El domingo se despertó con luz fosca y un velo de orballo. Fue ponerle los ojos encima y decretar Ángeles que era un día perfecto para quedarse en casa leyendo. Así que uno echa mano de los artículos de El País que va espigando de la edición digital entre semana e imprime para leerlos cuando cuadra, pongamos por caso un domingo con luz fosca y un velo de orballo. Y en eso se fue la mañana, hasta consumar un montaje -un corta y pega, vamos- benjaminiano. Veréis. El pasado miércoles Félix de Azúa publicó un artículo a propósito de la reciente edición (en un nueva versión, obra del poeta Juan Barja) de la primera parte de la Obra de los pasajes de Walter Benjamin; una nueva versión también del título, hasta ahora conocido como el Libro de los pasajes. Y bien está, considerando que se trata de una obra inacabada, un work in progress, en el que Benjamin llevaba trabajando doce o trece años, un montón de papeles guardados en una maleta (al cuidado de Georges Bataille) cuando su autor tuvo que salir pitando de París huyendo de los nazis, y definitivamente abandonados cuando el errante W. B. se suicidó en el cuarto de un hotel de Port Bou en 1940.
Una de las imágenes (de escritores) que prefiero:
Walter Benjamin debruzado en sus Pasajes
en la Biblioteca Nacional de París ¿en 1939?
(Fotografía de Gisèle Freund.)
Corto y pego los dos últimos párrafos del iluminador artículo de Félix de Azúa:
Un inserto. Para Benjamin una imagen es el lugar donde el antaño se encuentra con el ahora, en una fulguración, para formar una constelación nueva. Una idea que puede verse también como una iluminación del montaje (fílmico) como herramienta -godardiana avant la lettre- para alumbrar el cine como una forma que piensa. No tiene nada de extraño que los Pasajes cobren visos de un experimento de montaje (textual) cuyos hilvanes desprenden imágenes como centellas.
En nuestro firmamento brillan miríadas de estrellas -remata Azúa-, pero muchas de ellas sabemos que ya han muerto y hasta nosotros solo llega su fantasma. Lo mismo sucede con las obras de arte, con la particularidad de que incluso las muertas y fantasmagóricas permiten a los buenos marineros navegar por el mar de la existencia.
Tiene su aquel esa imaginería marinera que abrocha los comentarios de Azúa sobre Benjamin. Me sonaba y encontré en un cuaderno de hace unos tres años otro artículo suyo sobre el autor de los Pasajes que se cierra con un navío del siglo XXI, dejando atrás el muelle donde nos dicen adiós los viejos filósofos del siglo XX que van empequeñeciendo, salvo uno, que crece más y más mientras nos alejamos, el errante W. B., que acaba de perder el cuaderno en la estela del navío donde anotaba vete a saber qué. El faro del fantasma.
Leo también un artículo de José Luis Pardo, fechado hace tres semanas, sobre la sospecha de despilfarro diseminada por los poderes públicos hacia las cosas de la cultura, como si la filosofía, el cine, la música, en fin, el arte, la cultura... fueran, no sólo un lujo prescindible, sino también actividades parásitas y, por subsidiadas, aun culpables de la penuria que nos aprieta. (Qué curiosa -e iluminadora- circunstancia, apunta Ángeles, que esa ola de sospecha no alcance a la industria automovilística, por poner sólo un ejemplo, incomparablemente subvencionada.) Un artículo donde trae muy a cuento los ensayos de Benjamin sobre Baudelaire, un hilo rojo que pespunta las imágenes del capitalismo (un hilo cardinal también de los Pasajes), un modo de producción que genera residuos y ruinas por doquier, y donde el poeta, el filósofo, el escritor... devienen sin remedio traperos de la Historia -trapero benjaminiano (entre las ruinas del cine) también Godard en sus Histoire(s)-; un modo de producción que representa el menoscabo de la experiencia humana y, a la par, la desaparición del arte de contar, como evoca Benjamin en El narrador, uno de sus más bellos ensayos, del que traigo -otra vez (y otra vez corto y pego)- apenas un párrafo:
Relatar historias es el arte de saber seguir contándolas, y se pierde cuando las historias dejan de ser memorizadas. Se pierde porque ya no se hila ni se teje en el telar, mientras se las escucha. Cuanto más olvidado de sí mismo esté el oyente, tanto más profundamente se acuñará lo oído en él. Si se encuentra sujeto al ritmo de un trabajo, presta oídos a la historia de tal manera que luego adquiere de por sí el arte de volver a relatarlo. Así, pues, está tejida la red de donde proviene el don del narrador. Esa red se desata hoy por todos los cabos, mientras que durante milenios fue una y otra vez anudada en el círculo en que se cumplía un trabajo artesanal. (…) El hombre de hoy ya no trabaja sino en aquello que puede hacerse más rápido.
Corto y pego entonces un fragmento del último párrafo del texto de José Luis Pardo que, guiándose con la iluminación de Benjamin sobre Baudelaire, pinta el retrato del artista moderno, acechando una rendija de claridad en los escombros...
Baudelaire en 1860.
(Fotografía coloreada de Nadar.)
Cuando Walter Benjamin estudió a Baudelaire (...), situó su perfil en el contexto del fenómeno que mejor define la vida contemporánea, el de un empobrecimiento de la experiencia, una nueva forma de pobreza que los antiguos no conocieron y que interrumpe la continuidad entre las generaciones del mismo modo que el filo de las agujas del reloj mecánico corta el tiempo en esos instantes inconexos y desleídos que trituran las biografías de los trabajadores industriales, más pobres cuanta más riqueza producen. Este es un régimen de vida que produce mucha más basura que ningún otro conocido, que se llena por todas partes de desechos, ruinas, desperdicios (esos mismos instantes dispersos que nacen ya obsoletos, que caducan en el mismo momento en el que nace el instante siguiente), harapos de humanidad ocultos en las montañas de porquería de los vertederos. El escritor o el pintor de la vida moderna es, en el retrato que Benjamin hace de Baudelaire, el que convierte en una profesión el rebuscar entre la basura hasta encontrar esos residuos de sensibilidad —y de entendimiento— que la sociedad ha ido desechando precisamente para funcionar mejor, para profundizar en el modo empobrecido de vivir en medio de la opulencia tecnológica.
No, esas iluminaciones no engrasan la maquinaria social ni mejoran la renta per capita, honran apenas el fuego recóndito de lo humano que aun arde en los adentros y amojonan esa frontera de la lógica capitalista más allá de la cual una vida digna resultaría inviable. Cuesta imaginar -comentó Félix de Azúa en otro lugar- un escenario peor que aquella Europa de 1940 para un judío, un expatriado, un hombre de izquierdas (de esa izquierda que, antes se decía, tenía coraje para pensar), en fin, para un tipo como Walter Benjamin. Aquel hombre de la fotografía de Gisèle Freund, abstraído en sus papeles, cobijaba una frágil candela en la noche de los tiempos. Tres cuartos de siglo después aún nos alumbra el faro del fantasma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario