2/1/14

Lo que queda de nosotros


Estrenamos el año con The Sun Shines Bright (1953); aquí, El sol siempre brilla en Kentucky.


Dirán -lo dijeron, lo dicen- que es un Ford menor. Hay que estar ciegos o sordos para la música de sus imágenes: tratándose de quien se trata viene siendo lo mismo. John Ford nunca filmó un musical; total para qué, en realidad no hizo otra cosa toda su vida sino cine musical (más musical aun cuando no hay música -ni score ni canciones- y sólo se escucha el silencio, como en la secuencia del cortejo fúnebre de la prostituta).


Digamos que The Sun Shines Bright es un Ford esencial. Una de sus pequeñas -es un decir- obras maestras. Es mi película favorita; me encanta, le dijo John Ford a Bogdanovich. Y a Burt Kennedy (el guionista de algunos westerns memorables de Budd Boetticher): Me encanta verla una y otra vez. Y en otra ocasión: La hice para mi propio placer. Un capricho fordiano, The Sun Shines Bright.


El último día de 2013 (lo despedimos con La taberna del irlandés) encontré la cita -perfecta para hoy- de un texto -que desconocía- de Serge Daney donde se refiere a Ford como ese cineasta para cineastas. Y Bénard da Costa habló de The Sun Shines Bright como de un filme para fordianos. Y aun dijo más: Imposible que te guste Ford sin que te guste esta película. Imposible que te guste esta película sin que te guste Ford. Pues eso.


Todo Ford se cobija en The Sun Shines Bright. Todo el cine de Ford -toda la belleza del cine de Ford- colma nuestra mirada mientras contemplamos las imágenes -iluminadas por Archie Stout- fluyendo como un río que se remansa en el ocaso. Los rituales para conjurar el tiempo devorador y recordar a los muertos, la memoria de lo perdido (y de las causas perdidas), los fantasmas del pasado que no ha pasado aún, la nostalgia, el humor, las canciones... El hogar y el héroe solitario.


En The Sun Shines Bright celebra Ford una vez más -recordamos Judge Priest (que revisita aquí casi veinte años después, una distancia para medir el poso de negrura en la visión del cineasta)- lo que Ellen R. Belton llamó una ceremonia de inocencia, como si el cineasta regresara al palacio de la memoria para ver el mundo por primera vez con la mirada de un niño.


Una mirada que viste el mundo con visos de fantasía y ensueño, velando apenas el caos que asoma en los intersticios de los planos y los despojos del tiempo. Una mirada, diríase prendida de un último aliento, que ilumina lo que queda de nosotros (como dice uno de los viejos amigos del protagonista hablando de sus decrépitas carcasas), al cabo ya de la última revuelta del río, con pinceladas sutiles que destilan melancolía.


En una de las primeras escenas, el juez Priest se aleja de nosotros camino del juzgado (su inseparable Jeff le recuerda que ya llega tarde), pero entonces escucha la bocina del barco, como la llamada de la memoria y el viejo juez vuelve sobre sus pasos y se acerca a la cámara (a nosotros) y es como si contemplara el tiempo al fin recobrado.


Esos planos de las mujeres con parasoles contemplando, a través de los árboles de la ribera, la llegada del barco por el río y el travelling desde el barco por el muelle despiertan una vívida emoción y aun el sentimiento que aflora de una memoria de lo que no se ha vivido, una memoria que nos lleva de viaje (de vuelta) adonde nunca estuvimos pero recordamos nada más verlo por vez primera.


Tras la conmoción íntima que representó la 2ª guerra mundial -que, no se olvide, filmó- Ford ya había empezado a despedirse y filmaba rituales del adiós con presencias fugitivas, como fantasmas a punto desvanecerse... Fantasmas del pasado Billy Priest y sus compinches del derrotado Sur. Ford se quejaba de los cortes de Yates, el patrón de la Republic, el estudio para el que rodó la película; el tipo empezó a meter la tijera en cuanto el cineasta salió por la puerta.


Cuenta Tag Gallagher que en ese metraje descartado antes del estreno había una escena en la que el juez Priest hablaba con retratos de difuntos (como el personaje en la película de 1934), un metraje que quizá se haya perdido para siempre.

Fotograma de Judge Priest (1934)

Nadie ha filmado a los vivos hablando con los muertos como Ford, esas escenas representan las huellas digitales de su cine. Una comunión de vivos y muertos, el cine de Ford. O mejor aun: un convivio de vivos y muertos.


Billy Priest se la pasa despidiéndose en The Sun Shines Bright, cada episodio -no hay propiamente trama, sólo hilvanes de tiempo- deviene una última voluntad: el viejo juez hilvana -en las tres jornadas que vivimos en su compañía- un testamento por cuenta de Ford, que sabe de sobra que ya no hay sitio en este mundo para tipos como Billy Priest (quizá tampoco para cineastas como él).


Hablando de The Magnificent Ambsersons -aquí El cuarto mandamiento- con Bogdanovich, se refería Welles a la porfía de la imaginación del hombre en el aquel de crear el mito del un edén perdido: Incluso si nunca existió el "mejor tiempo pasado", el que podamos concebir un tiempo así es, de hecho, una afirmación del espíritu humano. Palabra por palabra el cine de Ford, el cineasta más admirado por Welles. Una utopía de la memoria, del tiempo perdido, The Sun Shines Bright. (Hijos de la memoria de los orígenes, llevamos lo auroral inscrito en la genealogía de nuestro imaginario.)


Fue la última película de la Argosy. La última película de Ford con su hermano Francis -murió en 1953-, que aquí (excelso) encarna a Feeney (el verdadero apellido de los Ford, el de sus ancestros irlandeses del condado de Cong, donde rodó El hombre tranquilo), el hermano mayor, cineasta antes que él (y más pionero aún) y quien le enseñó el oficio. A quien le debemos un cineasta llamado John Ford.  

A la dcha. Francis Ford, como Fenney.

Ford le comentó a Tavernier: Mis películas más hermosas no son westerns, sino pequeñas historias sin grandes estrellas sobre comunidades de gentes muy sencillas. Esas pequeñas películas que hablan de lo queda de nosotros.

1 comentario:

  1. A mí esta obra de Ford me parece maravillosa, como casi todo lo que rodó el director que más gusta a los directores de cine y, creo yo, a quien le gusta el cine sin más. Nadie ha rodado los espacios como él: las puertas que dejan entrever espacios de intimidad vedados para el espectador y sobre todo para un personaje que ha de quedarse al margen del calor del hogar, de un dormitorio o de una cocina. Nadie ha hecho de las canciones, de los bailes y de ciertos movimientos de cámara el germen más puramente musical del cine. Nadie ha rodado los diálogos de los vivos con los muertos de una manera tan sencilla, evocadora y emotiva, donde los primeros cuentan las novedades a los segundos, les manifiestan su amor, porque éstos no han desaparecido para siempre, están ahí, compartiendo los detalles de la vida de aquellos. Pocos han rodado con semejante elegancia la entrada en plano de barcos, aviones o diligencias - Murnau y Mizoguchi sería de los pocos -, los seres que aparecen entrevistos en ventanas que perderán su vida en un plazo breve, las composiciones simétricas dignas de las pinturas del Renacimiento.... Todo cuanto se diga de Ford es poco, de ahí su grandeza, de ahí las palabras de, creo que fue Tavernier, respecto a que muchos directores parecían grandes y el tiempo ha ido empequeñeciéndolos, Ford, por contra, sigue aumentando como el gigante que siempre fue.

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