20/11/09
El dolor
Ordenando viejas carpetas con el vano aquel de tirar con la mayoría y hacer sitio, encontré una con los materiales preparatorios para una clase en la EIS de hace trece años a propósito de una película de aquellas fechas, Secretos y mentiras (1996) de Mike Leigh. La vi varias veces, incluso llegué a desglosar sus 107 escenas y a trazar un diagrama donde se visualizaba la constelación de personajes y conflictos, y la geometría de los afectos que se conjugaban en la película. Ya se puede creer cuánto me había gustado Secretos y mentiras. Hemos vuelto a verla. Y sigue siendo -en palabras del añorado Ángel Fernández-Santos (El País el 28 de octubre de 1996)- una obra con uno de los guiones más rigurosos, penetrantes y libres que se han escrito para el cine reciente, y añado ahora, en los últimos treinta años. Sólo que no existe un autor del guión. Y si uno, que vive de escribir guiones desde hace más de diez años, trae aquí a menudo películas cuyos guiones no pueden adjudicarse a la figura tradicional del guionista no es porque reniegue de la profesión, sino porque el cine se resiste muchas veces, se ha resistido siempre, a encorsetar las funciones, y a menudo se aventura a romper las costuras de los oficios para devenir una productiva con-fusión de competencias profesionales, de talento y entrega sin reservas en el aquel de hacer simplemente cine. Cada película valiosa reinventa el cine. Y el aquel de escribir guiones. Y de dirigir. Cada película que realmente importa se hace como si fuera la primera película del mundo. Y digamos que, si bien vivo de escribir guiones, no imagino mi vida sin el cine, ni sin otras cosas, pero desde luego no sin el cine. De cualquier cine con tal de que me traspase. Y uno se deja hacer y lo han traspasado de todas las maneras posibles desde la pantalla. Simplemente hay que ver sin prejuzgar que el cine sea esto o lo otro, que el cine se deba hacer así o asado, que el cine deba contar o no una historia y de qué manera. Hasta la historia del cine no se puede contar realmente si no la contamos entera, es decir, si no contamos también las historias huérfanas, las historias secretas, las historias olvidadas. Si tan grande es el cine para qué volverlo pequeño con tantos prejuicios, silencios y omisiones. Hasta el punto de que esta escuela representa también un intento de documentar (y recuperar) la biodiversidad del cine; de la poliédrica, polimorfa y polisémica naturaleza (y experiencia) del cine; de los multiformes, plurales y heterogéneos amores cinéfilos; de cada película única que nos enseña a contemplar el mundo como si lo viéramos por primera vez.
Pocos libros han hecho tanto daño como El cine según Hitchcock de François Truffaut. Un libro que uno (y tantos) leímos con devoción. Un libro de reclinatorio, vamos. La primera vez que lo leí acabó tan subrayado que tuve que comprar otro ejemplar porque resultaba casi ilegible. Era aquella edición de bolsillo en Alianza. Aquel primer ejemplar manoseado se cae a pedazos y reposa en un anaquel como una memoria sobre la que se va depositando el polvo, el terciopelo del tiempo sobre las cosas, que decía Huysmans. Luego, a principios de los noventa, Akal publicó la versión con ilustraciones y en tapa dura. A esas alturas ya nos lo sabíamos de memoria. Qué gozada. Se trata de un libro que entroniza a Hitchcock como autor, pero un autor tan autor que si por él fuera no rodaría las películas porque éstas ya existen en su cabeza antes de rodarlas y para qué pronunciar aquello de ¡acción! Ojalá existiera una máquina que permitiera introducirle el guión por un extremo y que la película saliera por el otro rodada, montada y enlatada. Luego leímos Hitchcock & Selznick de Leonard J. Leff, y algunos guiones de sus películas -el de Vértigo, por ejemplo-,
y las entrevistas con guionistas que trabajaron con él -Charles Bennett en 39 escalones o Ernest Lehman en Con la muerte en los talones, pongamos por caso-, el libro de Evan Hunter, Hitch y yo, a propósito de su colaboración en Los pájaros, y las biografías de Hitchcock a cargo de Donald Spoto o Patrick McGilligan, y entonces salta a la vista que Hitchcock mentía como un bellaco, por otro lado, como Ford, Hawks y tantos directores, al fin y al cabo es su oficio: contar verdades por medio de las mentiras. Además, qué sería de Hitchcock sin sus actrices, sin sus rubias, sin Tippi Hedren o Grace Kelly, quién se puede creer que renunciaría a ellas por una máquina que fabricara películas. Qué mejor que haber tocado el cielo de la autoría modelando rubias. Porque, obviamente, quién va a dudar que Hitchcock era, es, un autor. Sólo que la autoría de un cineasta se manifiesta a través de procedimientos de muy distinta naturaleza a la que lleva aparejada un pintor, un novelista o un poeta. Dicho de otro modo, ninguna de las películas de Hitchcok existirían sin el trabajo de los guionistas, pero cualquiera de los guiones que rodó Hitchcock hubieran resultado películas completamente diferentes en manos de otro director. Sobre todo aquellas que no pasarían la prueba de los analistas de guión, aquéllas que inventan formas fílmicas, aquéllas que germinan en el crisol de lo misterioso, como Vértigo,
a la que alguna vez tendremos que acoger aquí como se merece. En definitiva, no existe una traducción automática entre el guión y la película definitiva. Lo que existe entre el papel y la pantalla es un proceso alquímico en el que se conjuga una mirada y múltiples talentos. Las películas de Hitchcock no existían en su cabeza, como no existen en la cabeza de ningún director, sino que se fraguan en jornadas candentes donde el imprevisible azar es un factor inevitable. Aquella máquina con la que soñaba Hitchcock y el guión perfecto no son más que plegarias para conjurar lo inesperado, o redes de seguridad por si lo milagroso, que anhelan todos los cineastas, finalmente no acontece.
Pero a veces los cineastas rehúsan las redes de seguridad y se arriesgan al fracaso de cara y por derecho. Es el caso de Secretos y mentiras cuyo guión lo firma Mike Leigh pero en realidad no lo escribió. O no lo escribió él solo. Y entonces, ¿quién escribió el guión de la película? Todo a su tiempo. Mike Leigh se formó como actor en la Real Academia de Arte Dramático y en la Escuela de Cine de Londres. En 1965 escribe y dirige su primera obra de teatro, The box play, y en 1971 su primera película, Bleak Moments. Pertenece a la generación de Stephen Frears o Ken Loach que empiezan a trabajar en la televisión en 1970. Leigh dirige para la BBC unos nueve telefilmes con una mirada crítica e irónica sobre la vida cotidiana de los trabajadores, en particular los rodados en la era Thatcher. (Tele)filmes que se inscriben en la tradición del cine realista inglés que cuajó en los años 30 con la escuela documentalista y después con la comedia Ealing.
En 1989 monta la productora Thin Man Films y en los noventa el director se forja un lugar en el planeta cinematográfico con un estilo personal gracias, sobre todo a dos películas: Naked (1993) y Secretos y mentiras -Palma de Oro en Cannes, premio al Mejor Director y a la Mejor Actriz (Blenda Blethyn)-. En 2002 llegaría Todo o nada, otra gran película, y en 2004 El secreto de Vera Drake. Su última película Happy-Go-Lucky (2008), puede parecer que se aparta del calvario que atraviesan sus personajes en sus películas más conocidas, pero en realidad simplemente hay una variación tonal, esta última resulta más luminosa pero no deja de alimentarse de una buena dosis de aflicción sumergida. Los personajes de las películas de Leigh como Secretos y mentiras y Todo o nada viven al borde de la agonía y los consume la pesadumbre pero siempre encuentran una última reserva de coraje para mantenerse en pie, para seguir adelante, para vivir con dignidad, les basta un resquicio, un tibio rayo de sol, la mínima oportunidad para arañar el mundo y hacerse un sitio. Los personajes de Leigh pueden estar vencidos pero son resistentes natos y acaban encarnando la esperanza donde menos se la esperaba.
Las películas de Mike Leigh te avecinan con quienes te quedarías lo menos posible, te obliga a estar con ellos y al final te despedirías con un abrazo de cada uno. Las películas de Mike Leigh emergen de un cuerpo a cuerpo con los actores a partir de un personaje que el director tiene en la cabeza. Y lo de tener en la cabeza una vez más es un decir: Pido a los actores que participen en algo que ni yo mismo puedo definir, confiesa Leigh. Trabaja con los actores durante semanas o meses hasta conseguir que cada actor sea determinado personaje. Este trabajo resulta, según los actores, inevitablemente doloroso. David Thewlis, actor protagonista de Naked cuenta que durante la primera semana estuvo charlando con Leigh, los dos solos. Traen cafés, fumas y le das una lista de personas que conoces de tu sexo y edad, naturalmente de las personas que conoces bien. Y hablas largo y tendido de ellos. En algún momento mencionas a alguien que no has visto hace años. Mike va tomando notas en un cuaderno que tú no puedes ver. En determinado momento empieza a eliminar personas de la lista en tu presencia. Finalmente escoge un personaje, es un momento decisivo, porque sabes que ése será el tipo del que no te vas a poder separar en los próximos seis meses. (...) En los meses siguientes te conviertes en él. Construyes toda su vida detalle a detalle. Luego empiezas los ensayos por bloques. Primero con dos actores, luego con otros dos más. Mike va y viene con una serie de escenas a medida que ensayamos.
Secretos y mentiras parte de una serie de conversaciones de Mike Leigh con parejas de amigos sobre los problemas de la adopción que más tarde remitirán a cuestiones de filiación e identidad. El director diseñó con los actores el lugar que ocuparían en la constelación dramática del filme: Maurice y Mónica, una pareja acomodada sin hijos, al borde de la ruptura; Maurice se siente culpable por el distanciamiento respecto a su hermana mayor Cynthia que lo crió como si fuera su madre; Cynthia, obrera en una fábrica, vive modestamente y se lleva fatal con su hija Roxanne que trabaja de basurera, fruto de un ligue durante unas vacaciones en Benidorm; y Hortense, óptica, profesional independiente que busca a su madre biológica. Cada personaje ilumina una faceta del tema de la filiación y la identidad: la hija que busca a su madre, la hija que no sabe quién es su padre, los padres amargados por no poder tener hijos.
Mike Leigh despliega el melodrama mediante la sucesión de combinaciones binarias o ternarias de los personajes hasta la confrontación colectiva final en la que eclosionan los secretos y las mentiras en una catarsis liberadora (y purificadora). Secretos y mentiras cuajó durante un proceso en el que el director, los actores y el equipo técnico fueron componiendo la película momento a momento en un embrujado intercambio de ideas. Un proceso decantado y ordenado por Mike Leigh que condensa el caudal de inventiva en una síntesis que conjuga documento y drama, comedia y melodrama. Secretos y mentiras es una película con una admirable estructura de combustión lenta que conduce y trenza sin desmayo las cinco líneas narrativas mediante un trabajo de ida y vuelta entre la improvisación y el texto, un método de raíz escénica que de la mano de Mike Leigh deviene cine puro.
Hay dos momentos extraordinarios en Secretos y mentiras que dan la medida de los riesgos tanto actorales como de construcción (o sea, de dirección) que acechaban en la película. El primero acontece durante el primer encuentro entre Hortense y Cynthia, más o menos cuando ha transcurrido una hora. La escena del bar resuelta en dos planos fijos, como todos los de la película, dura doce minutos. Un plano general y luego un plano medio frontal de las dos mujeres sentadas una al lado de la otra, despliega una tal combinación de contención y exceso, de humor y dolor, de belleza y audacia que constituye un milagro cinematográfico. El clímax de la película, la fiesta de cumpleaños de Roxanne en casa de Maurice y Mónica, nos regala ese otro momento extraordinario de gran melodrama con una cascada de revelaciones que, sobre el papel (de un guión canónico), resultaría de tal desmesura que obligarían a reescribirlo a cualquier guionista. Pero una escritura (y puesta en escena) canónica de este momento reduciría Secretos y mentiras a la condición de vulgar telefilme. Y no a esa obra desgarradora sobre la familia que, como dijo Mike Leigh, puede sacar lo peor de los seres humanos, pero al final hay que volver a ella. O como lo expresa Maurice en el clímax de la película: "¡Secretos y mentiras! Todos sufrimos, ¿por qué no compartir nuestro dolor?" El dolor de la filiación y la identidad. Ahí es nada.
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¡Qué bueno, Daniel!
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario a mi entrada, Daniel. Mi ego argentino se encuentra al borde de la explosión. Espero que no haya nadie cerca cuando ocurra. Gracias otra vez.
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