16/11/09

El cuarto oscuro

A Adela



Cuando Ingmar Bergman era un niño, su madre lo castigaba encerrándolo en el cuarto oscuro, donde un pequeño ogro le comería los dedos de los pies por haber sido malo. Para combatir el miedo y la oscuridad escondió allí una linterna. Cuando lo castigaban, encendía la linterna y proyectaba el cono de luz sobre el fondo del armario. E imaginaba que estaba en el cine. Entonces el cinematógrafo acudía en su ayuda y lo tranquilizaba. Así se llamará su productora, Cinematógraph, cinematografo. En ese cuarto oscuro, centro de gravedad de sus memorias -La linterna mágica-, se esconde la obra entera de Bergman: el castigo y la culpa, el miedo y la muerte, la luz y la oscuridad, los sueños y los fantasmas. Padres e hijos. Y la madre, la mujer, las mujeres. Y el cine. Como salvación, como vertedero y como espejo.


Creo que no existe una filmografía con tal grado de comunicación capilar con la vida de su autor como la de Bergman: Hay imágenes en movimiento con sonido y luz que nunca abandonan los proyectores del alma sino que siguen pasando y pasando toda la vida, como en una cinta sin fin, con la misma precisión, la misma nitidez objetiva. Es únicamente el propio conocimiento lo que va adentrándose, implacable e incesantemente, hacia la verdad. En el curso (del tiempo) de cincuenta películas, Ingmar Bergman puso en circulación obsesiones -el sexo, la muerte, el arte-, motivos temáticos -el doble, la máscara, la vida y su representación- y figuras de estilo -el rostro, la clausura (la insularidad), la confesión- que encarnan las preguntas cardinales y angustiosas del ser humano desde la noche de los tiempos, y la perplejidad ante los misterios de la existencia, ésos ante los que la razón y la fe se (de)muestran precarias por igual, y ante los que el cine -el arte- ensaya tentativas temblorosas de traducir el estremecimiento en el aquel de apresar la forma fugitiva de una revelación.


En Ingmar Bergman, el metteur en scène y el contador de historias devienen máscaras salvadoras que se convertirán en amuletos y herramientas para gobernar el torbellino, el caos, el furor que amenaza con aniquilarlo, arrastrado por el turbión en que se ha convertido su vida, mitad pesadilla, mitad arrebato. Basta pensar que no son sólo las películas -de las que era guionista y director, y no pocas veces también productor-, añadamos cien montajes teatrales, montajes operísticos, publicidad, programas de radio, televisión, matrimonios, divorcios, amantes, hijos, novelas, memorias y guiones. Como varias vidas en una. Vidas de un trabajo extenuante. Un incesante trabajo de puesta en escena para soportar el dolor de vivir. Y tantas veces para multiplicarlo. [La puesta en escena] -esa deformación profesional que me ha acompañado sin piedad toda la vida y que tantas veces ha robado o escindido mis más profundas vivencias.


La puesta en escena como terapia para la angustia: Me lanzo al ataque contra los demonios con un método que me ha funcionado bien en crisis anteriores: divido el día y la noche en unidades de tiempo determinadas y lleno cada una de ellas con una actividad o un momento de descanso establecidos de antemano. Sólo cumpliendo implacablemente mi programa, día y noche, puedo defender mi cerebro de unos dolores tan violentos que llegan a ser interesantes. En pocas palabras, recobro la costumbre de planificar minuciosamente mi vida y ponerla en escena.


Y el trabajo como fortaleza donde reina el orden, la precisión, la claridad: Como llevo dentro un constante tumulto que tengo que vigilar, siento angustia ante lo imprevisto, lo imprevisible. El ejercicio de mi profesión se convierte, por tanto, en una meticulosa administración de lo indecible. Transmito, organizo, ritualizo. (...) Yo no participo jamás en el drama, yo traduzco, concretizo. Y lo más importante: no hay sitio para mis propias complicaciones, excepto como llaves para abrir los secretos del texto o como impulsos controlados para estimular la creatividad del actor. (...) Un ensayo es una operación que se realiza en un local preparado para ese fin. Allí reina la autodisciplina, la limpieza, la luz y la calma.



Y cada película de Bergman denota el rigor de su construcción por más que remonte sus corrientes nerviosas hasta los centros neurálgicos de la culpa, el miedo, el odio, el amor o la vergüenza. Las películas de Bergman son ejercicios depurados de claridad diáfana por más que se alimenten de sentimientos turbios, de velados tormentos, de confusos deleites. Cada película de Bergman ilumina los corredores mal iluminados de la casa de la memoria, del magma de los afectos, de los quebrantos del tiempo: ...vivo continuamente en mi infancia, deambulo por los cuartos oscuros, paseo por las silenciosas calles de Uppsala, estoy delante de la casa de verano escuchando el inmenso abedul. Me desplazo en cuestión de segundos. En realidad vivo continuamente en mi sueño y hago visitas a la realidad. Las películas de Bergman son documentos de una puesta en escena cuyas raíces penetran hasta los más recónditos rincones de su alma, allí maduran como los buenos vinos, anidados en tiempo y sueños.


Por eso lleva toda la vida ver las películas de Ingmar Bergman, tanta vida se destila en sus fotogramas, tanta sinceridad, tanto cine en carne viva. Necesitamos que vayan calando en nosotros, que vayan alimentando la corriente subterránea, que vayan cultivando nuestra sensibilidad hasta que devienen una hermenéutica de nuestras entretelas, llave de nuestros secretos y una candela para transitar los corredores sombríos de nuestra candente intimidad. Las películas de Bergman esperan toda la vida. Basta que volvamos a ellas como quien regresa a la herida primordial. Y entonces ya no entendería uno el cine sin Bergman, ni la vida sin él.


Mi primera película de Ingmar Bergman fue El séptimo sello (1958). La programaron en el cine-club de Tui -y la proyectaron en el cine Yut- hace mucho tiempo, en 1972, el año en que conocí a Ángeles. En realidad estaba más pendiente de ella que de la película y hasta que volví a verla tan sólo quedaron jirones en mi memoria, como grabados que fijaran instantes de un sueño: la danza de la muerte, el caballero, la partida ajedrez en la playa, o sea, en la frontera del País de las Tinieblas (de eso trata El séptimo sello, de las fronteras del ser en un tiempo de frontera, la edad media).


Dos años después -el tiempo que tardó en estrenarse aquí- vi Gritos y susurros (1972) en el cine Odeón de Vigo. Esta vez tardé mucho en quitármela de la cabeza, se resistía a retirarse entre bastidores de la conciencia, era muy duro enfrentarse a lo que la película de Bergman me decía: ¿era eso la vida? ¿una agonía cruel y desesperada? ¿era eso...todo?


Gritos y susurros no ofrecía consuelo. A mis dieciocho años aún no entendía, no podía entender, aquella belleza desoladora y lacerante, aquella película que desarmaba todo lo que yo pensaba lo que era el cine, y que sin embargo me asediaba dolorosamente.


En 1984, cuando se estrenó aquí Fanny y Alexander (1982), ya había visto algunas películas fundamentales que me permitían apreciar el milagro de esa obra admirable, de esa maravilla de conjugación de registros, de esa orfebrería fílmica a base de materiales hibridados con una gracia insólita: un juego de espejos entre el teatro y el cine, arte y religión, literatura y música, Dickens e Ibsen, Hoffmann y Strindberg, y Shakespeare, clasicismo y modernidad, barroquismo y desnudez, virtuosismo e inspiración, dolor moral y celebración de la vida, summa y destilado de la obra entera de Ingmar Bergman. Una película de más de cinco horas en la que salda cuentas con el pasado y nos cuenta que el tiempo no pasa, una historia de aprendizaje vivida, no como duración, sino como iniciación, donde cuaja el arte poética de Bergman como hombre de teatro y de cine. Por eso, como todo su cine es un filme impuro, en Fanny y Alexander podemos encontrar todas las formas: desde el folletín pasando por el teatro y hasta el más puro cine.


Formas que emergen en el curso de la la iniciación que experimenta el protagonista, ese niño alter ego del cineasta niño, bajo la mirada vigilante de su hermana pequeña: desde el paraíso de la familia Ekdahl que celebra la navidad y el teatro, pasando por el infierno de la familia Vergerus tras el matrimonio de Emily, la madre viuda, con el obispo, hasta el purgatorio de la casa del tío Isaac, el cabalista, que rescata a los niños, para acabar otra vez en el teatro. Ingmar Bergman en el curso de su obra no ha hecho otra cosa que visitar ora un círculo ora otro, y cada círculo le reclamaba una forma de filmar. Alexander atravesó los círculos, lo vio todo, lo sufrió todo y renació con una linterna mágica en las manos.


Fanny y Alexander es la obra perfecta para remontar la filmografía de un autor (qué pocas veces se utiliza esta palabra con la justeza que aplicada a Bergman), no sólo imprescindible, sino iluminador. Un cineasta que, como el tiempo pesa pero no pasa, sólo ha filmado el presente, lo único que hay en su cine, un presente que se ha convertido en el rasgo de su estilo. Un testamento de ahora mismo. Hay partes de mi experiencia, de mi vida, de mi infancia, en todos mis filmes. Para un artista, de alguna manera, todo es testamento, le confesó a Serge Daney cuando rodaba Tras el ensayo. Pero añadió que Fanny y Alexander, aun tratándose de una película muy personal, no lo es más que otras. Al fin y al cabo, fantasmas, demonios y otros seres sin nombre y sin patria, me han rodeado desde mi infancia, dejó dicho negro sobre blanco en La linterna mágica.


Si hay algo que revela el desconocimiento de las películas de Bergman es cuando leemos o escuchamos que se trata de un director oscuro, difícil o complicado, porque si algo caracteriza a Bergman es la desgarradora lucidez de una obra preñada de lacerantes fulgores. Vamos a decirlo ya: Bergman es un enorme guionista, un extraordinario constructor dramático, un magnífico dialoguista. Quizá no sea el mejor guionista de la historia, pero, desde luego, no hay ninguno mejor. Basta ver Infiel (2000) de Liv Ullmann con guión de Bergman para apreciar el poder prometeico (u órfico, depende de cómo se mire) de llegar hasta el cuarto oscuro más recóndito y volver con la llama de una vela para iluminar un rincón de la conciencia , o con una navaja afilada para abrir un tumor (de culpa, rencor o espanto), o con un espejo para revelarnos una mirada íntima de la experiencia.


Infiel
es una película luminosa construida a partir de las tinieblas, ésas que Bergman se atrevió a visitar en el silencio insular de Farö para enfrentarse con los fantasmas del pasado, para afrontar un proceso devastador, y para contarlo con trágica sinceridad en un guión que representa un ajuste de cuentas con un infierno privado decantado en un cristal tallado con maestría. Un cristal tan afilado e hiriente del que Bergman quiso librarse enseguida, así que puso el guión en manos de Liv Ullmann para que hiciera con él lo que quisiera. Y sí, ella hizo Infiel, un filme inolvidable con un derroche de talento y genio dentro.


Bergman es el cineasta del instante. Su cámara busca una sola cosa: atrapar el segundo presente en lo que tiene de más fugaz y profundizar en él para otorgarle un valor de eternidad. Hay que ver Un verano con Mónica siquiera por esos minutos extraordinarios en los que Harriet Andersson, antes de volver a acostarse con un tipo al que ha abandonado, mira fijamente a la cámara, sus ojos risueños anegados de angustia, tomando al espectador por testigo del desprecio que siente por sí misma al preferir involuntariamente el infierno en lugar del cielo. Es el plano más triste de la historia del cine.


El párrafo anterior no es mío, se lo debemos a Jean-Luc Godard, si no el primero, sí el crítico que mejor supo ver lo que representaba el cine de Bergman y contárnoslo con algunos de los mejores textos que se han escrito a propósito de una película, esos textos a través de los cuales la crítica deviene, como uno quisiera haber aprendido, un arte de amar.


Después de ver Un verano con Mónica (1952) uno entiende las palabras de Bergman en Imágenes a propósito de la actriz protagonista: Harriet Andersson es uno de los genios cinematográficos. Uno sólo encuentra algunos raros ejemplares resplandecientes en los tortuosos caminos de la jungla cinematográfica. Claro que supo encontrar algunos de los rostros que retratan la segunda mitad del siglo XX, además de Harriet: Bibi Andersson, Ingrid Thulin, Liv Ullmann... Y uno entiende lo que escribió en La linterna mágica a propósito del rodaje de la película: El trabajo cinematográfico es una actividad fuertemente erótica. La proximidad a los actores no tiene reservas, la entrega mutua es total. La intimidad, el afecto, la dependencia, la ternura, la confianza, la fe ante el mágico ojo de la cámara, nos dan una seguridad cálida, posiblemente ilusoria. Tensión, relajamiento, respiración común, momentos de triunfo, momentos de fracaso. La atmósfera está irresistiblemente cargada de sexualidad. Tardé muchos años en aprender finalmente que un día la cámara se para, los focos se apagan. Pero aquel verano con Harriet en la isla de Ornö pareciera que no se apagaran nunca.


Cuando me llegó la oportunidad de ver Fresas salvajes (1957) ya había visto suficiente cine como para apreciar ese cine del presente que Bergman desplegaba sobre la pantalla y ya había leído La linterna mágica así que sabía cuánto había significado para el cineasta la obra de Victor Sjöström, sabía que La carreta fantasma (1921) era su película favorita y que filmó para su disfrute personal durante el rodaje a Bibi Andersson con un vestido fin de siglo ligeramente escotado, sentada en un prado, dándole de comer al gran Victor Sjöström fresillas silvestres, y cómo él trata de mordisquearle los dedos y ambos se ríen, la joven mujer halagada y el viejo león embelesado.


Con la llegada de las actrices, el rodaje con Victor Sjöström resultó mucho más relajado y placentero. Fresas salvajes es una road movie por las rutas de la memoria, a medida que el protagonista se dirige hacia la muerte inexorable y remonta el río de los recuerdos hacia los orígenes, y quizás también hacia la reconciliación. El viejo profesor, cuyo mutismo emocional ha condenado a la soledad, a la muerte en vida, y al que los sueños le cuentan aquello que despierto no quiere escuchar, encuentra durante el viaje en coche, como si de un confesionario se tratara, el espejo de Marianne (Indrid Thulin), la pantalla donde cobran vida los espectros: padres, hijos, maridos, mujeres.


Resulta conmovedor el itinerario emocional que acerca al viejo profesor a Marianne, su nuera, como si llegaran de planetas lejanos hasta un frágil rincón donde basta un latido para poner nuestro mundo patas arriba. Mientras, los espectros cobran vida en los espejos, en las máscaras, tras una ventana, al fondo de un pasillo, y el viejo profesor abre las puertas de la casa de la memoria, hasta la desnudez que sólo puede habitar en el silencio, allí donde la mirada cifra el instante decisivo, el presente puro.



El rodaje de Como en un espejo (1961), otra vez Harriet Andersson, le regaló a Bergman otra isla, la isla final, su isla: la isla de Farö. Una isla que le esperaba para permear su idea del cine desde la concepción misma de las películas. La insularidad se hace materia y luz en el cine de cámara que Bergman, digámoslo así, inventa desde su encuentro con Farö. Como si convirtiera aquel cuarto oscuro en espacio fílmico donde convocar los fantasmas para escucharlos mejor y conjurar el miedo, esta vez gracias a las luces de Sven Nykvist: desde Como en un espejo, pasando por Los comulgantes (1963) o Pasión (1969) hasta Secretos de un matrimonio (1972) y Saraband (2003).

De las películas de cámara de Bergman, vuelvo fascinado una y otra vez a El silencio (1962) -a ese niño que vaga por las habitaciones entre su madre y su tía preñadas de un odio incestuoso, cruel y mortificante- y a Persona (1965),


donde encuentro al mismo niño atrapado en un rostro proyectado en la pantalla que me (nos) introduce en la belleza dolorosa de un filme con una exquisito tratamiento sonoro donde está todo Bergman -la reflexión sobre el arte, la mise en abyme de la representación, la realidad como pantalla, la fascinación por el doble, el aluvión de lo imaginario, la dramaturgia de la luz-



y Bibi Andersson (Alma) y Liv Ullmann (Elisabeth Vogler). Alma (a Elisabeth, la actriz): "Tú podrías ser yo en un instante".


Ahí está todo Persona y nada podría resumirla. Después de verla uno debe retirarse junto al mar en una playa solitaria azotada por los vientos y limpiar la mirada antes de volver a ver nada más.


A veces hay una especial felicidad en ser director de cine. Una expresión no ensayada nace en un instante y la cámara lo registra. Eso ocurrió hoy. Sin ensayarlo ni prepararlo, Alexander [de Fanny y Alexander] se queda muy pálido, una expresión de puro dolor se dibuja en su rostro. La cámara registra el instante. El dolor, el inasible, pasó unos segundos por su rostro y nunca volvió, tampoco había estado allí antes, pero la película captó el instante preciso. Entonces me parece que todos esos días y meses de minuciosa planificación han valido la pena. Tal vez yo viva para esos cortos instantes. Como un pescador de perlas. Un pescador de perlas que en lugar de sumergirse en el mar se pierde en el cuarto oscuro de su infancia.

2 comentarios:

  1. Cuántas cosas familiares alrededor de este Bergman. Con especial (y esencial) crudeza recuerdo “Gritos y susurros” (también "Sonata de otoño", un verdadero tour de force de insoportable y bellísima tensión). Cuesta congraciarse con ese abismo de dolor y culpa, pero ese dolor, ese desgarro, es la “linterna mágica” que ilumina nuestros lugares oscuros. La experiencia de ver una película de Bergman es devastadora, uno queda arrasado, con la sensación de que alguien muy próximo y muy querido ha sido cruelmente sincero con nosotros. No he tenido esa sensación con ningún otro cineasta.
    Muy íntima también (y muy inmediata) se hace esa presencia del teatro en el cine de Bergman. No es sólo el rostro y la palabra, es la respiración, el aliento, el sudor, ese olor acre de lo amargo, de la tensión, lo que está a un palmo de nuestras narices. El cine de Bergman respira en nuestra cara…
    De los cines de Vigo sólo recuerdo el desaparecido “Ronsel”. Me hubiese gustado ver un Bergman en esa ciudad que fue tan próxima a mi infancia.
    Aprovecho para agradecerle la existencia de esta bitácora y le animo a seguir con ese particular y contagioso entusiasmo por el cine.

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  2. A estas alturas resulta altamente gratificante chegar a unha illa tan bergmaniana buscando precisamente a cara dunha muller bergmaniana (a luminosaenigmática Marianne) no mercadillo de Google...como bo exemplo da araña que forma internet nada como xuntar un comentario do 2015 cunha entrada do 2009, usando un pegamento tan especial como o deste sueco e que pasa polo séptimo sello e un verano con Mónica (realmente era inverno galego e a incultura franquista me fixo velas en orden inverso)...

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