7/1/14

La casa del viento


Bien pudiera referirme a la nuestra estos días de viento insomne (y de hipnótica tempestad y terca lluvia y tormentas de dos mil rayos y olas de diez metros), pero casi mejor hablamos de Narciso negro (1947), la película de Powell que escribió Pressburger a partir de la novela de Rumer Godden (la autora de El río, filmado por Renoir).


Tuvo suerte la novelista al ver sus obras transfiguradas en filmes sublimes (e inmortales); le encantó lo que Renoir hizo con sus chicas (además disfrutó trabajando con el cineasta en el guión y acabaron muy amigos), pero no le gustó nada -pero nadita- lo que hizo Powell con sus monjitas.


Quizá la mejor definición de Narciso negro se la leí al cineasta argentino Nicolás Prividera: un filme materialista sobre la religión y un filme religioso sobre la materia.


Aunque tampoco están nada mal aquellas líneas ¿de Raymond Bellour? -es lo que pasa cuando se fía todo a la memoria (esta mía que ya no es de fiar, quizá, quién sabe, como la de las monjas de la película; será el viento)-, donde trae a cuento la imagen de Blanchot a propósito del texto literario como un círculo blanco conteniendo en su centro un círculo negro (aunque prefiero la imagen de Faulkner: la literatura como esa cerilla en mitad de la noche que sirve -sólo- para ver cuánta oscuridad nos rodea); pero Bellour -hablando de Narciso negro- lleva más lejos lo de Blanchot y apunta que Powell opera como Lautremont, aumenta el núcleo negro hasta que vela todo el círculo, desplegando al máximo las pulsiones del inconsciente, de modo que se esfuma toda racionalidad.


Narciso negro puede verse como un sueño de cine. Powell se veía a sí mismo como un narrador de cuentos y un creador de sueños, y en cuanto descubrió que ése era su destino buscó a una mujer de carne y hueso que fuera a la vez un sueño de mujer, y buscó y buscó... hasta que encontró a Deborah Kerr.


Se enamoró de ella justo al acabar el rodaje de Vida y muerte del coronel Blimp, cuenta Powell en sus memorias; creo que ya se había enamorado filmando a la mujer soñada, pero sólo entonces, cuando la cámara dejó de rodar, cayó en la cuenta de que se había enamorado de verdad, de la mujer de carne y hueso. Y con mirada enamorada la filmó en la hermana Clodagh de Narciso negro. (Yo me enamoré de Deborah Kerr cuando mi padre -creo que también le gustaba mucho- me llevó a ver una de sus películas favoritas: El prisionero de Zenda.)


Si Renoir se fue a orillas del Ganges para rodar El río, Powell -creador de sueños- se inventó su convento -un palacio del viento con vistas al Himalaya- en estudio.


Fue una decisión cardinal. Si todo en la novela ocurre en la cabeza de los personajes, Powell transfigura cada fotograma en materia de fantasmas: el viento, la música (la música y el viento, la música del viento y el viento de la música), la atmósfera... una corriente sensitiva que impregna una película donde el deseo deviene un vértigo de la memoria.



Una memoria preñada de fantasmas del pasado de las monjitas, pasajeros del viento insomne que canta en cada rincón del convento y les enreda el alma. (Y resucita la pelirroja irlandesa en la hermana Clodagh.)


Fantasmas del pasado también de ese palacio del erotismo que fue esa Casa de las Mujeres, catalizadores del recuerdo (de lo perdido) en las hermanas, despertando la sensualidad velada a -y en- todos los sentidos.


Es la película más erótica que hice nunca; es pura sugerencia, pero el erotismo está en cada fotograma, en cada imagen, de principio a fin, escribió Powell de Narciso negro.


(Nunca tanto contó un lápiz de la labios. Nunca tanto ardió -e incendió la pantalla- una boca pintada, salvo -quizá- la de Dorothy Valens, aquella lynchiana incandescente Isabella Rossellini de Blue Velvet.)


Narciso negro se despliega ante nuestros ojos como un musical de formas (una música pintada con la luz, y los colores como notas en una partitura para la mirada). Un ballet de las emociones... Un delirio del deseo, el vértigo. (Sí, se puede abrir un bello pasaje en Narciso negro con el Vértigo de Hitchcock, más allá, sobra decirlo, del campanario sobre el abismo).


Los hábitos de las monjas -ah, esas telas- apenas si pueden contener las pasiones que despabila el viento y afloran con un aquel de fiebre devoradora.


Dicho con las palabras que eligió Kent Jones para el título de un texto sobre la película: en Narciso negro, Powell forja un imperio de los sentidos.


Eso sí, con los mejores colaboradores posibles: el diseño de producción de Alfred Junge y Hein Heckroth (al que tanto admiraba Deborah Kerr) y esos efectos de Percy Day (que había trabajado con Méliês), a quien debemos ese Himalaya de nuestras fantasías infantiles (una obra que Powell no se cansaba de exaltar); la música de Brian Easdale pensada con el viento -lo recordaba el cineasta- fotograma por fotograma, compás por compás...


Y la fotografía de Jack Cardiff, el iluminador de otros arrebatos plásticos de Powell -A vida o muerte (1946) y Las zapatillas rojas (1948)- o de Albert Lewin -Pandora y el holandés errante (1951)-, maravillas del color que sólo pueden ser cabalmente apreciadas en copias y proyecciones perfectas (o en las recientes ediciones en blu-ray, y de las que estas imágenes sirven apenas de pobre recordatorio).


Kathleen Byron, que encarna a la hermana Ruth -una interpretación que Deborah Kerr y Bénard da Costa ponían por las nubes-, fue muy generosa con Powell: Me dio la mitad del trabajo hecho con la iluminación.


Una faena de metamorfosis: Monja-Mujer-Medusa. (Un espejo del deseo de la propia hermana Clodagh, perturbada por las fantasmas de la memoria aventados en aquel convento de vértigo.)


Narciso negro, ese sueño pintado, fue un verdadero ovni en aquel cine británico (bueno, en el cine de los 40 sin más). Un éxito de público (es lo que tiene el público a veces) y un fracaso de crítica. Casi setenta años después probablemente suceda al revés.

Cartel alemán para el estreno 
de Narciso negro en Hamburgo 
el 2 de julio de 1948

Decía Coleridge que la fantasía no es otra cosa que una forma de la memoria, emancipada del orden del espacio y del tiempo.


Así Narciso negro. Esa casa del viento.

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