24/9/09

Palabras, palabras, palabras

William Shakespeare
(o como se llame quien sea)

Resulta ya un lugar común aquello de que, si Shakespeare viviera hoy, sería guionista. Pues no le arrendaría yo la ganancia. Cuántas veces tendría que escuchar aquello de "eso no lo diría tal o cual personaje". Podría darse con un canto en los dientes si escribiera series para la HBO, no me lo imagino escribiendo películas sobre adolescentes hioperhormonados, o hipertrofiadas de efectos especiales. Además, seamos francos, Shakespeare era un gran autor de comedias, pero no era un gran constructor de tramas -dramáticas o trágicas-, ni siquiera inventaba argumentos la mayor parte de las veces, se limitaba a usar historias ya inventadas. Lo suyo era contarlas sobre un escenario descargando el corazón (humano, demasiado humano) a base de palabras. Y, tratándose de palabras, ahí sí que Shakespeare era un maestro. Y aún hoy, decirlas, repetirlas, es como deletrear nuestro adn, desgranar la materia que nos forma, pulsar las entrañas de nuestra intimidad y palpar las pulsiones de nuestros arrebatos. Shakespeare iluminaba el alma con palabras; los anhelos y sus abismos, las pasiones y sus tempestades, los sueños y sus naufragios. Y con las palabras empujaba a ver, porque le hablaba al oído del espectador como si fuera un ojo. Las palabras de Shakespeare tenían poder eidético. Se veían. Se ven. El verso que cierra el soneto XXIII, oír con los ojos es de amor don delicado (la traducción es de Agustín García Calvo), resume a la perfección su poética. Escenario, atrezo, vestuario no era más que un sistema de proyección para las palabras. Palabras con el don de ver. De hacer ver.

En tiempos de Shakespeare para que una sala fuera rentable tenía que atraer a 2000 espectadores diarios durante 200 funciones al año. La competencia era durísima. La mayoría de las compañías representaban cinco o seis obras a la semana. Apenas tenían tiempo libre: lo tenían que emplear en memorizar y ensayar nuevos guiones. Cada obra nueva se representaba tres veces al día, luego quedaba en reserva o se abandonaba. Pocas obras alcanzaban las diez funciones anuales, así que había que producir material nuevo urgentemente. Así que no sorprende el descuido de Shakespeare en muchas de sus obras, sobre todo en los dos últimos actos. Por otro lado, todo indica que lo que le motivaba era representarlas, después se desinteresaba de ellas. Ni siquiera se preocupó de reunir sus obras para editarlas en vida como hizo Ben Jonson. Aunque sí aparecieron en cuarto la mitad de su producción conocida, por ejemplo el Hamlet, cuya función duraría más de cuatro horas y probablemente nunca se representó de forma íntegra, pero los amantes del teatro de Shakespere pudieron leerla en su, digamos, versión extendida.

Los trabajadores eran el público de Shakespeare. Cuesta imaginar cómo hacían para ir al teatro cuando las guerras, la peste, las malas cosechas, la desnutrición y la inflación cuajaron un marco económico depresivo en los últimos años del siglo XVI, al final del periodo isabelino. Pero la documentación existente de las compañías demuestra que la clase trabajadora suspiraban por el goce y el consuelo del teatro, algo muy parecido a lo que sucedió con el cine durante los años treinta del siglo pasado. Cabría tirar del paralelismo y sugerir que también el cine americano tuvo un Shakespeare (de varias cabezas) en directores como Ernst Lubitsch, Leo MacCarey, Frank Capra o Gregory La Cava; y guionistas como Samson Raphaelson, Ben Hecht, Robert Riskin o Morrie Ryskind. Cabría también extraer oportunas reflexiones del hecho de que aquellos trabajadores de los últimos años del siglo XVI escuchaban expresiones y metáforas que nunca se habían pronunciado, que quizá no entendían todo lo que escuchaban -que el mismo Shakespeare experimentaba con un idioma, el inglés, en pleno periodo de formación-, pero que se sentían confortados por el poder mismo del lenguaje como quien recibe la bendición de la divinas palabras. A nadie se le ocurría aquello de ponerse a la altura del público, sino que mediante el poder del espectáculo arrebataban a los espectadores hasta las tablas del escenario. Buena parte del cine y una parte abrumadora de la televisión que se hace tiene que ver con una idea de los gustos del público y con un diagnóstico sobre lo que el público quiere. Pero hubo tiempos en que el público encontraba en el teatro y en el cine aquello que necesitaban: una ficción que producía dolor y placer, no porque la confundieran con la realidad, sino porque nos la recuerda, pero con la plenitud de un sentido y la belleza de un lenguaje.

En su estupendo Shakespeare, Bill Bryson cuenta que el vestuario no era muy realista. En Tito Andrónico, por ejemplo, convivían ropas de época con el más puro estilo Tudor. Pero eso sí, las vísceras no es que fueran realistas, es que eran reales. Tripas de oveja o de cerdo y corazones sangrantes dotaban de verismo a las escenas de asesinato. El realismo escénico era puro gore. Cuenta también cómo en la noche del 2 de diciembre de 1598 la compañía de los Chambelan's Men (la compañía de la que formaba parte Shakespeare) con la ayuda de una docena de currantes trasladaron en secreto al otro lado del Támesis el Theatre -le había caducado la licencia- y volvieron a erigirlo antes de que depuntara el alba del día siguiente. O eso dice la leyenda. A la nueva sala la bautizaron como el Globe, de la que los miembros de la compañía eran copropietarios.


El mito del Globe ha perdurado como un teatro levantado por actores para actores. Una mítica O de madera -según una acotación del Enrique V-, aunque seguramente, tratándose de un teatro de madera de cedro, fuera más bien un polígono. Lo que caracterizaba al Globe, mitología aparte, era un uso exclusivamente teatral, no como otras salas que también obtenían beneficios de peleas de gallos, jaurías y otros espectáculos populares. Sabemos cómo era el Globe gracias a un tal Platter, un joven viajero suizo que asistió a una función del Julio César el 21 de septiembre de 1599. Allí se estrenaron Hamlet, Noche de reyes, Otelo, El rey Lear, Macbeth, Antonio y Cleopatra, Cuento de invierno... Tiene razón Bill Bryson cuando dice que no debe haber en la historia muchos sitios mejores que el Globe. El teatro ardió en 1613 cuando las centellas de una antorcha del escenario alcanzaron el techo de paja. Parece ser que tras el incendio del Globe Shakespeare no volvió a escribir.


En el otoño de 1623, siete años depués de la muerte de Shakespeare, sus amigos íntimos y colegas John Heminges y Henry Condell editaron sus obras completas, la conocida como Primer Folio. Dieciocho de esas obras se imprimían por primera vez (La tempestad, Como gustéis, Medida por medida, Coriolano, entre ellas) y no sería nada extraño que se hubieran perdido para siempre si no fuera por Heminges y Condell. Además, Shakespeare no era el autor más popular de la escena londinense. Francis Beaumont, John Fletcher o Ben Jonson tenían mayor reputación y popularidad. Incluso la edición de las obras completas de Ben Jonson era mucho más cuidada que el Primer Folio.

David Garrick y su mujer,
por Hogarth, 1757

Habrá que esperar a las producciones del actor y empresario David Garrick a partir de 1740 y a la edición de su amigo Samuel Johnson de las obras de Shakespeare en 1765 para la recuperación definitiva y la puesta en valor del autor de Romeo y Julieta. Algo parecido a lo que sucedió, en paralelo, con Cervantes de la mano de ingleses y alemanes.

Samuel Johnson

Samuel Johnson inaugura también la lectura crítica moderna de Shakespeare. Basta leer su Prefacio a Shakespeare, un librito que me recomendó Raúl Dans y que me encantó, además de confirmar una valoración con la que Eligio R Montero, a mediados de los 90, me animó a leer las comedias de Shakespeare cuando era alumno mío en la EIS, bueno hizo algo más, me las trajo fotocopiadas y encuadernadas (aún las consevo). Escribe Samuel Johnson: "En sus escenas cómicas parece crear sin esfuerzo lo que ningún esfuerzo mejoraría. En la tragedia está buscando la mínima oportunidad para lo cómico, mientras que en la comedia parece solazarse (...) Su obra trágica parece fruto de la habilidad; la cómica, del instinto". Tiene toda la razón, en las tragedias podemos ponerle algún pero, sin embargo en las comedias supera cuanto podíamos imaginar. A Shakespeare le debemos, nos recuerda Samuel Johnson, la cristalización de recursos dramatúrgicos como el alivio cómico, la combinación de la comedia con el drama y haber prescindido de las unidades de tiempo y espacio (que torturaban al dramaturgo muy por encima del placer que le deparaban al espectador). A Shakespeare le interesaba únicamente la unidad de acción, o sea aquélla que es consustancial con el desarrollo de la trama. Y las palabras.

Samson Raphaelson

Un día Samson Raphaelson, el guionista de El bazar de las sorpresas (casi nada), evocó así a Lubitsch al que le encantaba trabajar con buenos escritores (no como Hitchcock, por ejemplo, que lo hacía a su pesar): "Si Shakespeare hubiera estado vivo en su época, Lubitsch le habría abrazado con alegría. Y Shakespeare habría sido un poco mejor que él... Lubitsch nunca te rebajaba". Quizá, quizá Shakespeare se hubiera sentido en su salsa con Lubitsch. En todo caso, cabe imaginarlos escribiendo juntos...


Eso sí, seguramente nunca se haya tributado más hermoso homenaje a Shakespeare que en Pasión de los fuertes, con aquel viejo actor ambulante desgranando el monólogo del Hamlet sobre la mesa de un saloon de Tombstone ante la mirada fascinada de Doc Holliday:



Palabras, palabras, palabras.

1 comentario:

  1. (soy Eligio, firmo con el pingüino este porque, a qué engañarnos, es mucho más mono y simpático que yo)

    Me hace mucha ilusión que aún conserves y estimes aquellas fotocopias de las que ya casi ni me acordaba... mucha agua ya ha pasado bajo el puente, que diría el Sam de Casablanca...

    Cómo no voy a estar de acuerdo con este magnífico artículo sobre ese mago de las palabras y lo humano que es Shakespeare. Sólo añadir que leerlo en inglés (no he leido ninguna obra suya entera en inglés, pues es una tarea que me supera, pero sí ciertos diálogos, monólogos y poemas) aún multiplica todo eso. Su dominio de la fonética y de la música de las palabras, supongo que completamente intuitivo pues dominarlo de forma consciente se me antoja sobrehumano, es tal que al leerlas suenan como una melodía que te coloca en el exacto estado emocional que debe acompañar a esa frase o momento de la obra. Resulta extraordinario.

    Menos mal que no era muy bueno con las tramas... semejante perfección habría resultado injusta para el resto de los escritores.

    ResponderEliminar