22/11/09
Metáforas del cine (americano)
Ayer estuvimos charlando un buen rato a propósito de There Will Be Blood -o sea, Habrá sangre, pero que aquí se tituló Pozos de ambición-, la última película de Paul Thomas Anderson. Y de Zodiac de David Fincher con guión de James Vanderbilt. Quizá las dos películas en cuya producción se combina ambición y autoría en un grado que nos recuerda el cine americano de los 70. Ambas rondan las dos horas y media de proyección y se estrenaron en 2007. Si añadimos Antes que el diablo sepa que has muerto de Sidney Lumet que ya comentamos aquí, sin duda se trata de un buen año para el cine americano reciente.
Ni la película de Paul Thomas Anderson ni la de David Fincher fueron éxitos de taquilla. Quizá There Will Be Blood menos que ninguna. Casi podría considerarse un (glorioso) fracaso, comercial, entiéndase. Las dos películas constituyen la prueba palmaria de que el cine americano aún es capaz de regalarnos algunas de las obras mayores del cine de nuestro tiempo y de que se renueva a través de los filmes de los nuevos maestros. Y, de paso, las dos películas devienen metáforas a propósito de las filiaciones y de la narrativa cinematográfica.
De un lado, Zodiac pone en escena la obsesión por contar, por convertir lo casual en causal, y lo casual en (de)mostración, de leer la realidad como un relato; y quizá la desesperación por no poder contar una historia como se contaba antes, porque la pantalla ni es ya una ventana ni un espejo, y lo visible ya no ofrece otra garantía que la sospecha. De otro, There Will Be Blood remite a una cadena de significantes que nos remonta hasta Avaricia de Erich von Stroheim, Citizen Kane de Orson Welles o El tesoro de Sierra Madre de John Huston; una cadena de filiaciones que nutren la historia de Daniel Plainview (Daniel Day-Lewis), un pionero, un tipo sin raíces, sin pasado y, por tanto, capaz de reinventarse -aparentemente sine die- como el propio sueño americano, como se contempla a sí mismo -a través de sus ideólogos- el capitalismo.
Una reinvención, revisión o reescritura a que someten el cine americano los cineastas de nuestro tiempo, aunque sólo sea para constatar que no hay marcha atrás (no desde los filmes sombríos y crepusculares de John Ford, y desde el ajuste de cuentas con los géneros y la memoria que representa la obra de Clint Eastwood), pero que aún es posible mirar el pasado para abordar las nuevas formas del cine que no puede ser otra cosa que arte del presente.
Zodiac me reconcilió con David Fincher cuyo cine no me interesaba, por brillante -incluso deslumbrante- que fuera. Leí algo que dijo en una entrevista y que me gustó mucho: Las películas no se terminan, sencillamente se abandonan. Y creo que Zodiac transmite esa idea del cine como entrega obsesiva, atravesada por la compulsión de cuidar cada mínimo detalle de la puesta en pantalla y de la puesta en escena. Así como el dibujante no puede dejar de buscar indicios, de pulsarlos y compulsarlos, así David Fincher con cada uno de los ingredientes de cada encuadre que decantan la misma obsesión que el protagonista.
Zodiac está hecha con la misma voluntad, digamos, monomaníaca con que el dibujante persigue al asesino del zodíaco. Y en la escena final Jake Gillenhaal deviene un trasunto del propio Fincher y éste como metonimia del cine mismo, huérfano ya de las clausuras narrativas de antaño que nos consolaban del caos ilegible de lo real. Y por si no bastara, además nos encontramos a ese enorme actor que es Robert Downey Jr. Qué más se puede pedir. ¿Y es una obra maestra? Pues, claro, pero qué importa.
El caso de Paul Thomas Anderson era distinto. No necesitaba reconciliarme con él. Me había gustado Boogie Nigths (1997), me había atrapado Magnolia (1999) -de las pocas películas en que cruzando múltiples historias uno no prescindiría de ninguna- y me había cautivado Punch-Drunk Love (2002). Es de esos cineastas que te dejan imágenes inolvidables en la retina, pero además te depositan en la memoria una mirada personal sobre el material que arde en la pantalla, aunque la superficie adopte una máscara apagada, fría o distante. Quizá como sucede en There Will Be Blood, que envuelve una visión tan obsesiva, al menos, como la de Zodiac, sólo que apenas deja ver unas esquirlas candentes, como ésas que despierta en la roca virgen el pico de Daniel Plainview al comienzo del filme. Una película que nos hunde en la sima moral de esa construcción mítica llamada América a través de ese personaje trágico encarnado por Daniel Day-Lewis, cuajado en el desarraigo y la soledad, que le empujan a proyectarse en el futuro, y alimentan su avaricia como única y demente savia nutricia, superdotado en el aquel de rentabilizar lo peor de los seres humanos.
Paul Thomas Anderson pone en escena a los dioses lares de nuestro mundo: la religión y el capital se dan la mano en un furioso y criminal descenso a los infiernos. Resulta revelador que las últimas palabras del protagonista (y del filme) sean: "I'm finished". "He acabado", pero también estoy "acabado". Una historia con visos bíblicos en que padres e hijos se devoran en un maëlstrom angustioso y enajenado. Nada más elocuente que ese travelling sostenido con que el director nos distancia para mostrarnos el reencuentro entre el protagonista y su hijo sordo, para luego dejar que se acerquen pero no demasiado y entonces el hijo abofetea al padre que lo abandonó, no nos deja intimar en lo que luego se revelará como una farsa trágica, sólo quiere que veamos, que no perdamos detalle, que sospechemos del paisaje (moral) que despliega en la pantalla. Un paisaje que la cámara Paul Thomas Anderson sobrevuela a ras de tierra, como fuente inagotable de plusvalías, como escenario del desarraigo y cartografía de filiaciones quebradas. Filiaciones que los cineastas más dotados y lúcidos tratan de restaurar para reinventar el cine (americano).
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