21/11/09
Una niña en el bosque
Hay pocas formas más bellas para acabar un día que un cuento. Y qué mejor si se trata de un cuento tan bello como Yuki et Nina (2009), la película de Nobuhiro Suwa e Hippolyte Girardot. Como todos los cuentos, habla del miedo a lo desconocido y del dolor de la separación, o sea, de una iniciación y de un aprendizaje. Una verdadera odisea. Más aún si se trata del viaje de una niña de nueve años. Sus padres se separan: el padre se queda en Francia, la madre se marcha al Japón. Yuki irá a vivir con su madre y pronto se encontrará a miles de kilómetros de Nina, su mejor amiga. Pero las niñas no se resignan y van a poner todo de su parte para evitar que las separen. La película de Suwa y Girardot se despliega en una encrucijada de la infancia y cartografía herencias, vínculos y afinidades entre padres e hijos, pero esas filiaciones se nos muestran decantadas por el punto de vista de Yuki cuya mirada vertebra la película y nos lleva de viaje. Y como Yuki, tampoco nosotros podemos imaginar la naturaleza abismal de la experiencia que le aguarda. En el bosque. Ese territorio en el que se aventura Suwa arrastrado por Girardot, y gracias a esa inspiración transita por una geografía imaginaria que abre los horizontes de su cine. Pero la belleza del filme que enhebraron juntos radica en transitar ese territorio fronterizo sin levantar la voz, manteniéndose a la distancia justa de la experiencia de la niña, a la altura de Yuki. Al salir del cine, recordé algo que escribió Simone Weil a propósito del espectáculo de las flores del cerezo en primavera, de la fragilidad como condición de la belleza que nos llega a lo más hondo. Como ese viento que sopla en el corazón del bosque como huella del temblor que conmueve a Yuki.
De Suwa ya hablamos a propósito de Un couple parfait. Girardot es un actor francés de larga trayectoria que quizá compagine en el futuro la interpretación con la dirección. Nunca habían trabajado juntos. Empezaron a trabajar en un proyecto común hace tres años indagando en los sentimientos personales respecto a la infancia y a la paternidad. Un proceso introspectivo que acaba cuajando en Yuki, una niña en la que cohabitan la herencia francesa (el padre de la niña lo interpreta el propio Girardot) y japonesa. Que Girardot combinara su presencia delante y detrás de la cámara permitía que la dirección surgiera también desde dentro de las situaciones: Un actor decide ya en buena medida la puesta en escena, controla los ritmos, las miradas. Una dirección que encontraba su correspondencia y modulación en Suwa tras la cámara: Hippolyte habla francés y tenía un contacto más directo con los actores. Gracias a esto yo podía quedarme en segunda línea y percibir las cosas de otro modo. Cada escena requería, por tanto, encontrar una convergencia de percepciones. Como en las películas anteriores de Suwa, el guión -por llamarle de alguna manera- consistía en una partitura de estados de ánimo, de claves tonales, de sentimientos que preñarían las situaciones que viven los personajes.
Es fácil imaginar que las niñas, Yuki y Nina, determinaban el rodaje de la película, de ahí surge la extrema dificultad de la filmación, un proceso delicado que los espectadores percibimos con la emoción a flor de piel de quien asiste a algo que sólo podría preverse hasta cierto punto. En definitiva, una buena parte del trabajo de Suwa y Girardot consistió en preparar lo que no podían anticipar y en prepararse para registrar lo que el azar les deparara. Y en aceptar una restricción básica: Noë Sampy, la niña que interpreta a Yuki, no estaba dispuesta a fingir, sólo interpretaba lo que de verdad sentía, aquello en lo que creía. La apertura a lo imprevisible y la vocación de verdad dotan a Yuki et Nina de un estremecimiento íntimo de tal belleza, a la vez serena y convulsa, que convierte su contemplación en una intensa experiencia cinematográfica.
Tras intentar que los padres de Yuki reconsideren su decisión y comprobar que la ruptura es inevitable, las niñas huyen juntas y se pierden en un bosque. Entramos en el territorio de los cuentos, que ya había sido sembrado en la primera parte del filme cuando las niñas echan mano del universo imaginario para evitar que las separen. La gran escena del bosque nos depara el momento inefable por excelencia de esta película admirable. Las niñas se pierden de vista y Yuki se interna en la espesura que parece transfigurarse con su presencia hasta llegar al lindero del bosque. Y entonces descubrimos, como la niña, que estamos en otro mundo: ha cruzado un abismo que aún no puede nombrar. Porque, sin que lo hubiéramos advertido, se ha producido un salto entre dos universos, entre dos esferas de la experiencia, entre dos tiempos unidos por lazos invisibles. Una ruptura que no es una elipsis, ni un flashforward, ni un flashback.
Es uno de esos momentos primordiales que trasforman la infancia en una experiencia fundacional. Una revelación que la razón no puede traducir pero que el filme de Suwa y Girardot puede denotar en todo el misterio que encierra su ausencia, su invisibilidad. Porque lo invisible y la ausencia son las huellas perdurables del cine. Allí donde se revelan las afinidades que perviven más allá de la geografía de los mapas y el tiempo de los relojes. Porque Yuki descubre una filiación que sutura las heridas de la separación y que la religa con unas raíces que desconocía. Pero, como en todos los cuentos verdaderos, sólo tras afrontar el aislamiento radical, la soledad, el desamparo de la 'noche oscura'. Cuando sólo era una niña en el bosque.
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