían abandonado la casa de las hermanas e iban por los caminos, un tanto achispados, una distancia con la que Isak Dinesen desliza sutilmente que en absoluto relacionan el placer de aquellos platos con el bienestar espiritual que los embarga.
Pero la decisión que en verdad afecta a la lectura de la película -y a la mirada que construye-, resta hondura -y complejidad- al personaje -y al discurso- de Babette, y menoscaba la fábula sobre el artista que encierra el cuento de Isak Dinesen -el último capítulo lleva por título La gran artista-, deriva de la decisión de eliminar un rasgo revelador de la historia de la cocinera, de su vida, de su visión del mundo. En el cuento, Babette combatió en las barricadas de la Comuna de París: fue una communard -o sea, una comunera-, con conciencia de causa -y de clase-, luchando contra la injusticia y por la liberación de los oprimidos; de hecho, llega a la aldea huyendo de la represión, cuando su marido y su hijo han sido fusilados: Sí, fui una communard -les dice en el desenlace del cuento a las hermanas-. Gracias a Dios fui una communnard! (...) Gracias a Dios he estado en las barricadas; ¡cargaba el fusil de mis hombres! Este pasado de Babette que debería haber aflorado en la película no representa sólo espesor biográfico sino que aportaba un filo trágico a la condición de artista de Babette -no otro es el corazón del relato, tanto del cuento como de la película-, porque esa artista siente la pérdida de aquellos contra los que combatió en las barrricadas de la Comuna, aun al general Galliffet, que mandó fusilar a sus hombres; aquellos príncipes, duques, los generales -la flor y nata de la clase explotadora- eran quienes podían comprender la gran artista que soy. Yo podía hacerles felices. Y por eso sentía aquellas gentes como suyas. Y como ya no están (los que podían valorarla como artista), por eso gasta cuanto tiene en su última obra de arte y se queda en la aldea con las hermanas. Y sobre esa pérdida resuena su orgullo herido: Una gran artista nunca es pobre; una resonancia que en la película queda atenuada.
En la película apenas si hay algunas huellas sutiles, pero insuficientes, de ese dolor que germina en la imposibilidad de hacer aquello que mejor sabe hacer; por eso deja que el general que asiste a la cena beba cuanto quiera -está acostumbrado y sabe beber-, al contrario que los puritanos, a los que tasa las copas de vino para que no se emborrachen y puedan seguir disfrutando de la comida, porque ni están acostumbrados ni saben beber. Ese general -un invitado de última hora- es el único que sabe apreciar la calidad de la cena que sirven esa noche en casa de las hermanas, que sabe valorar el arte de esos platos que reconcilian el cuerpo con el alma, que valora a la cocinera como artista. Y quizá el cochero que ha guiado el carruaje en que han venido el general y su tía llega a vislumbrar -más con el corazón que con la cabeza- el milagro del que es testigo en la cocina, el único de los de abajo que nunca olvidará esa noche aunque no sabría desgranar las razones que se le quedan en la garganta con el aire de un misterio gozoso. (Pero el cine hace falta justamente, como dice Godard, para las palabras que se quedan en la garganta.)
Cuando las hermanas se enteran de que Babette se quedó sin nada al gastar en la cena los diez mil francos que había ganado con la lotería (ese billete que representaba ya su único vínculo material con su pasado) -es lo que cuesta una cena para doce personas en el Café Anglais de Paris (donde ella fue cocinera)-, se apenan: Querida Babette, no ha debido desprenderse de cuanto tenía por nosotras. Y en la réplica de Babette advertimos otro cambio significativo entre el cuento y la película. En ésta escuchamos: No lo hice sólo por ustedes. En aquél... Vale la pena traer aquí el párrafo:
Babette dirigió a su señora una mirada profunda, una mirada extraña. ¿No había piedad, incluso burla, en el fondo de aquella mirada?
-Por ustedes -replicó-. No. Ha sido por mí.
Porque necesitaba hacer, quizá por última vez, lo que mejor sabía hacer. Una obra de arte. Porque era una gran artista. Cuando en el cuento Philippa abraza a Babette para consolarla, sintió el cuerpo de la cocinera contra el suyo como un monumento de mármol... Hay un abismo entre ambas mujeres, no hay comparación entre el sacrificio de una y otra artista; Philippa espera el Paraíso, para Babette -he ahí la tragedia- no hay paraíso que valga. En la película, Babette responde al abrazo de Philippa, y la escena desprende una sensación de alivio a la amargura que asomaba y aun amenazaba con cuajar en el The End. ¿Era esa amargura, ese desconsuelo final, lo que temía el director y guionista de El festín de Babette? Lástima.
A nosotros nos consuela la fábula sobre el artista que cobija el maravilloso cuento de Isak Dinesen.
Muchas gracias por deleitarnos con esta página tan linda e instructiva. Saludos!
ResponderEliminarDan ganas de leer el relato y ver la pelicula: mejor halago no puede hacerse. Saludos!
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