La verdad, hoy no iba a escribir, pero vino por casa el amigo Diomedes Díaz de vuelta de un viaje a Finlandia. Me trae una botella de Koskenkorva y un cedé con canciones de Eppu Normaali, Safka, Antii Ortamo, Olavi Virta, Rauli Soomerjoki, Leningrad Cowboys, Mauri Sumén, Reijo Taipale, Carlos Gardel, Antero Jakoila y Markus Allan, o sea, la banda sonora de la filmografía de Kaurismäki y la bebida 'nacional' del mundo de Aki. Es su forma de 'afearme la conducta' por llevar 197 entradas sin dedicarle una al cineasta finlandés. Así que nos tomamos unos vodkas, vimos una vez más Nubes pasajeras y luego, cuando me vio esponjado por una película tan tan tan..., me hizo prometer que escribiría sobre Aki Kaurismäki. Y aquí estamos.
Una película de Kaurismäki es una obra tan reconocible como una de Bresson, Ozu, Rohmer o Godard, y como las obras de los citados remite a la noción de autor. Más precisamente de autor europeo. Y autor con todas las letras: escribe, produce, dirige y monta todas sus películas. Y van, si no me fallan las cuentas, quince largometrajes. Vi ocho de sus películas. Me gustan todas mucho, pero ninguna tanto tanto tanto como Nubes pasajeras (1996). Como quien dice, las hace en casa con su productora Villealfa (inversión de Alphaville de Godard), en compañía de unos actores y técnicos cómplices -como Timo Salminen, su inseparable director de fotografía-, y las reparte por el mundo con la distribuidora Sputnik que fundó con su hermano -y también cineasta- Mika, con el que también organizó el Midnigth Sun Festival, la fiesta del cine más polar del mundo.
La primera película de Kaurismäki que vi fue La chica de la fábrica de cerillas (1990), un relámpago de cine puro y desnudo en una madrugada de los primeros noventa frente al televisor, en aquellos años en que la televisión pública aún descubría aquellas joyas que no encontraban hueco en la estrecha distribución comercial, y eso que eran tiempos más propicios, en ese sentido, que los que ahora vivimos. Un cuento de hadas amargo, cruel, desesperado, quizá la más desoladora de las películas de Kaurismäki, quizá su única película pesimista, la clausura provisional de la llamada trilogía proletaria (con Sombras en el paraíso y Ariel). Un melodrama microscópico, o mejor un melodrama sigiloso, de clase obrera, condensado, contenido, casi mudo, crudamente elíptico y admirablemente despojado, que cuenta la historia de Iris, la humillada y ofendida obrera de la fábrica de cerillas.
Una de esas películas que, en palabras de Miguel Marías: puede ser realizada con un pequeño presupuesto -como es el caso- cuando se tiene talento, pulsión por contar, ideas claras y una visión del cine no contaminada por la televisión. Digamos que Kaurismäki es un cineasta que ya de niño odiaba la televisión. Pero cómo puede uno odiar la televisión si ese electrodoméstico le permitió descubrir joyas que de otro modo se hubiera perdido, como La chica de la fábrica de cerillas. Como la maravillosa Kati Outinen, Iris, la protagonista de la película.
En Sombras en el paraíso (1986), la primera película de la trilogía proletaria, advertimos ya las claves del cine de Kaurismäki y, en particular, de la visión con que aborda el tratamiento de las historias proletarias, un tratamiento que lo distingue de otros cineastas que frecuentan el mundo de la clase obrera, pongamos por caso Ken Loach. Las películas proletarias se centran en obreros, pero no en el proletariado como clase, en las películas de Aki hay conciencia pero no conciencia de clase, sino un humanismo que remite a Chaplin con rostro de Keaton; el paro deviene, a menudo, motor del conflicto en la medida en que supone una ruptura con la dimensión comunitaria del trabajo, pero una dimensión comunitaria que no redime la profunda alienación que lleva aparejada la condición obrera, como el trabajo repetitivo y mecánico que nutre las situaciones vitales que atraviesa Iris en La chica de la fábrica de cerillas; una condición obrera que el cineasta se toma su tiempo en describir con visos documentales de rasgos langianos -basta recordar el trabajo policial en M, el de los pescadores en Clash by nigth o el de los maquinistas en Deseos humanos- a la hora de mostrar la actividad laboral de sus personajes, basta contemplar el detalle con que retrata la faena de los basureros de Sombras en el paraíso,
la última detonación de los mineros en Ariel (1988) o el trabajo de Iris en la fábrica de cerillas, y que le permite usar la desdramatización -una de sus figuras de estilo- para traducir la soledad y el desamparo que viven sus personajes; y no es de extrañar que se detecte un cierto aroma de Capra en sus películas, proletarias o no -con excepción de La chica de la fábrica de cerillas-, porque hay algo de cuento de hadas en todas esas películas bajo la forma de una historia de amor entre seres abandonados que desprenden dignidad, orgullo y desahucio a partes iguales.
Los personajes de Kaurismäki son seres vencidos pero que jamás se rinden, porque conservan el empuje necesario para entregarse a las alegrías rebeldes que les permiten reconocerse como parte del mundo y para aguardar el milagro del amor -incluso cuando ya no pueden esperar nada más- que le devuelva un lugar bajo el sol. Como Nikander e Ilona en Sombras en el paraíso, encarnados por Matti Pelonpää y Kati Outinen.
Fui conociendo el cine de Kaurismäki de forma desordenada, descubriendo sus señas de identidad en viajes de ida y vuelta, rellenando lagunas, hilvanando retales y adivinando corrientes subterráneas. Y disfruté explorando una obra inconfundible. Hasta hoy. Y qué mapa -o por lo menos qué croquis- podemos avanzar a propósito de esas películas que llevan la firma -perfectamente reconocible, ya lo dijimos- de Kaurismäki. Humor, laconismo, encuadres geométricos, hieratismo, economía -de producción, visual y lingüística-, canciones tristísimas, esencialidad dreyeriana, estilización, aliento narrativo y melancolía pueden contribuir a trazar el retrato del cineasta, eso si tenemos en cuenta un elemento cardinal: las películas de Kaurismäki sólo acontecen en un país con una cartografía muy definida, el mundo de Aki.
Ese tipo que nació en 1957 en Orimattila. Trabajó como albañil, cartero, friegaplatos y crítico de cine. Un itinerario que recuerda un currículum vitae abreviado de un Jim Thompson finlandés. Aki Kaurismäki aprendió la lección de Pierrot le fou (Godard, 1965), una película que vio media docena de veces -guiones apenas pespuntados, rodajes rápidos abiertos a la improvisación, distanciamiento, citas de películas (El último refugio de Walsh, L'argent de Bresson, El bueno, el feo y el malo de Leone, Noche en la tierra de Jamusch), apariciones de los cineastas admirados (Jamusch, Fuller, Malle)- pero también asumió el arrebato narrativo despojado de toda retórica y la sequedad de la serie B de los 40 y 50, y el magisterio de Ozu y Bresson como constelaciones cinéfilas de referencia.
Siempre tuve la secreta ambición de hacer películas en las que el espectador, después de salir del cine, se sienta un poco más feliz que cuando entró, ha confesado Kaurismäki. Como en Sombras en el paraíso, Ariel, El hombre sin pasado (2002) o Luces al atardecer (2006). Pero ninguna película de Aki nos ha hecho más felices que Nubes pasajeras. Una película que puede verse como un filme epígono de su trilogía proletaria -o como comienzo de otra (trilogía proletaria) con El hombre sin pasado y Luces al atardecer- y que cuenta la historia de Ilona (otra vez Ilona, otra vez Kati Outinen), una empleada del restaurante Dubrovnik, y de Lauri, un conductor de trolebús, el matrimonio protagonista, que quedan sin trabajo y viven un rosario de situaciones derivadas del paro: embargo, alcoholismo, depresión, soledad, crisis matrimonial. Kaurismäki había escrito Nubes pasajeras a medida de Matti Pellonpää, el actor que había encarnado al Nikander de Sombras en el paraíso, al Mikkonen de Ariel, al Vladimir de Leningrad Cowboys Go America o al Rodolfo de La vida bohemia, o sea, el actor que lo había acompañado desde el comienzo de su filmografía, verdadero alter ego del cineasta -y de tantos outsiders finlandeses- y que había inspirado al protagonista de Nubes pasajeras con su poética simplicidad, su discreta firmeza, su aliento épico y su fuerza ética. Iba a ser el tributo de Aki a Matti, pero el actor murió a los 44 años poco antes de que empezara el rodaje y el devastador sentimiento que su pérdida produjo puede rastrearse en la película que devino Nubes pasajeras: esa foto del hijo perdido de Ilona y Lauri es una foto de infancia de Pelonpää. Kaurismäki reescribió la película para Kati Outinen y Kari Väänänen, ambos amigos y colegas cercanos de Matti Pellonpää, y, gracias Kati y Kari, el arte de Matti cuajado de pureza, claridad e inmediatez sigue viviendo en la película, ese actor que demostró que la más perfecta representación en el cine consistía en el aquel de ser humano, ahí radicaba todo lo que podía despertar en nosotros su extrema simplicidad y desnudez, a través del humor y amor que desprendía. El cine de Aki no hubiera sido el mismo sin Matti. Porque el amor y el humor son las únicas armas de los vencidos de sus películas, de esos parados que encarnan Kati Outinen y Kari Väänänen.
Según Kaurismäki, la fórmula de Nubes pasajeras se obtiene mezclando 30% de Ozu, 30% de De Sica, 15% de Sirk, 20% de Hopper, 10% de Capra. Pues bueno, tampoco Aki pide que se le tome al pie de la letra, basta sumar las proporciones. Pero algo de eso hay en esta historia de la lucha de Ilona por encontrar un trabajo, su empleo en aquel desolador snack-bar de tercera categoría, hasta que consigue, hada madrina mediante, abrir el restaurante Trabajo -así, tal cual-. La historia podría asenderarse por lo sensiblero, pero Aki renuncia al espectáculo melodramático a través de una construcción interior, depurada, esencial, en encuadres que destilan silencios elocuentes, sutiles cataclismos, emociones calladas; y purga cualquier retórica mediante la economía narrativa de una planificación rigurosa y un humor ácido, pudoroso y liberador. Tratándose de la condición proletaria de sus personajes, la sobriedad expresiva de Kaurismäki no supone un alarde estético sino más bien una declaración de principios, una moral fílmica.
En una de las primeras escenas de Nubes pasajeras podemos contemplar una demostración ejemplar de la puesta en escena característica de Kaurismäki. Ilona, la protagonista encarnada por Kati Outinen, maître del restaurante Dubrovnik, acude a la cocina donde el cocinero, borracho y cuchillo en mano, volvió a las andadas. El portero y encargado de la seguridad del local trata de desarmarlo. El cocinero retrocede a medida que el portero se acerca y ambos acaban saliendo de campo. Poco después reaparece el portero, herido en una mano. Entonces Ilona sale de campo en dirección al cocinero, escuchamos una bofetada en off visual y, cuando vuelve, todo ha quedado resuelto. Venda la mano al portero y lo manda al hospital. Un retrato de personaje y un retrato de director.
Luego vemos a Ilona en una parada. Es de noche. Cuando se acerca el trolebús, advertimos, casi con nada, la felicidad que la embarga, y sentimos la corriente de amor cuando viaja de pie al lado el conductor, su marido, por las calles desiertas de Helsinki. Casi con nada, nos basta verlos juntos, en silencio. Una película de Kaurismäki es cine de pocas palabras. Un cine que conjuga economía y elocuencia. Cine puro que destila melancolía y esperanza.
Pero no estamos ante películas mudas. Los diálogos tienen una importancia radical en el mundo de Aki, más aún, como los personajes hablan tan poco, cuando lo hacen los escuchamos con especial atención. Sobre todo porque los proletarios de Kaurismäki –trabajadores, parados o marginados- hablan la mar de bien. Cuando el protagonista de El hombre sin pasado quiere saber qué puede hacer por el que le engancha la luz para agradecerle el favor, el tipo le contesta: Cuando me encuentres boca abajo en un arroyo, dame la vuelta. Verdaderos quiet man, tipos callados, cuando hablan, lo hacen con una rotundidad reveladora de una honda experiencia vital decantada que se manifiesta por la vía del humor y de la ironía.
A propósito de Kaurismäki no suele apuntarse que sus personajes recuerdan a tipos fordianos y sus películas se nutren de una subterránea corriente hawkasiana. A propósito de su cine se suele hablar de minimalismo, cuando se debería hablar de depuración, o mejor aún, de inteligencia dramatúrgica: Si una película empieza con tiros y explosiones, entonces ya nada será suficiente. Si la película empieza despacio, con cuidado, una simple tos puede resultar dramática, ha comentado Kaurismäki.
Por eso, pocas veces se ha mostrado en la pantalla la solidaridad entre los desposeídos con tanta belleza, de forma tan conmovedora, como en esa escena de Nubes pasajeras en la que Ilona rescata al antiguo cocinero del Dubrovnik y lo lleva a su nuevo restaurante. Esa combinación de severidad, ternura y determinación que desprende la gran Kati Outinen nos traspasa con la esperanza que transmite ese principio de no dejar nunca abandonado a un compañero, como tampoco Taisto deja tirado a Mikkonen en Sombras en el paraíso. Algo tan hermoso que, a estas alturas, revela la ingenuidad, poesía y perfume elegíaco que caracteriza el cine de Kaurismäki, ese contrabandista de emociones, en palabras de Carlos F. Heredero. Ese cineasta que Peter von Bagh definió como un bolchevique del corazón.
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