30/10/13

La noche transfigurada



Un fiscal, un comisario, un médico, unos cuantos policías y dos detenidos por asesinato viajan en tres coches por una carretera perdida de Anatolia en busca del lugar donde los asesinos confesos enterraron el cuerpo del delito.


Como por lo visto habían bebido lo suyo el día de autos y las únicas referencias geográficas que recuerdan los victimarios son una fuente, un árbol de copa redonda y un campo labrado, o quizá porque es de noche y fuentes, árboles y campos parecen iguales, o quién sabe si voluntariamente, el caso es que tardan en dar con el sitio y no será hasta el amanecer cuando lo encuentren (en una secuencia memorable).


A esas alturas han transcurrido las dos terceras partes de Érase una vez en Anatolia (2011) de Nuri Bilge Ceylan.


Pero no han hecho falta ni quince minutos para darnos cuenta de que el cineasta turco no está filmando un thriller o un noir, ni siquiera un policial. La búsqueda del lugar donde enterraron el cuerpo es un mero pretexto.


Hay otros asuntos enterrados que le preocupan más al cineasta; secretos fantasmas, digamos, tan mal enterrados como la víctima, por otro lado.


La estructura de road movie deviene una falsilla para trazar otras historias o para balizar los desvíos en la carretera perdida; o si se quiere, la road movie cobra visos de palimpsesto melancólico donde cada personaje inscribe su relato callado, que se desprende de forma sutil a través de miradas reveladoras (esos zapatos de tacón de la viuda en los que se fija el médico), relámpagos de belleza (ese tren que atraviesa la noche), pinceladas negras (esos melones que van a parar al maletero donde transportan el cadáver) o silenciosos vislumbres (esa lágrima temblorosa prendida del párpado del policía) .


Y gracias a la iluminación de Gökan Tiryaki, la noche entera -colmada de viento y sombras, y pintada a brochazos con las luces de los coches- se nos viste de noche transfigurada (que tanto nos recordó a la de ¿Dónde está la casa de mi amigo? de Kiarostami), propicia a la visita de los fantasmas de la memoria, ese pasado que oprime el corazón de los personajes; propicia también a la deriva onírica, y aun a la epifanía.


Como en esa escena hipnótica -central y cardinal- de Érase una vez en Anatolia, cuando la comitiva judicial hace un alto en casa del alcalde de un pueblo remoto de la estepa y, mientras cenan, el anfitrión  les cuenta cuánta falta les hace una morgue, porque allí sólo quedan viejos, los hijos están en Alemania y sólo se acuerdan del pueblo cuando mueren sus padres, entonces quieren despedirse y darle el último beso, y claro, si mueren en verano y tardan días en llegar, el cuerpo huele... Entonces se va la luz.


Y aparece la hija del alcalde que viene a traerles el té, como si de una visión angélica se tratara.


En el curso de la película, el personaje del médico -el doctor Cemal (Muhammet Uzuner)- no sólo se nos figura un personaje chejoviano, sino un trasunto del propio Chéjov; una figuración quizá agudizada porque estos días volví a Leyendo a Chéjov, ese viaje literario de Janet Malcolm que me está gustando mucho más que la primera vez hace casi diez años (quién sabe si porque leo mejor -o más adentro- La dama del perrito o El beso).


Pero esa escena en la que aparece la hija de la alcalde, iluminada por una candela, en las sombras de una noche de viento mientras ladran los perros, me recordaba algo más. Confirmé el pálpito en los créditos finales donde se reconoce la deuda de Ceylan con Chéjov, y en ficcionario, la jugosa bitácora de José Antonio Cascudo, encuentro la fuente de esa escena arrebatadora.


Chéjov cuenta en Las bellas (1888) un viaje de adolescencia del narrador con su abuelo por las riberas del Don durante una ardiente jornada de agosto. A medio camino paran en una fonda para dar de beber a los caballos y descansar. El dueño del negocio (un armenio de suprema fealdad) llama a su hija para que les sirva el té a los viajeros. Cuando la chica aparece, quedan extasiados ante su belleza y experimentan una suerte de epifanía, como si una brisa fresca inundase mi alma, barriendo todas las impresiones del día, todo el tedio, todo el polvo del camino.


Casi me atrevería a decir que, sin serlo de forma literal (y sin necesidad de verla como tal), Érase una vez en Anatolia se nos aparece como una de las más bellas adaptaciones de Chéjov -no de un relato en particular (más allá de esta escena) sino de un universo chejoviano-, y no ya por razones argumentales, sino -sobre todo- por una sintonía poética, en ese delicado equilibrio entre lo que se vela y lo que se desvela (o en lo que velándose se desvela, y viceversa), entre lo real y lo surreal (lo real como velo de lo surreal); una película chejoviana por reserva, por pudor, por tono. Por iluminación. Y por esos secretos fantasmas en una noche trasfigurada.




Y por un final donde se conjuga la mirada del escéptico y la compasión. Puro Chéjov. Y el silencio del corazón. Puro Ceylan.


Hace tres años, a finales de julio, escribí las primeras líneas de una entrada que se iba a titular "Los elementos", a propósito de Los climas de Nuri Bilge Ceylan. Y eso fue todo. Esto fue todo:

A menudo se desenfunda el formalismo a propósito del cine de Nuri Bilge Ceylan. Con el pretexto de su película Tres monos (2008) me referí a la cuestión de las formas, que, en el fondo, se reduce a cinco palabras: la forma es la cuestión. Ayer vimos Los climas (2006). Esta mañana me desperté reviviendo (y re-viendo) sus imágenes, que se adherían al cine interior, diríase que con una terca persistencia retiniana. Por los pasajes de la memoria transitaban Viaggio in Italia de Rossellini, El eclipse de Antonioni, Un couple parfait de Suwa, Reyes y reina de Desplechin, y esas películas de Bergman en las que el verano deviene una piel finísima que envuelve las pesadillas de las relaciones de pareja.

Ahí se quedó la entrada. En el umbral de Los climas. Hasta ayer, nuestra película preferida de Nuri Bilge Ceylan.


Hasta que vimos Érase una vez en Anatolia.


Una película larga (dos horas y media), donde más que la trama cuenta lo que calla (aunque se trata del filme más hablado del cineasta).


Una road movie, donde más que el viaje cuentan los desvíos por la conciencia de los personajes (una road movie metafísica acerca de la vida, la muerte y los límites del conocimiento, como la definió Manohla Dargis en una reseña del New York Times).


Una película preñada de silencios memoriosos, que se hilvana con miradas a los adentros y puntadas de humor negro.


En fin, una película bellísima; tanto, que se hace muy muy corta.


Una maravilla.

28/10/13

La librería Argosy


La librería Argosy de San Francisco no existe. Nunca existió.


Sólo podemos verla en Vértigo.


O leerla en el guión de Samuel Taylor.

INT. LIBRERÍA ARGOSY - AL ATARDECER

Es vieja, huele a húmedo, está llena de libros antiguos, pero lo más importante es que está llena de recuerdos del tiempo de los pioneros de California. En las paredes no sólo vemos viejos mapas que nos son familiares y grabados, sino también, y esto es lo más sorprendente, cosas tales como concesiones de viejas minas, carteles con descripciones de los proscritos buscados por la autoridad, avisos de la Wells Fargo Pony Express. Y en las estanterías, viejas botellas de whisky, cedazos de buscador de oro, y cosas por el estilo.

POP LEIBEL.- Ah sí, ya me acuerdo. Carlota. La hermosa Carlota. La triste Carlota...


Scotty (James Stewart) acude a la librería Argosy con su amiga Midge (Barbara Bel Geddes), que le habló del librero Pop Leibel (Konstantin Shainey) como un experto en el San Francisco del tiempo de los pioneros. (El librero, un memorialista; la librería, un memorial de la ciudad.)


A medida que Pop Leibel va desgranando la triste historia de la bella Carlota, se va haciendo de noche y los personajes... apenas sombras... Fantasmas prendidos en los hilos de una historia.


Hay tantas historias, dice el librero. (Cómo no va a haberlas en una librería.)


El director artístico Henry Bumstead, siguiendo las indicaciones de Hitchcock, recreó en los estudios Universal la librería Argonaut de San Francisco en la Argosy de Vértigo. Robert D. Haines, el librero de la Argonaut, y Hitchcock se hicieron amigos después de sucesivas visitas del cineasta a la librería, y Pop Leibel -el librero de la película- se inspira en el propio Haines. En una bellísima historia de fantasmas como Vértigo no podía faltar el fantasma de una librería.

24/10/13

El cine de Henri Langlois


Welles definió el cine como una cinta de sueños (como tal puede verse una película tan onírica como La dama de Shanghai). Para los surrealistas, que suspiraban por las derivas, esos sueños (latentes en cualquier película, aun en las malas) podían activarse al trastornar o esquivar la trama que hilvana -y embrida el sentido- de las imágenes. Durante la 1ª guerra mundial*, André Breton deambulaba por París de cine en cine. Entraba a mitad de la proyección y se largaba en cuanto la trama empezaba a aclarársele y se iba a ver otra película, y así hasta que los cines cerraban tras la última sesión. El espectador surrealista ideal, por así decir, despedazaba la continuidad de la película para despojar -y liberar- las imágenes del corsé narrativo, con vistas a desatar todo su potencial onírico.


Para Langlois -fundador con Franju  y Jean Mitry de la Cinemateca Francesa en 1936-, no había más que ver Les vampires [de Feuillade] para comprender que el cine, por el hecho de ser la expresión del siglo XX y del inconsciente universal, llevaba el surrealismo en su seno. Y quizá Breton asistió a las sesiones que organizaba Langlois en el cine-club Cercle du Cinéma donde mostraba sus tesoros (dicen que lo frecuentaba, y que también asistió Joyce), y quién sabe si descubrió el aquel de ver el cine a cachitos con los programas de Langlois.


Porque si Langlois tiende aún una sombra tan densa en la memoria del cine, no es tanto porque diera a ver películas -para él, de nada valía conservar las películas si no se mostraban (porque aunque se deterioren en la proyección dejan huella en la memoria, en el imaginario, en los sueños)-, sino cómo las daba a ver. (El año que viene se celebra su centenario y la Cinemateca Francesa prepara una exposición titulada El Museo Imaginario de Henri Langlois.) Sus programas son ya Historia del Cine, así, con mayúsculas. Con sus programas, Langlois hacía un montaje de películas, abría pasajes (un método muy benjaminiano), propiciaba encrucijadas visuales y colisiones rítmicas, hilvanaba de forma sutil filmes y autores, rostros y miradas; como visiones oníricas (de contrabando) que se saltaban las aduanas de la lógica causal o temporal con vistas a producir insólitas iluminaciones, como si viéramos por primera vez.


En un artículo de Pablo García Canga encuentro este programa -titulado Gala de fantasmas (¿no es un título de lo más apetecible para ir a una Filmoteca?)- que Langlois había  imaginado en 1937:


1: La tumba india (Das indische Grabmal, Joe May, 1921) (2 bobinas). El rajá desentierra a Goetzke y habiéndolo devuelto a la vida le ordena que le sirva. Goetzke se levanta y desaparece…

2: Las tres luces (Der Müde Tod, Fritz Lang, 1921) (2 bobinas). Un cruce de caminos en Alemania. Goetzke aparece, detiene una diligencia y rapta al prometido de Lil Dagover. Ésta parte en su busca y llega frente a un muro. Obtiene de la muerte la vida de su prometido a cambio de tres vidas humanas.


3: El gabinete del doctor Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, Robert Wiene, 1920) (1 bobina). Lil Dagover llega a la caravana de Caligari, que le hace ver a Cesare. Por la noche Cesare rapta a la chica y luego, perseguido, cae en la carretera. En la oscuridad, durante unos minutos después de la última imagen, se oye recitar la historia de Pigeon-Terreur… luego aparece en escena Barrault y hace un número de mimo.


4: Termina la escena de Barrault. Durante un segundo no sucede nada. Luego se oye una música corrosiva y en la pantalla El testamento del doctor Mabuse (Das Testament des Dr. Mabuse, Fritz Lang, 1933) (2 bobinas), una música y un ruido terrible, un hombre tiene miedo en una habitación, se escapa, pero todo estalla. El hombre al teléfono pide socorro… La noche…

5: La extraña aventura del ingeniero Lebel (Dödskyssen, Victor Sjöström, 1916). Una ventana vista desde el interior, de noche se entreabre apenas, un tubo se desliza en el hueco y un gas invade la habitación; entonces entra por la ventana un hombre enmascarado que la atraviesa. Dos hombres escondidos en un rincón y provistos de máscaras de gas lo siguen.

6: Una película americana: el fondo del mar, dos buzos se pelean a muerte y durante ese tiempo, en lugar de oír el ruido de la escena, se oye el combate en el gabinete de figuras de cera de Waxworks (Das Wachsfigurenkabinett, Leo Birinsky y Paul Leni, 1924). Fundido. Agnès Capri aparece en escena y canta. Entreacto.


7: Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, F.W. Murnau, 1922) (1 bobina): Llegada al país de Nosferatu, el cochero fantástico, la cena, la sangre, la noche, Nosferatu entra en la habitación.

8: La caída de la casa Usher (La chute de la maison Usher, Jean Epstein, 1928) (2 bobinas). El entierro o el final, la oigo, ella llega, sin las últimas imágenes.


9: Vampyr (Carl Theodor Dreyer, 1932). Desdoblamiento. Entierro visto desde el punto de vista del muerto.

10: El estudiante de Praga (Der Student von Prag, Stellan Rye y Paul Wegener, 1913). El estudiante de Praga está en la posada y de pronto su doble aparece, él huye, el otro le persigue, el estudiante sólo encuentra reposo en la muerte, efecto del espejo.

11: Música y subida de Liliom al cielo [de Liliom (Fritz Lang, 1934)].

Sí, dice bien Pablo García Canga, este (deslumbrante) programa Langlois, a su manera, bien podría ser un episodio de Histoire(s) du cinéma de Godard, por ejemplo un Capítulo 0a: La gala de los fantasmas. De hecho, podemos ver esas Histoire(s)... como un programa Langlois montado por Godard, y a Godard como el discípulo y heredero de Langlois. (De hecho, las Histoire(s)... germinan en la Introducción a una verdadera historia del cine, un proyecto desarrollado por Godard -pero ideado con Langlois- para un curso impartido en Montreal a través de siete viajes que cartografían su experiencia del cine, un curso que acabó plasmándose en un libro cardinal editado aquí por Alphaville en 1980.)


Anna Karina contó que era imposible ver una película entera con Godard. A  los quince minutos ya quería irse. Y ella le decía, un poquito más, un poquito más, por favor... Pero no había forma. Salían del cine y se iban a otro a ver otra película, y lo mismo, diez, quince minutos, y a otro cine. Así podían ver cinco o seis películas, pero ninguna entera, sólo cachitos. A veces, volvían a un cine donde ya habían estado en una sesión anterior y veían otros diez minutos de la película, quizá los del final. No veían una película, veían un montaje de cine. Como en los sueños. Como en las Histoire(s)... sólo así se puede ver a Anna Karina aflorando en las manos de Eisenstein que montan una película. (La mirada como un trabajo de las manos.)


Y no sé si fue que ver así el cine lo aprendió del método benjaminiano de Langlois, o se dio la feliz casualidad que Langlois daba a ver el cine como a Godard le gustaba disfrutarlo, como un montaje, como un encuentro azaroso de fragmentos, de imágenes inesperadas, de ritmos, de relámpagos fílmicos, como una poética de la discontinuidad. A la manera de los surrealistas.  El montaje, mi bella preocupación...


Cómo olvidar esa bellísima sobreimpresión en el Capítulo 3b: Una ola nueva de sus Histoire(s)..., dedicado a Mary Meerson (la mujer, colaboradora y cómplice de Langlois en la Cinemateca Francesa), donde enhebra a la Bella en el palacio de la Bestia (en La bella y la bestia de Cocteau) con los partisanos en el corredor de los Uffizi (en Paisà de Rossellini), abriendo un pasaje inusitado entre filmes tan (aparentemente) alejados y que ahora ya no podemos imaginar el uno sin el otro, porque el montaje crea un cortocircuito que genera un chispazo iluminador de (otro) sentido, donde la discontinuidad (narrativa) deviene metamorfosis (poética).


Los programas de Langlois despertaron en Godard no sólo el amor por el cine sino el deseo de hacer cine; aquellos programas eran el cine de Langlois, eran su obra. Y quizá despertaron también la vocación de historiador, tal como lo entendía Walter Benjamin: el Godard de Histoire(s)..., un trapero (de las maravillas) en las ruinas del cine.


Para Godard, el fundador de la Cinemateca Francesa era un cineasta que rodaba sus filmes con los proyectores. Los proyectores de Langlois alumbraron nuevas miradas. Epifanías. Una tarde nos quedamos con Henri Langlois y entonces se hizo la luz... recuerda Godard en sus Histoire(s)... Y vislumbraron en el corazón lugares que aún no existían. Sueños de cine. El cine de Henri Langlois.


(*) Nota de 7 de mayo de 2017: Había escrito  2ª guerra mundial. Le debo a una atenta lectora la corrección del error, inducido por otro que figura en la traducción del artículo Películas malas, de J. Hoberman, recopilado en "La mirada americana. Cincuenta años de Film Comment", donde se lee en las págs. 323-324: "Durante la Segunda Guerra Mundial, el joven André Bretón solía deambular de cine en cine..." Debió alertarme ese joven; durante la 2ª guerra mundial, Breton ya era un cuarentón. Acabo de leer el mismo artículo -Películas malas- en "Escritos sobre cine norteamericano", de J. Hoberman, compilación de artículos editada por El cuenco de plata; en la pág. 14 dice: "Durante la Primera Guerra mundial, el joven André Breton, acostumbraba a deambular de cine en cine..." O sea, lo que debe decir. Queda dicho.

22/10/13

Un tiovivo chino


Hablemos entonces de Escándalo en París. No es la primera película de Sirk en América pero puede verse como su primera película americana. Fue la última película de Sirk que vimos; la primera vez hace un par de meses, y repetimos hace un par de semanas.


Al cineasta le hizo muy feliz que Escándalo en París -uno de sus filmes preferidos- le gustara tanto a Drove, lástima que esa gozosa memoria -quería hacer una película irónica basada en la idea de que se necesita un ladrón para atrapar a otro ladrón- se viera enlutada por el recuerdo del suicidio de Carole Landis, dos semanas antes de que se estrenara el 19 de julio de 1946; la actriz da vida a Loretta, una cabaretera en tiempos de Napoleón, que se nos aparece por primera vez -y a Vidoq (cuando era el teniente Rousseau), el protagonista encarnado por George Sanders- como una sombra...


La pantalla arde en el escenario del teatro y la sombra se hace carne... en la pantalla del cine. (El destino de las sombras. Ya veremos que, en el caso de Loretta, la sombra cobrará la forma de un destino.) En una escena anterior, Vidoq (cuando aún no es Vidoq) y su compinche Emile (Akim Tamiroff), tras escapar de la cárcel y encontrar cobijo una noche de lluvia inclemente en el pórtico de una iglesia, sirven de modelos a un pintor que ve en sus rostros figuraciones ejemplares del Bien y del Mal, y acaban dando cuerpo -y rostro-, con sus disfraces respectivos, a San Jorge y al dragón. 


Vidoq y Emile, San Jorge y el dragón, personajes cómplices -opuestos y complementarios (personajes-espejo, como Rock Hudson y Robert Stack en Escrito sobre el viento o Ángeles sin brillo)- inmortalizados en el mural, acabarán luchando a muerte en el tiovivo chino donde la lanza del San Jorge/Vidoq atravesará al dragón/Emile. Como si el azar culminara la promesa de la imagen -la máscara- bajo la forma de un destino. En realidad, se trata de eso, el destino -el único destino- se cifra en las formas, parece decirnos Sirk. Desde el primer momento, Escándalo en París, nos muestra -pone en escena- cómo mienten las imágenes y, con las cartas boca arriba, nos invita a los juegos de sociedad que (siempre) devienen un carrusel de máscaras. Y los personajes, apenas sombras de una representación. (Sombras iluminadas por el gran  director de fotografía Eugen Schüfftan.)


Thérèse (Signe Hasso) se enamora del San Jorge -su novio celestial (lanza en ristre)- en el mural de la iglesia y consuma la certeza que la desvela cuando lo ve en carne y hueso -el doble humano de la figura angélica de la pintura (máscara, espejo, representación)-, como bajado del cielo, enarbolando un látigo y matando una serpiente mientras ella y sus amigas se bañan en el lago.


Y se queda paralizada -y muda- cuando lo descubre en su propia casa, invitado por su abuela, y lo podría tocar porque la fantasía ha tomado asiento en lo real.


¿Qué fue de la transparencia del cine clásico, donde podían mentir los personajes pero los rostros jamás? Como señala Jesús González Requena en su iluminador comentario sobre Escándalo en París, nada sabemos de Vidoq sino las sucesivas imágenes que proyecta en los otros personajes; dicho de otra forma, sólo conocemos de Vidoq lo que los otros ven en él (la naturaleza, por otro lado, de las criaturas de la pantalla, carne del deseo de los espectadores), y ninguna espectadora de Vidoq más entregada que esa Thérèse que bebe los vientos por la imagen de San Jorge. Sabemos, por tanto, que todas esas imágenes no son más que disfraces -máscaras- de Vidoq; ni él mismo sabe quién es: su madre dio a luz en una cárcel y un borrón del escribano al apuntar el nombre de la criatura veló su (verdadera) identidad con una sombra, el rastro de una ausencia. Vidoq sólo es un apelativo más (como el de teniente Rousseau) que esta vez roba de una tumba. Por eso tampoco puede hablarse de redención (por el amor de Thérèse) al final de la película, sólo se trata de un cambio de papel, un disfraz más en el carrusel del juego social; en fin, la única diferencia entre un ladrón y un policía es una cuestión de máscaras. (Y nadie mejor que George Sanders para encarnar la ambigüedad y la ironía. Cuánto celebraba Douglas Sirk haber colaborado con el actor.)


Thérèse se nos revela como una ingenua cuya pureza esconde un potencial de transgresión portentoso, dispuesta a romper con todo y todos por seguir a Vidocq donde el destino los lleve, una determinación tal que acaba por arrastrar al aventurero a cambiar de vida. Un personaje femenino -en todo su candor- de armas tomar. Vale la pena rememorar la escena del tiovivo chino -el insólito decorado, metáfora de la representación social (el carrusel de máscaras), escenario del clímax donde culmina la escena figurada en el mural de la iglesia- adonde Vidoq acompaña a Thérèse ante la insistencia de Mimí, la hermana pequeña de la chica. Vemos el carrusel reflejado en el lago, como en un espejo. Mientras Mimí monta en el tiovivo chino, Vidoq y Thérèse dan un paseo. Él le cuenta que se marcha de París. (Ha planeado con Emile y familia un golpe en el banco, por eso tramó que el padre de la chica lo nombrara jefe de policía tras resolver el robo de joyas de la abuela que habían perpetrado; quién puede robar mejor un banco que quien se encarga de custodiarlo.) A esas alturas Thérèse ya sabe cómo Vidoq (cuando aún no era Vidoq) y Emile acabaron figurando San Jorge y el dragón en el mural de la iglesia, y que robaron para huir el caballo con el que posaban para el pintor; y sabe también que robó las joyas de la abuela... La chica sabe latín, pero no sabe lo que de verdad quisiera saber. Recuerda que aquella noche del robo soñó que un hombre entraba en su cuarto y la besaba, y quiere saber si sólo fue un sueño o fuiste tú. Vidoq sugiere que, si el único rastro del intruso fue un beso, con otro beso ella podría saber si soy el hombre de tus sueños. Entonces la besa. Thérèse está segura de que no fue un beso como éste, ella nunca podría soñar un beso así, confiesa arrobada. Para Vidoq ha llegado el momento de despertar. Le cuenta que su pasado ha regresado en forma de mujer (Loreta) y, si se dejan llevar por los sueños, a esa mujer no le va a parecer ni medio bien y hablará, y entonces el padre de la chica -ministro del Interior, en vez de firmar el certificado de matrimonio, firmará la orden de arresto contra él.


Por eso debe dejar París (miente, no miente, miente, no miente...) No tengo alternativa, le dice. Ni yo, dice ella. Iré contigo. Estoy segura de que te podré ayudar, mucho mejor que tu compañero patoso. (Se refiere a Emile, al que antes y en escenas anteriores se refiere como el dragón.) Me deslizaría en las casas como un gato, los hombres se enamorarían de mí. Y les robaría mientras me besaran (como vimos que hizo aquel teniente Rousseau con Loretta y ésta con Vidoq hace nada). Y ante la incredulidad del ahora jefe de policía, la chica saca del bolso las joyas de la abuela que acaba de robar de la cámara del banco: Lo he hecho por ti. Vidoq se siente tan incómodo como conmovido: Gracias, pero no me casaré con una ladrona. Y llega la maravillosa réplica de Thérèse: ¿Qué voy a hacer? Si no quieres cambiar, tendré que cambiar yo. Él le promete que estarán juntos pero tiene que devolver las joyas de la abuela. Ella le aclara que las joyas son suyas, que se inventó el robo. Ahora sí que Vidoq se sorprende: Serás cuentista. (Otra cuentista, como él.) Mimí los llama, los anima a subirse al tiovivo chino. A Thérese le encanta la idea de montarse con él: ¿Cuál elegimos? ¿El grifo o el pececito? Claro, todo depende del papel, la única diferencia estriba en que te toque o que lo elijas. O quizá ni siquiera, ¿alguien puede elegir? Le llaman voluntad o destino al arabesco del azar.

     
Lo que distingue Escándalo en París del resto de la obra americana de Sirk se cifra en el tono, una alquimia de humor, levedad, gracia e ironía (el pesimismo del humor, como le define el cineasta a Drove esa ironía, que proyecta una sombra de escepticismo sobre lo romántico); esa ironía que destila George Sanders, quien tenía exactamente -en palabras de Sirk- el grado necesario de arrogancia y aplomo para el papel, un actor que deviene un instrumento primordial del aquel mozartiano del filme. Un tono que permea las imágenes, donde la comedia de aventuras, elegante e irreverente -con unos diálogos brillantes y divertidos de la guionista Ellis St. Joseph a la que el cineasta consideraba una excelente escritora-, se conjuga con el drama, y aun la tragedia, sin que represente una ruptura tonal o un tropiezo en el compás.


Si acaso, lo trágico dota al filme de mayor hondura humana, al humanizar -valga la redundancia- a Richet (Gene Lockhart), el personaje risible -ese policía, desplazado por Vidoq en el favor del ministro, que se sirve de patéticos disfraces (otra vez las máscaras) en sus pesquisas- cuando espía a su mujer -Loretta- disfrazado de vendedor de pájaros (un toque mozartiano, claro, de La flauta mágica) y confunde, desde la calle, la sombra de un maniquí con -Vidoq- el amante... Fatales sombras.


Y transfigurarlo en un ser conmovedor justo cuando se contempla a sí mismo de esa guisa en un espejo (otra vez los espejos) tras disparar sobre Loretta, que lo confunde con Vidoq -equívocos fatales-, al descubrirla bajo la forma de una sombra medio desnuda tras el biombo, esperando al amante con el que se había citado en la tienda... Y los pájaros vuelan espantados, como Richet se espanta de su propia locura.


Drove le comentó a Sirk el clímax de esa escena como la descarga de un carrusel de identidades: el jefe de policía Richet resulta suplantado por un ladrón como Vidoq que se convierte en jefe de policía, y el antiguo jefe de policía mata a su mujer disfrazado de vendedor de pájaros... Manuel Cintra Ferreira (programador de la Cinemateca de Lisboa, amigo y camarada cinéfilo de Bénard da Costa) tenía razón al considerar esa escena como uno de los mejores -y más inspirados- momentos del cine de Sirk, una primera culminación del carrusel de máscaras que deviene la película (la definitiva se consumará con Vidoq y Emile en el tiovivo chino).


Tenía razón también Antonio Drove cuando definió Escándalo en París como una película casi surrealista, preñada de asuntos y figuras cardinales en la obra de Sirk: la identidad, el peso del pasado, los personajes como sombras, la representación, los espejos... Desde luego fue uno de nuestros más dichosos descubrimientos en lo que va de año. Un travieso y encantado tiovivo chino.