Antes de fotografíar estos paisajes con su Rolleiflex, Juan Rulfo ya los había inventado en una obra esculpida hasta quedar condensada en 250 páginas que cimentan un mundo inagotable. Lo demás es silencio. Pero en nuestro mundo parece que el silencio resulta insoportable así que durante años, desde 1955 en que públicó Pedro Páramo hasta su muerte en 1986, Juan Rulfo tuvo que justificar que hubiera dejado de escribir. Cómo no apreciar en los sucesivos pliegos de descargo los veneros de su voz inconfundible, esencial e inimitable.
Uno de esos momentos, esencialmente literarios, que contribuirán a la leyenda rulfiana tuvo lugar el 13 de marzo de 1974 durante un encuentro del escritor con los estudiantes de la Universidad Central en Caracas:
"Yo tenía un tío que se llamaba Celerino. Un borracho. Y siempre que íbamos del pueblo a su casa o de su casa al rancho que tenía él, me iba platicando historias. Y no sólo iba a titular los cuentos de El llano en llamas como los Cuentos del tío Celerino, sino que dejé de escribir el día que se murió. Por eso me preguntan mucho por qué no escribo: pues porque se me murió el tío Celerino que era el que me platicaba todo… Pero era muy mentiroso. Todo lo que me dijo eran puras mentiras, y, entonces, naturalmente, lo que escribí eran puras mentiras. Algunas de las cosas que me platicó él fueron precisamente sobre la guerra de los Cristeros, el bandolerismo, la miseria que él había vivido… Pero no era tan pobre el tío Celerino. Él, debido a que era un hombre respetable, según dijo el arzobispo de allá por su rumbo, fue nombrado para confirmar niños, de pueblo en pueblo. Porque ésas eran tierras peligrosas y los sacerdotes tenían miedo de ir por allí. Yo le acompañaba muchas veces al tío Celerino. A cada lugar donde llegábamos había que confirmar a un niño y luego cobraba por confirmarlo. Toda esa historia no la he escrito, pero algún día quizá lo haga. Es interesante cómo nos fuimos rancheando, de pueblo en pueblo, confirmando criaturas, dándoles la bendición de Dios y esas cosas, ¿no? Y él era ateo, además."
La voz de Juan Rulfo ha llegado hasta nosotros gracias a Mª Elena Ascanio que transcribió el encuentro y lo editó en la revista Escritura, Caracas 1976. Cabe agradecerle también a Vila-Matas que lo haya resucitado en su Bartleby y compañía.
Juan Rulfo llegó a contar que en realidad él no había escrito Pedro Páramo, simplemente lo había copiado: "En mayo de 1954 compré un cuaderno escolar y apunté el primer capítulo de una novela que durante años había ido tomando forma en mi cabeza (…). Ignoro todavía de dónde salieron las intuiciones a las que debo Pedro Páramo. Fue como si alguien me lo dictara [¿el tío Celerino?]. De pronto, a media calle, se me ocurría una idea y la anotaba en papelitos verdes y azules".
Por lo visto, el título provisional de Pedro Páramo fue Los murmullos. Y no es de extrañar si pensamos que se trata de una novela preñada de ruidos, voces y rumores. Palabras sueltas de vete a saber quién que van y vienen por el aire, como si el viento mismo fuera el telégrafo de los fantasmas de las tierras calientes de Comala. Así, Juan Rulfo pregonó la existencia de Pedro Páramo como un eco de sombras, voces anónimas, porque le sienta bien a la leyenda de la novela que nadie la haya escrito sino que naciera hablada. Obra también Pedro Páramo de almas perdidas entre Los Encuentros, Los Confines y La Andrómeda, en esa geografía de arena cuajada de espejismos, en esa tierra pasmada olvidada del destino, donde se han muerto hasta los perros y ya no hay quien le ladre al silencio. Donde sólo en el recuerdo de las mujeres sopla un aire oloroso a limones.
María Félix en el rodaje de La Escondida.
Fotografía de Juan Rulfo
Pero para ser una obra hablada, no puede haber novela más escrita. Tan escrita que Juan Rulfo cercenó más de trescientas páginas para dejarla en las ciento veinte de la edición que tengo aquí al lado. Porque, como decía Robert Louis Stevenson (que además de narrador y poeta era un gran crítico y ensayista), sólo existe un arte en la escritura: el de la omisión. La cualidad ambigua, fronteriza y fantasmática es un efecto de la precisión de una prosa decantada hasta los bordes del delirio, una prosa diríase que espectral, que está a punto de desvanecerse, de escurrírsenos como arena entre los dedos. Una escritura que crea un habla que tuviera pasos pero que no dejara huellas, pura tierra ya. Puro símbolo de los más íntimos confines.Juan Villoro se hace eco de una escena mil veces contada por los feligreses de Pedro Páramo, esa escena en que Juan Rulfo despliega las cuartillas que había escrito en desorden sobre una mesa de ping-pong hecha por Juan José Arreola, con una laca china que garantizaba el bote de 17 cm. de la pelota. La leyenda dice que la idea original de Juan Rulfo era escribir una trama lineal y en las discusiones con Arreola decidió cruzar escenas de distintos planos temporales (aunque mejor sería hablar de universos paralelos en un tiempo suspendido). Quién sabe, quizá.
En todo caso, Arreola atinó al definir la visión de Rulfo como la mirada a través de una rendija. Todo parece entrevisto y en cada escena Rulfo nos hace ver a través de una rendija diferente el fragmento de un universo poblado por fantasmas sonámbulos. Pero es tal el poder de la escritura que basta el hilo de una voz envuelta en un favor del aire para atraparnos en la telaraña de un siseo de la lluvia como un murmullo de grillos, en un laberinto cartografiado por los ojos de los exilados del mundo de los vivos, en la promesa arrancada por la madre de Juan Preciado. Y como a las manos de Juan Preciado les costó trabajo zafarse de sus manos muertas, a nosotros nos cuesta desentrañarnos de las lejanías a donde nos ha transportado Susana San Juan.
"Un fantasma recorre la obra entera de Juan Rulfo en forma de viento, polvo, desolación y tristeza", ha escrito Augusto Monterroso quien encontró fuertes resistencias entre conocedores del género fantástico a la hora de incluir en él a Pedro Páramo, tal vez porque en México las cosas son así. Monterroso no pretende llevarles la contraria. "Y bueno cada quien tiene los fantasmas que puede. Los de Rulfo son tan humildes que no tratan de asustarnos sino tan sólo que le ayudemos a encontrar el descanso eterno con una oración. Sobra decir que son fantasmas muy pobres, como el campo en que se mueven, muy católicos y, sobre todo, resignados de antemano a que no les demos ni siquiera eso. En pocas palabras, lo que ocurre con los fantasmas de Rulfo es que son fantasmas de verdad".
Por eso están vivos. Como nosotros, y eso es más asombroso aún tras sumirnos en Pedro Páramo. Y todo por culpa del tío Celerino, un cuaderno escolar y una mesa de ping-pong. Hay que ver.
(Las fotografías sin pie son de Juan Rulfo)
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