7/11/09

Flores del desierto

No me hace falta subir a los desvanes de la memoria para ver Pasión de los fuertes. Me basta cerrar los ojos. Siempre está ahí. Intacta, como el primer día. Como hace casi medio siglo en aquella sesión infantil del Teatro Principal de Tui. Aún hoy (sea el hoy que sea), cuando paso por delante de la fachada, escucho la voz de Chihuahua cantando en el saloon de Doc Hollyday y la de Wyatt Earp preguntándole a Mac si se enamoró alguna vez y los disparos en el OK Corral, atrapados en las ruinas de un lugar sagrado que un día albergó también las primeras imágenes cinematográficas proyectadas en Tui entre el 13 y el 17 de mayo de 1897. Cierro los ojos y empieza Pasión de los fuertes.


En estos últimos meses más de una vez el maestro me espetó: cuándo te metes con Pasión de los fuertes. Ayer buscaba Las zapatillas rojas pero vete a saber dónde se metió la maravillosa película de Michel Powell y Emeric Pressburger que se acaba de presentar en Nueva York recién restaurada fotograma a fotograma por la World Cinema Foundation, promovida por Martin Scorsese. Entonces llamó el maestro para comentar unas fotos de dornas que le había enviado y me contó que acaba de ver Pasión de los fuertes, la película más japonesa de Ford.


Seguro que Kurosawa le dio una vuelta a esta película, me dice el maestro. Seguro que más de una, le digo. Se ríe. Nos reímos. Cuando nos despedimos casi me dan ganas de llamarle y quedar para ver juntos Pasión de los fuertes. En fin, hoy queríamos celebrar la lluvia, las nubes espesas y plomizas, el viento furioso, los turbiones que azotaban el Con de Agosto y el terco resplandor con que el sol atravesaba las rendijas de los nimbos y dejaba un charco de luz casi sólido en el horizonte, y vimos Pasión de los fuertes, el primer western que rodó John Ford tras la 2ª guerra mundial. Mi primer western. Y, sobre todo, mi primer John Ford.


En 1946 Lindsay Anderson tenía 23 años y vio en el Odeon de Leicester Square My Darling Clementine (o sea, Pasión de los fuertes). Se sintió conmovido y concernido de una manera tan poderosa e íntima como nunca con ninguna película. Una rara poesía emanaba del filme de John Ford y la poesía resulta indefinible (por definición), pero el joven cinéfilo y futuro cineasta se vio impulsado a definirla: "De esta forma comencé a vislumbrar en qué consiste, después de todo, la esencia del cine: en el lenguaje del estilo". Total que casi volvemos a empezar: qué es el estilo. Uno, a estas alturas, casi se queda con la rara poesía que emana de Pasión de los fuertes. Pero el caso es que aquel día de 1946, la contemplación del filme de Ford convirtió a Lindsay Anderson en un rendido fordiano y representó el germen de sucesivas cartas en su filmografía que acabaron componiendo ese volumen titulado About John Ford que apareció en 1981 y aquí -Sobre John Ford- veinte años después. Me hubiera gustado acordarme de todo esto hace unas semanas ante la fachada del Odeon de Leicester Square, pero es lo que tiene llevar una cámara con uno: registrar, con frecuencia, estorba el recordar.

John Ford

Tras la 2ª guerra mundial, John Ford ahondó su visión pesimista y sombría sobre el mundo, y sus películas cobraron un aliento elegíaco donde ya casi no quedaba margen para la esperanza, hasta el punto en que se convirtió definitivamente en el poeta de los orígenes, de los vínculos primordiales y de las comunidades fundacionales. En definitiva, John Ford se entregó a cantar lo que se perdía, lo que se había perdido, y alguna vez a imaginar en un cuento cómo sería volver a casa, enamorarse y redimir la culpa cultivando rosas. Pero la única película que deseaba hacer con toda su alma desde hacía diez años, El hombre tranquilo, ningún estudio la quería producir, así que tuvo que esperar. Una razón más, por si le faltara alguna, para detestar el regreso al sistema de los estudios. Así que constituyó con Merian C. Cooper -el de King Kong- el 2 de enero de 1946 una reestructurada (y reactivada) productora, la Argosy, y, mientras encontraban una ventana financiera producir sus propios proyectos, barajó con Darryl Zanuck una nueva película con la Fox.

John Ford en Monument Valley

Cuando Ford no estaba rodando o navegando a bordo del Araner, se metía en la cama. Su cama era su despacho, su biblioteca, su sala de estar, donde recibir a los amigos, beber y fumar. Pero donde realmente se sentía vivo era rodando películas en Monument Valley, en el territorio de sus amigos navajos, y cada día, tras muchas horas de intenso trabajo, en torno a un fuego de campaña y bajo las estrellas, en medio del desierto, cantar, bailar, jugar a las cartas y contar historias. Monument Valley era el reino de Ford. Y en 1946, después de siete años, volvió allí para rodar el remake de un filme de Allan Dwan -Frontier Marshall- contemporáneo de La diligencia sobre el legendario duelo del OK Corral: My Darling Clementine.


El guión de My Darling Clementine lo firmaron Winston Miller -el guionista principal- y el productor Samuel G. Engel, uno de los miembros de la Field Photo, la compañía con la que Ford rodó sus documentales sobre la 2ª guerra mundial. Engel luchó por colarse en los créditos como guionista -reescribió unos cuantos cambios menores en el guión durante el rodaje-, porque en una película de John Ford aparecer como productor no significa nada: "Todo el mundo sabe que el productor es él". Parece ser que Darryl Zanuck insistió en que la película terminara con el final que conocemos: la despedida entre Wyatt Earp y Clementine Carter. De todas formas, Ford se encargó de editar el guión cortando mucho diálogo mientras rodaba, acentuando el laconismo del protagonista: le bastaba que un actor diera un paso atrás y una mirada para proyectar más elocuencia que media página de frases. Pero, a qué negarlo, Pasión de los fuertes no es una película memorable gracias a su guión. Es una obra maestra gracias a la dirección de John Ford y a la rara poesía que destila la textura de cada una de sus escenas (y de sus planos japoneses), y a que los directores de fotografía que trabajaban con él -en este caso, Joe MacDonald- sabían que el tuerto veía más con un ojo que la mayoría con dos, y querían ganarse los galones:


¿alguna vez ha resultado más monumental Monument Valley? ¿alguna vez se han contemplado cielos tan distintos, tan irrepetibles, tan bellos?, ¿alguna vez han cobrado visos tan escultóricos las cercas, las columnas de los porches, los cactus?, ¿alguna vez se ha respirado con tal hondura el polvo pero también el aire transparente del desierto?, ¿alguna vez ha resultado más triste la lluvia que cae sobre el cadáver del hermano pequeño de los Earp o cuando Wyatt, solo, se aleja tras haber aceptado el cargo de sheriff de Tombstone?... Pasión de los fuertes se rodó entre abril y junio de 1946 en un Tombstone levantado por James Basevi y Lyle Wheeler junto a Monument Valley.


Después de haberla visto tantas veces, a quién le importa el duelo del OK Corral. Y eso que resulta admirable su concepción, esas vastas extensiones de cielo conjugadas con el silencio y el polvo, y la música del viento, los caballos, los pasos, los disparos... Hay que agradecerle a Zanuck que no enturbiara la secuencia con el score. Pero si vemos una y otra vez Pasión de los fuertes no es por la trama que enfrenta a los Earp con los Clanton. Son las formas. las figuras, los movimientos, los que nos conmueven. Dicho de otra forma, son las texturas la trama que nos importa. La peripecia deviene un pretexto para que John Ford despliegue su gama de tonalidades, de colores emocionales, de estados de ánimo para embalsamar la mirada de un mundo que surgiera ante nosotros por primera vez en los confines del mundo (o fuera del mundo), desde la más remota memoria, allí donde el rito trasforma el jardín salvaje en un hogar para una familia de pioneros. Por eso Pasión de los fuertes es una película sobre ceremonias entre paréntesis, los del caos (sin ley) y la violencia (de la ley).


Volvemos a Pasión de los fuertes para contemplar ese paseo matutino de Wyatt (Henry Fonda) y Clementine (Cathy Downs) bajo los porches mientras suena el himno favorito de Ford, Shall We Gather at the River, para verlos bailar Oh, Dem Golden Slippers (que ya Fonda había bailado en El joven Lincoln), para ver a Wyatt balanceándose en la silla mientras apoya alternativamente los pies en la columna (una escena que Ford le sugirió a Fonda durante el rodaje),


para ver cómo lo perfuman en la barbería con aroma de violetas y cómo Clementine aspira el aire fresco y cree percibir la fragancia de las flores del desierto, y Wyatt: "Soy yo... Es el barbero" (otra de las improvisaciones de Ford). O para deleitarnos una vez más con aquel breve diálogo entre el sheriff y el barman: "Mac -pregunta Wyat-, ¿te has enamorado alguna vez?", "No -responde Mac-. Toda mi vida he sido camarero" (sí, en efecto, otra improvisación de Ford). Y cómo no, vemos Pasión de los fuertes para disfrutar del episodio que podríamos titular Shakespeare en Tombstone (que ya traje por esta escuela). Visitas a la barbería, paseo, inauguración de una iglesia, baile, teatro, partidas de póquer, copas, almuerzos y cenas: desvíos, digresiones y derivas que trascienden el universo genérico e incriben la película en la modernidad cinematográfica.


Ceremonias que conjuran la violencia fundadora y la devastación que acecha, basta recordar que el enfrentamiento entre los Clanton y los Earp acaba con aquéllos y con dos de éstos y conviene no olvidar que esta película se rueda cuando aún no ha transcurrido un año desde el final de la 2ª guerra mundial. Y tenemos que darnos con un canto en los dientes si esas digresiones rituales sobrevivieron a la impaciencia (dramática) del guionista (rigorista) que Zanuck llevaba dentro ante el "estilo reposado" de Ford (donde, justamente, la violencia irrumpía como un latigazo, como un espasmo brutal) . Una impaciencia que le llevó a cortar diez minutos de la película: toques de comedia, matices en la composición de los personajes (en particular el de Linda Darnell, qué pena) y engarces sutiles entre escenas. También añadió algunas escenas, como la de Wyatt junto a la tumba de su hermano pequeño. A Ford le dolieron los cortes. Y los días de trabajo en armonía con Zanuck se acabaron.


Y nos duelen a nosotros los cortes porque volvemos a Pasión de los fuertes por razones que no conmovían a Zanuck pero que eran la razón de ser del arte de Ford -mirada atenta, distancia justa, presencia memoriosa-, aunque sólo fuera por recuperar el perfume de los orígenes, por obra de la alquimia (y de la química), una ficción con que cristalizar la memoria de un tiempo perdido en la frontera de un jardín salvaje, donde plantar una casa y aspirar la fragancia de las flores del desierto.

2 comentarios:

  1. escribir un comentario aquí é como estragar o silencio despois dun bo filme ou pisar na neve
    lembrei este post, só era iso, creo que che gustará
    http://theartofmemory.blogspot.com/2009/10/univers-du-western-wagon-master-my.html

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  2. Gracias por tan hermoso texto. Ayer presenté "Pasión de los fuertes" en el cineclub de la Universidad EAFIT ante un auditorio lleno. Tenía razón Lindsay Anderson: si "La diligencia" es prosa, "Pasión de los fuertes" es poesía. Esos cielos nocturnos, esos cielos...
    Saludos desde Medellin, lamento mucho habernos desconectado, pero sigo asistiendo puntualmente a la escuela de los domingos.

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