30/1/14

Ven y mira (Franciszek Starowieyski)


Kolorowe ponczochy (1960) 
de Janusz Nasfeter

Hubo un tiempo en que hablar de cartelismo (de cine) polaco era hablar de Franek, el gran Franciszek Starowieyski, un artista de inspiración barroca que teje sus formas poderosas, donde conjuga visiones surrealistas con visos grotescos y una exuberante inventiva tipográfica, en el bastidor del humor.


El cartel de El discreto encanto de la burguesía de Buñuel fue la primera obra de Franciszek Starowieyski a la que le puse los ojos encima, y quizá también el primer cartel polaco que descubrí.  El primer deslumbramiento. Y una promesa: con Franek -y los cartelistas polacos (como Swierzy)- no iban a faltar relámpagos.

Danton (1983) de Wajda

La novia vestía de negro (1967) 
de Truffaut

Golem (1979) de Piotr Szulkin

Poema pedagógico (1955)
de Leksei Masliukow y 
Mieczyslawa Majewskaja

La caza del hombre (1964)
de Edouard Molinaro

Antyki (1978) de Krzysztof Wojciechowski 

Fanfare (1958) de  Bert Haanstra

Lokis. A Manuscript 
of Professor Wittembach  (1970) 
de Janusz Majewski

Nie bede cie kochac (1973) 
de Janusz Nasfeter

Iván el terrible parte II:
 La conjura de los boyardos (1958)
de Eisenstein

Nightmares (1979) 
de Wojciech Marczewski

Selva trágica (1963) de Roberto Farias

Wszystko na sprzedaz (1969) de Wajda

La più bella serata della mia vita (1972)
de Ettore Scola

Gdzieskolwiek jest, jeslis jest (1988) 
de Krzysztof Zanussi

Mademoiselle (1966) de Tony Richardson

Bilet powrotny (1978) 
de Czeslaw i Anna Petelscy

Sanatorium pod klepsydra (1973)
de Woicej Has

Those Magnificent Men 
in Their Flying Machines (1967)
de Ken Annakin

Tredowata (1976) de  Jerzy Hoffman

Skorpion panna (1973) 
de Andrzej Kondratiuk

Une femme est une femme (1961) 
de Godard

Ewangelia wg Harry'ego (1994) de Lech Majewski

The Bloodstained Butterfly (1974) 
de Duccio Tessari

Les créatutes (1966) de Agnès Varda

Model Shop (1969) de Jacques Demy 

Thérèse Desqueyroux (1962) de Franju

Knight (1980) de Lech Majewski

The Famili Life (1971) 
de Krzysztof Zanussi

Un bellisimo noviembre (1969)
de Mauro Bolognini

Island on the Continent (1969) 
de Judit Elek

Samson (1961) de Wajda

Un chien andalou (1929) de Buñuel

28/1/14

Murnau, ora pro nobis


Arrecia el temporal mientras leo un artículo de Víctor Erice sobre Theo Angelopoulos en un número doble de la revista Shangrila dedicado a la obra del cineasta griego. Traigo aquí un par de párrafos del texto de Erice donde evoca sus encuentros con el director de Paisaje en la niebla:

Cuantas veces -en Grecia, en España- hablé con Theo Angelopoulos, y cuando él aludía a su trabajo como cineasta, me daba cuenta de las sensibles diferencias existentes entre nuestras respectivas concepciones del relato en imágenes. No obstante, yo no le concedía mucha importancia a este hecho. Me decía a mí mismo que, en el fondo, se trataba solamente de dos maneras diferentes de vivir el cine, especialmente la práctica del oficio.

Erice con Angelopulos en mayo de 2008, 
delante del Círculo de Bellas Artes de Madrid. 
(Fotografía de Luis Sevillano.)

Theo hablaba de lo que había hecho y de todo aquello que todavía le quedaba por hacer con una exaltación y una firmeza cautivadoras. Tenía entonces entre manos -recuerdo- la posibilidad de construir de la nada, en medio de un páramo por él elegido, un pueblo entero concebido a imagen y semejanza del que una noche había soñado. Una tarea para cuya realización contaba con un periodo de tiempo que se extendía a lo largo de seis meses de rodaje, propia del demiurgo que habitaba en su interior. No cabía otra cosa que escucharle -lo reconozco- con un punto de envidia (¡quién no ha querido alguna vez, en su juventud, ser un director de cine a la manera de Murnau!), y a la vez desde la distancia que a uno le correspondía al transitar por el camino de una modernidad de inspiración rosselliniana, curtida en la renuncia, entregada al azar.

Lo confieso, me tentó reducir la entrada a esa línea entre paréntesis (y entre admiraciones): ¡quién no ha querido alguna vez, en su juventud, ser un director de cine a la manera de Murnau! (Eso, a ver, ¿quién no?)

Fotograma de El espíritu de la colmena de Erice

Esa línea dice mucho de quien la escribe (y quizá de quien la cita, vete a saber), pero preferí conservarla en su contexto, porque revela -como al acaso- las tensiones que nutren el oficio de filmar -el oficio de vivir (el cine)-, no de Angelopoulos, desde luego, sino de Víctor Erice: esa lucha -sí, agónica- de su cine entre Murnau y Rossellini.

26/1/14

El faro del fantasma


El domingo se despertó con luz fosca y un velo de orballo. Fue ponerle los ojos encima y decretar Ángeles que era un día perfecto para quedarse en casa leyendo. Así que uno echa mano de los artículos de El País que va espigando de la edición digital entre semana e imprime para leerlos cuando cuadra, pongamos por caso un domingo con luz fosca y un velo de orballo. Y en eso se fue la mañana, hasta consumar un montaje -un corta y pega, vamos- benjaminiano. Veréis. El pasado miércoles Félix de Azúa publicó un artículo a propósito de la reciente edición (en un nueva versión, obra del poeta Juan Barja) de la primera parte de la Obra de los pasajes de Walter Benjamin; una nueva versión también del título, hasta ahora conocido como el Libro de los pasajes. Y bien está, considerando que se trata de una obra inacabada, un work in progress, en el que Benjamin llevaba trabajando doce o trece años, un montón de papeles guardados en una maleta (al cuidado de Georges Bataille) cuando su autor tuvo que salir pitando de París huyendo de los nazis, y definitivamente abandonados cuando el errante W. B.  se suicidó en el cuarto de un hotel de Port Bou en 1940.

Una de las imágenes (de escritores) que prefiero: 
Walter Benjamin debruzado en sus Pasajes 
en la Biblioteca Nacional de París ¿en 1939? 
(Fotografía de Gisèle Freund.)

Corto y pego los dos últimos párrafos del iluminador artículo de Félix de Azúa:

Él no creía en la continuidad temporal y escatológica que permite deducir leyes y sentido a los acontecimientos, como si el tiempo se dirigiera hacia algún lugar. (...) Veía el curso de la historia como una secuencia siempre interrumpida, un cataclismo enigmático que amontona cadáveres y que a veces se ilumina con el relámpago de un “acontecimiento”. Sin embargo, en ese momento de iluminación, lo que aparece a nuestro entendimiento es un mito que regresa en un renacimiento perpetuo. Lo que vemos durante los escasos momentos en que despertamos de nuestra ensoñación son arquetipos originarios que dan brevemente sentido a una existencia banal mediante la unión perfecta de presente y pasado. Esos momentos de iluminación no los producen las guerras, las revoluciones, los inventos o las luchas sociales, lo producen las obras de arte.

Un inserto. Para Benjamin una imagen es el lugar donde el antaño se encuentra con el ahora, en una fulguración, para formar una constelación nueva. Una idea que puede verse también como una iluminación del montaje (fílmico) como herramienta -godardiana avant la lettre- para alumbrar el cine como una  forma que piensa. No tiene nada de extraño que los Pasajes cobren visos de un experimento de montaje (textual) cuyos hilvanes desprenden imágenes como centellas.

En nuestro firmamento brillan miríadas de estrellas -remata Azúa-, pero muchas de ellas sabemos que ya han muerto y hasta nosotros solo llega su fantasma. Lo mismo sucede con las obras de arte, con la particularidad de que incluso las muertas y fantasmagóricas permiten a los buenos marineros navegar por el mar de la existencia.

Tiene su aquel esa imaginería marinera que abrocha los comentarios de Azúa sobre Benjamin. Me sonaba y encontré en un cuaderno de hace unos tres años otro artículo suyo sobre el autor de los Pasajes que se cierra con un navío del siglo XXI, dejando atrás el muelle donde nos dicen adiós los viejos filósofos del siglo XX que van empequeñeciendo, salvo uno, que crece más y más mientras nos alejamos, el errante W. B., que acaba de perder el cuaderno en la estela del navío donde anotaba vete a saber qué. El faro del fantasma.

Leo también un artículo de José Luis Pardo, fechado hace tres semanas, sobre la sospecha de despilfarro diseminada por los poderes públicos hacia las cosas de la cultura, como si la filosofía, el cine, la música, en fin, el arte, la cultura... fueran, no sólo un lujo prescindible, sino también actividades parásitas y, por subsidiadas, aun culpables de la penuria que nos aprieta. (Qué curiosa -e iluminadora- circunstancia, apunta Ángeles, que esa ola de sospecha no alcance a la industria automovilística, por poner sólo un ejemplo, incomparablemente subvencionada.) Un artículo donde trae muy a cuento los ensayos de Benjamin sobre Baudelaire, un hilo rojo que pespunta las imágenes del capitalismo (un hilo cardinal también de los Pasajes), un modo de producción que genera residuos y ruinas por doquier, y donde el poeta, el filósofo, el escritor... devienen sin remedio traperos de la Historia -trapero benjaminiano (entre las ruinas del cine) también Godard en sus Histoire(s)-; un modo de producción que representa el menoscabo de la experiencia humana y, a la par, la desaparición del arte de contar, como evoca Benjamin en El narrador, uno de sus más bellos ensayos, del que traigo -otra vez (y otra vez corto y pego)- apenas un párrafo:

Relatar historias es el arte de saber seguir contándolas, y se pierde cuando las historias dejan de ser memorizadas. Se pierde porque ya no se hila ni se teje en el telar, mientras se las escucha. Cuanto más olvidado de sí mismo esté el oyente, tanto más profundamente se acuñará lo oído en él. Si se encuentra sujeto al ritmo de un trabajo, presta oídos a la historia de tal manera que luego adquiere de por sí el arte de volver a relatarlo. Así, pues, está tejida la red de donde proviene el don del narrador. Esa red se desata hoy por todos los cabos, mientras que durante milenios fue una y otra vez anudada en el círculo en que se cumplía un trabajo artesanal. (…) El hombre de hoy ya no trabaja sino en aquello que puede hacerse más rápido.

Corto y pego entonces un fragmento del último párrafo del texto de José Luis Pardo que, guiándose con la iluminación de Benjamin sobre Baudelaire, pinta el retrato del artista moderno, acechando una rendija de claridad en los escombros...

Baudelaire en 1860. 
(Fotografía coloreada de Nadar.)

Cuando Walter Benjamin estudió a Baudelaire (...), situó su perfil en el contexto del fenómeno que mejor define la vida contemporánea, el de un empobrecimiento de la experiencia, una nueva forma de pobreza que los antiguos no conocieron y que interrumpe la continuidad entre las generaciones del mismo modo que el filo de las agujas del reloj mecánico corta el tiempo en esos instantes inconexos y desleídos que trituran las biografías de los trabajadores industriales, más pobres cuanta más riqueza producen. Este es un régimen de vida que produce mucha más basura que ningún otro conocido, que se llena por todas partes de desechos, ruinas, desperdicios (esos mismos instantes dispersos que nacen ya obsoletos, que caducan en el mismo momento en el que nace el instante siguiente), harapos de humanidad ocultos en las montañas de porquería de los vertederos. El escritor o el pintor de la vida moderna es, en el retrato que Benjamin hace de Baudelaire, el que convierte en una profesión el rebuscar entre la basura hasta encontrar esos residuos de sensibilidad —y de entendimiento— que la sociedad ha ido desechando precisamente para funcionar mejor, para profundizar en el modo empobrecido de vivir en medio de la opulencia tecnológica. 

No, esas iluminaciones no engrasan la maquinaria social ni mejoran la renta per capita, honran apenas el fuego recóndito de lo humano que aun  arde en los adentros y amojonan esa frontera de la lógica capitalista más allá de la cual una vida digna resultaría inviable. Cuesta imaginar -comentó Félix de Azúa en otro lugar- un escenario peor que aquella Europa de 1940 para un judío, un expatriado, un hombre de izquierdas (de esa izquierda que, antes se decía, tenía coraje para pensar), en fin, para un tipo como Walter Benjamin. Aquel hombre de la fotografía de Gisèle Freund, abstraído en sus papeles, cobijaba una frágil candela en la noche de los tiempos. Tres cuartos de siglo después aún nos alumbra el faro del fantasma.

24/1/14

Cuánto cuento cuanto somos


Ayer vimos Stories We Tell (2012) de Sarah Polley. Las historias que contamos. La tenía pendiente desde hace unos meses, pero entonces vimos Lejos de ella (2006), su primer largometraje como directora, sobre un relato de Alice Munro, y nos decepcionó: hay una historia pero falta mirada, o sea, cine (o no cuaja), y acaba por malbaratar un estupendo material de partida, The Bear Came over the Mountain, que aquí se tradujo como Ver las orejas al lobo, el cuento que cierra Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, uno de los libros de relatos de la aún reciente Nobel de literatura; en fin. que se nos enfriaron las ganas de ver Stories We Tell. Pero el miércoles la película se coló en una sobremesa con Pepe Coira y nos la recomendó muy vivamente.


Y sí, hay cine -y cine del bueno- en Las historias que contamos, una película que hilvana con maestría materiales diversos -entrevistas, la grabación de una larga carta, imágenes de archivo, falsas imágenes de archivo, películas caseras, falsas películas caseras...- en torno a la memoria familiar de la cineasta -esta vez merece tal calificativo con todas las letras-, que gira en torno a un centro de gravedad -la madre muerta- y se despliega con la indagación alrededor del misterio de una paternidad; una estructura tan tramada -intriga, sorpresas, giros, revelaciones...- que resulta estéril hablar de un documental: la verdad no aflora en la veracidad de los materiales sino en la mirada (la escritura fílmica) que los inviste de sentido, o sea, en la ficción que los ordena.


No quiero entrar en detalles para no estragar los placeres que depara una película aun caliente, sólo añadiré que Stories We Tell explora el trabajo de la memoria, es decir, cómo nos cuenta la memoria las historias que contamos (y no desdeña la discusión a propósito de cómo contar que la memoria cuenta); en ese sentido, no resultan en absoluto gratuitas esas falsas películas caseras o esas falsas imágenes de archivo, que tampoco pretenden engañar (cualquier espectador atento puede detectar la ficción de esas escenas), sólo quieren denotar la memoria -y las memorias- como género narrativo: la memoria fabula sin tregua y porfía por dotar de sentido cuanto registra, o lo que es lo mismo, inventa (nuestra identidad, pongamos por caso). Stories We Tell deviene así un artefacto narrativo que funciona como una memoria en construcción; en otras palabras, el cómo es el qué (y viceversa). En fin, una película con visos de memoria.


La memoria no es un arca del tiempo perdido. Ni un cajón de sastre de los recuerdos. Ni un registro de las emociones. Ni un archivo de las imágenes del pasado. La memoria es un cuento. O mejor, la memoria es un cuentacuentos. Claro que qué otra cosa puede hacer. No es una caja (inerte) donde guardar las hojas impresas arrancadas del calendario. La memoria está viva y hace cosas con las impresiones. Tiene tiempo y con el tiempo los recuerdos fermentan, o sea, experimentan una metamorfosis. Digámoslo como lo dijeron Marsé o Lobo Antunes: la imaginación no es otra cosa que memoria fermentada. O dicho de otra forma: la memoria, con el tiempo, imagina. Cuenta historias, pone en escena el pasado, se monta películas. Como Stories We Tell sin ir más lejos. La memoria, cuánto cuento cuanto somos. Las historias que contamos.

21/1/14

Ropa tendida


En los niños, la pena tiene horror de la luz y huye de las miradas humanas. (Thomas de Quincey, cita al principio del guión de El espíritu de la colmena de Víctor Erice y Ángel Fernández-Santos.)

Lo grande no es la imagen, sino la emoción que provoca. (Godard.)

Sabemos todo, nos han dado toda la información, pero no nos han explicado nada. No puede explicarse. Creo que ésta es la única razón para dedicarse al arte, mostrar el absoluto misterio de las cosas. (John Banville.)

El deber de un artista es atreverse a fracasar. (Cassavetes.)

Ya que los avatares de los hombres siguen siendo inciertos, pensemos en lo peor que pueda ocurrirles. (Shakespeare, cita en el umbral de El tercer policía de Flann O'Brien.)

La imagen es pura creación de la mente; no puede haber nacido de una comparación, sino que proviene de acercar dos realidades distantes... Una imagen no es poderosa porque sea brutal y fantástica, sino porque la asociación de ideas es distante y verdadera. (Palabras de Pierre Reverdy que ha citado Godard una y otra vez.)

Ahí está la responsabilidad estética: tomar un máximo de riesgos con un máximo de prudencia. [¿Qué es la prudencia?] Saber hasta dónde se puede ir demasiado lejos. (Jean-Marie Straub en una entrevista con Thierry Lounas a propósito de Sicilia!)

Las metáforas son una de las muchas cosas que me hacen desesperar de la escritura. (Kafka, anotación del 6 de diciembre de 1921 en el último cuaderno de sus Diarios.)

Es necesario desilusionar. Saltar siempre las brasas como mártires asados y ridículos. (Pasolini.)

Sí, la obra artística siempre es el resultado de un haber estado en peligro, de haber llegado hasta el final en una experiencia, hasta donde ya nadie puede ir más lejos. (Rilke, Cartas sobre Cézanne.)

Fotograma de Bakushû (Principios de verano, 1951)  
de Yasujiro Ozu

Me he emborrachado un poco con el sake. 35 años de carrera: ¡treinta y cinco años de lento retiro!

Cuando bebo sake,
entro en un mundo
donde, 'abracadabra',
el tiempo se consume
como leña en el hogar.

(Yasujiro Ozu, anotación del 31 de diciembre de 1960 en sus Diarios.)

18/1/14

El Señor del Cine


Griffith en Francia, en 1917. 

Hace casi cincuenta años Orson Welles escribió Me encontré con D. W. Griffith una sola vez..., un texto que uno le leía a los alumnos de la EIS de A Coruña en los dos o tres cursos que impartí (también) Historia del Cine, como prólogo del visionado de algunas de sus películas cardinales, para que no olvidarán quién había sido -y quién era y quién es y quién será- el Señor del Cine:

Me encontré con Griffith una sola vez, y no fue un encuentro feliz. Fue en un cóctel, en una tarde lluviosa, en los últimos días del último de los años treinta. Era la edad de oro de Hollywood, pero para el más grande de los directores había sido una década triste y vacía. El cine, que él había virtualmente inventado, se había convertido en el producto -producto único- de la cuarta industria más grande de América, y, en la cadena sin fin de las mastodónticas fábricas cinematográficas, no había sitio para Griffith. Era un exiliado en su propia ciudad, un profeta sin honores, un artesano sin herramientas, un artista sin trabajo. No me extraña que me odiara. Yo, que nada sabía sobre el cine, había conseguido la mayor libertad jamás otorgada en un contrato de Hollywood. Era el contrato que él se merecía. Yo veía que no era demasiado viejo para eso, y no podía criticarle por sentir que yo era demasiado joven.

Estuvimos de pie bajo uno de esos rosáceos árboles de Navidad y apuramos nuestras bebidas mirándonos como a través de un abismo sin esperanza. Yo le amaba y le veneraba, pero él no necesitaba un discípulo. Necesitaba un trabajo. Nunca he odiado realmente a Hollywood a no ser por el trato que dio a Griffith. Ninguna ciudad, ninguna industria, ninguna profesión ni forma de arte deben tanto a un solo hombre. Todo director que le ha seguido no ha hecho más que eso: seguirle. Hizo el primer primer plano y movió la cámara por primera vez. Pero fue más que un padre fundador y un pionero, pues sus obras perduran con sus innovaciones. Las películas de Griffith están hoy mucho menos viejas de lo que estaban hace un cuarto de siglo, cuando bebimos juntos bajo el árbol rosáceo de Navidad y fracasé tan rotundamente en expresarle lo que significa para mí, para todos nosotros. He vuelto a fracasar ahora. Está más allá del tributo.

Griffith (a la dcha.) con su operador Billy Bitzer
en el rodaje de La dos tormentas (1920).

(Cuando Welles rememora a Griffith hace casi diez años que el Señor del Cine filmó su última película para un estudio de Hollywood, donde tampoco nadie quería ya contratarlo.) Cabe señalar dos encuentros cruciales de Griffith para el devenir de la historia del cine: con el operador Billy Bitzer (el primer gran director de fotografía) y con Lillian Gish. No importa que no sea exacto que Griffith fuera el autor del primer primer plano o el primero en mover la cámara. Tanto da. Welles también tiene razón en eso, porque nada fue igual después de que Griffith moviera la cámara o filmara un primer plano de Lillian Gish.

Lirios rotos (1919)

True Heart Susie (1919)

Way Down East (Las dos tormentas, 1920)

(Sternberg filmando a Marlene Dietrich, Rossellini a Ingrid Bergman, Antonioni a Monica Vitti, Godard a Anna Karina, Cassavetes a Gena Rowlands... herederos de Griffith en el aquel de filmar a Lillian Gish.) El cineasta portugués Pedro Costa recordaba en una conversación con Cyril Neyrat unas palabras de Danièle Huillet: Si uno no es capaz de lograr esa alianza de realismo y misterio [la que Griffith conseguía cuando encuadraba un talud, un poste eléctrico y unas vías debajo], es mejor no dedicarse a hacer ninguna imagen. O dicho de otra manera: para Griffith, el realismo en el cine no tenía que ver tanto con la búsqueda de un reflejo de lo real sino con la tentativa de llevarnos hasta el umbral del misterio, donde el cine acaricia lo invisible. Con la memoria de Welles, las palabras de Danièle Huillet quizá le hayan rendido el más bello tributo al Señor del Cine.