17/11/09

La comedia loca

Gregory La Cava e Irene Dunne
en el rodaje de
Ansia de amor (1941)

Cuando se habla de los pioneros del cine, no suele citarse a Gregory La Cava. Y lo fue, vaya si lo fue: un pionero de la animación y, sobre todo, un pionero de la comedia. Estudiante de arte en el Chicago Art Institute, boxeador, portero del Teatro Garrick de Chicago; dibujante de tiras cómicas en Nueva York; director, dibujante y animador en estudio International Film Service que montó Hearst en 1915, donde disfrutó de toda la libertad para experimentar e improvisar, una libertad que siempre se resistió a perder; bebedor compulsivo desde los tiempos de la Prohibición; a comienzos de la década de los veinte empieza a dirigir comedias de dos, cinco, seis, siete y ocho rollos, entre otros con W.C. Fields; en 1929, rueda su primera película totalmente hablada, Big News donde aborda la propia adicción, el abuso de alcohol; en la década siguiente frecuenta el psicoanálisis como aficionado y usuario, y dirige algunas de las mejores comedias -screwball- de la historia, pongamos por caso My Man Godfrey (1936) o La muchacha de la 5ª avenida (1939); y aun Ansia de amor en 1941 -quizá su película más personal y más tierna- y Una dama en apuros en 1942, ambas con la gran Irene Dunne. Pero vayamos por partes.


Ya en la década de los veinte los métodos de trabajo de La Cava eran leyenda. Y en los treinta la leyenda continuó. Capaz de trabajar durante días en una misma escena hasta quedar satisfecho del trabajo y luego despachar veinte páginas de diálogo en una tarde. Se pasaba los planes de producción por el arco del triunfo y se negaba a seguir los guiones al pie de la letra o prescindía de ellos directamente como, según cuentan, en Ansia de amor. Alguien escribió que todos los que intervenían en una película de La Cava se divertían muchísimo, eso si no sufrían un ataque de nervios. Cuenta Frank Capra en sus memorias que el meteoro La Cava era un partidario extremo de inventar las escenas en el plató. Dotado de una mente aguda y fértil, y de un ingenio deslumbrante, afirmaba ser capaz de hacer películas sin guiones. Pero sin guiones los jefes de los estudios no podían calcular con precisión los presupuestos, los planes de rodaje... La Cava, según todos los testimonios, era un tipo encantador para unos y un tipo detestable para otros, hay quien dice que tenía amigos hasta debajo de las piedras y quien asegura que tenía más enemigos que patas un ciempiés, no falta quien lo compara con Leo McCarey, un borracho simpático, con vistas a subrayar que en su caso se trataba un borracho amargado. A Irene Dunne le entristeció el lamentable estado en que se encontraba el cineasta, atendido a diario por un psiquiatra, durante el rodaje -en un estado de delirium tremens- de Una dama en apuros.


Según Morrie Ryskind que escribió los guiones de My Man Godfrey, Damas del teatro (1937) y (no acreditado) de La muchacha de la 5ª avenida, La Cava, por su doble reputación de director brillante y un continuo tormento para todo aquel lo bastante temerario para contratarle, rebotó por los distintos estudios de Hollywood como una bola en un flipper; era un alcohólico -los productores dirían que un borracho- pero, con su asombroso sentido del 'timing' y sus refinadas dotes para la improvisación, sigue siendo en mi opinión, el mejor director de comedias con el que haya trabajado jamás. El guionista contó a quien quiso preguntarle mil historias a propósito de su colaboración con La Cava, al que le bastaba una buena primera escena o un punto de partida prometedor, como en Una dama en apuros, para ponerse manos a la obra: cómo escribía apenas un día por delante de lo que La Cava iba rodando, las juergas alcohólicas que más de una vez provocaron las suspensión del rodaje para ingresar al director en el hospital, pero también cómo esa misma musa (alcohólica) que a menudo le hacía balbucear al intentar recordar ciertos nombres y tropezarse con los muebles, le inspiró momentos de auténtica genialidad cómica surgidos in situ y como resultado de chispazos improvisados. Cuando los productores exigían ver el guión antes de autorizar el rodaje, La Cava les salía con aquello de que ya se lo enseñaría después del preestreno. En fin, queda claro de qué tipo estamos hablando ¿o no?


En realidad, el método de Gregory La Cava es deudor de su larga experiencia como director (de comedias) en los tiempos del cine mudo. Una película, decía, siempre está en proceso de resolución. Tiene que moldearse de un día para otro a fin de adaptarse a las personalidades de quienes intervienen en ella. Sólo debe cristalizar en el momento cumbre de una escena o de una acción. Dicho de otra forma, La Cava empieza con una idea y un guión -coescribía los guiones aparezca o no acreditado-, y en el curso del rodaje tira con el guión, faltaría más, y sigue con la idea. Allan Scott, otro de los guionistas de La muchacha de la 5ª avenida, cuenta cómo la película cobraba forma en el plató y él estaba allí mientras el director trabajaba con los actores, y reescribía cuantas versiones fueran necesarias hasta que la escena funcionaba. La Cava rodaba la película en continuidad -o sea, en el orden en que se desarrollaba la historia escena por escena- y, otro vestigio de los tiempos del cine mudo, contaba siempre con un pianista en el plató para acompañar musicalmente la preparación de las escenas, para contribuir a que los actores 'entraran' en el universo de la película. Y con vistas a crear un ambiente propicio y estimulante instaló un bar en el plató de My Man Godfrey. Cabe añadir que, en tanto que director, La Cava se distinguía por disponer de un ojo muy entrenado en la música (visual y sonora) de la puesta en pantalla y de un 'compás' infalible para el movimiento de la puesta en escena: dominaba la dilatación (esa escena maravillosa del club nocturno con Irene Dunne y Robert Montgomery en Ansia de amor) o la contracción que requería una secuencia, la armonía, la pausa, las proporciones, la medida y el tono de cada momento, y de cada momento conjugado con los demás que componían la película para dotarla de unidad, la cualidad primordial de la gracia (o sea, del encanto). Condiciones todas ellas esenciales cuando se trata de vertebrar el humor y la comicidad, quizá por ello se hacen ya tan pocas (buenas) comedias. Y pocas tan maravillosas como My Man Godfrey que aquí se tituló como Al servicio de las damas, la película con la que se acuñó el término screwball, una celebración de la feliz confluencia entre la palabra y la comedia visual y física que hundía sus raíces en el cine cómico.


Morrie Ryskind, que también escribió para (y con) los hermanos Marx Una noche en la ópera (1935) y El hotel de los líos (1938), había ganado el Pulitzer en 1932 como co-autor del musical de Broadway Of Thee I Sing con George S. Kaufman e Ira Gershwin, era reportero y columnista político, y no tenía mucho tiempo para los guiones, pero cuando se decidía a hacer una película no era de los que se encerraba en una habitación con una máquina de escribir, sino que se instalaba en el plató y asistía a los ensayos reescribiendo los diálogos sobre la marcha, conjugando sus ideas con las del director y los actores en una distendida atmósfera de trabajo. Así sucedió durante el rodaje de My Man Godfrey. Una película que adopta la lógica -es un decir- de la cabecita loca de su protagonista femenina, Irene (Carole Lombard), conjugada con el tránsito por las sucesivas máscaras que adopta con la mayor naturalidad del mundo su protagonista masculino, Godfrey (William Powell), un personaje que en el papel de homeless es rescatado del basurero donde vive por Irene e introducido en el hogar de una familia opulenta en el papel de mayordomo, una familia que define muy bien el padre de la chica, ese orondo y sublime Eugene Pallette (al que volveremos a ver en Ansia de amor, esta vez en el papel de Elmer, el mayordomo): "Lo único que se necesita para un manicomio son cuatro paredes y la gente apropiada".


Efectivamente, el hogar de los Bullock se parece mucho a un manicomio, un espacio propicio para la comedia elegante donde se inocula con ironía el virus del drama social (diríase que dickensiano, no olvidemos que EEUU vivía los peores años de la Depresión) a través de Godfrey y, sobre todo, a través de la enamorada e imprevisible Irene. Basta recordar la escena que cifra el tono surreal que envuelve la película, ésa en que Irene finge un desmayo y un (maravilloso e) inmutable Godfrey se la echa al hombre y la deposita en la cama, pero, al advertir el juego de la chica, la mete en la ducha vestida. Irene no necesita más pruebas y salta en la cama mojada y feliz: "¡Godfrey me quiere, me ha dado una ducha!" Esta comedia -screwball- dirigida con mano maestra por La Cava deviene un teatro de máscaras cuando descubrimos que el propio Godfrey es un miembro de la clase opulenta, que acabó en un basurero por un desengaño amoroso, y que, en su odisea por el lado oscuro del sueño americano, descubrió "un proceso mental muy interesante que se llama pensar". Y justo antes de que el fundido negro caiga definitivamente sobre la película comprenderemos que la máscaras acabarán triunfando sobre la locura enamorada de Irene y sobre el resucitado Godfrey. La lucidez de La Cava es siempre implacable (y la luz puede doler y a menudo lo hace), y pone un rictus de amargura final.


Un triunfo de las máscaras anticipado por un breve y casi furtivo plano vacío. Cuando Godfrey pone punto final a su trabajo de mayordomo en la mansión de los Bullock y tras haberle recordado lo que ha representado esa convivencia, la cámara encuadra a Godfrey, en plano americano y en escorzo de espaldas, y a Cornelia, la hermana mayor de Irene. El encuadre se mantiene mientras Godfrey sale de campo. Justo en ese momento y antes de volver a Cornelia, el director inserta un plano vacío con unos cortinones que se mueven, la huella del paso de un ya ausente Godfrey. Un leve movimiento en el aire, eso es todo lo que ha dejado a su paso. Una metáfora también de todo lo que un cineasta deja en la película tras haber borrado sus huellas. Una metonimia del arte del cine, el arte de no mostrarlo todo, de revelar el peso de lo invisible. El rastro de un estilo. He ahí el poder de My Man Godfrey. El poder de un cineasta. El poder de la comedia (más) loca.

3 comentarios:

  1. pode verse e baixarse con diversas calidades, unha delas mpeg2 (5.3 Gigas), con toda legalidade, no Internet Archive, un sitio para perderse unha tarde de chuvia (ou dúas)

    http://www.archive.org/details/my_man_godfrey

    (ou tres)

    Daniel: poderías facernos unhas recomendacións para CinEuropa?

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  2. Recomendacións para Cineuropa a partir de hoxe, conxugando calidade e diversidade: (http://cineuropa.compostelacultura.org/programa/:)

    "Das weisse Band" de Michael Haneke

    Calquera de Arnaud Desplechin, en especial "Rois et reine" e "Un conte de Noël"(escribín sobre elas aquí)

    "Aquele querido mês de agosto" de Miguel Gomes (escribín un artigo sobre o filme no Tempos do pasado -efectivamente- agosto)

    Calquera de Claire Denis (non resulta doado velas, mesmo no aquel de miralas, poñamos por caso "L'intrus")

    "Yuki et Nina" de Nobuhiro Suwa e Hippoyte Girardot

    "Fish Tank" de Andrea Arnold

    "Let's Get Lost: Chet Baker" de Bruce Weber

    Pois nada, a ver que tal.

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  3. Dándolle voltas a verba screwball acordeime dunha palabra que empregabamos cando nenos ó saír do cine Principal ou do Yut para cualificar unha película cando era de moito riso, asociadas na miña memoria sobre todo as películas dos Irmáns Marx (terá algo que ver Morrie Ryskind con esta asociación?): destornillante, que nos empregabamos polo máis académico de desternillante, facendo a nosa particular ligazón etimolóxica. En vez mover do sitio as “ternillas”, ou sexa, a cartílaxe; para nós aquelas pelis o que nos sacaban de sitio eran os parafusos.

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