4/9/09
La chica de los periódicos
Hace casi treinta años (el 8 de septiembre de 1979) un hombre que paseaba a su perro por la calle General Appert de París descubrió, en un Renault 5 de color blanco, un cuerpo envuelto en una manta. Había reparado en el coche porque olía mal. Era el cuerpo en descomposición de una mujer. La policía encontró una nota escrita en papel de cartas por avión: "Diego, hijo mío, perdóname. No puedo vivir con mis nervios. Sé fuerte. Sabes cuánto te quiero. Mamá". Llevaba varios días muerta, se había suicidado el 30 de agosto a base de barbitúricos. Tenía cuarenta años.
Veinte años antes, esa mujer rodaba una película en París y su nuca se convirtió en un emblema del cine moderno. En esa película decía: "No sé si soy infeliz por no ser libre o si no soy libre por ser infeliz". Había nacido en Marshalltown, en el estado de Iowa, y se llamaba Jean Seberg. Se llama Jean Seberg. Se llamará Jean Seberg.
La vi por primera vez en los "cuadros" de una película perfectamente olvidable si no fuera porque me enamoré de ella. Era 1971, yo tenía quince años y la película era La leyenda de la ciudad sin nombre. Por ver esa película falté al estreno de una obra de "teatro leído" titulada El motín del Cain de Herman Wouk en la que debía interpretar el papel del abogado defensor. Me castigaron durante tres meses a limpiar de malas hierbas la finca que rodeaba el centro de los Maristas de Tuy donde estudiaba (quería ser misionero). Todo por ella. Nunca olvidaré aquella sesión en el cine Yut pero sólo recuerdo a Jean Seberg.
Mientras di clase en la EIS de A Coruña, solía proyectar la escena de la nuca de Jean Seberg en À bout de souffle (1960) bajo el pretexto (eso sí, un buen pretexto) de poner un ejemplo de las rupturas en el lenguaje cinematográfico de Godard (y compañía). En ese caso concreto, el cineasta abolía el tradicional plano/contraplano para mantener en pantalla la nuca de Jean Seberg en primer plano, montando distintas tomas sobre las que escuchamos la voz de Jean Paul Belmondo, mientras conduce un coche a toda velocidad, diciéndole cuánto le (me, nos) gustan sus ojos, su boca, sus rodillas...
Hay pocas historias más desdichadas que la de Jean Seberg, y mira que Hollywood es una mina de historias de autodestrucción (basta leer los dos volúmenes de Hollywood Babilonia, la obra canónica del cineasta underground Kenneth Anger). Una historia de ruido y furia, un delirio de culpa y desesperación, de fragilidad y melancolía, de tristeza y crueldad, de fulgor fugaz y pertinaz sordidez. Nació en una familia burguesa y puritana, y cuando tenía 17 años, Otto Preminger la eligió de entre 18.000 aspirantes para encarnar a Juana de Arco y dos años después volvería a rodar con él Bonjour tristesse (1958) que acaba con un plano de Jean Seberg ante el espejo, llanto y culpa, puro presagio.
Como ese personaje memorable en Lilith (1964) de Robert Rossen.
Y entre ambas fue Patricia Franchini, la chica de los periódicos de À bout de souffle, la actriz que se negó a rodar la escena final tal como la había imaginado Godard: una cosa era traicionar a Michel Poiccard (Jean Paul Belmondo), pero otra muy distinta era robarle después de muerto, por ahí no pasaba. La chica que nos miró a los ojos mientras se pasaba el pulgar por los labios.
Y entonces llegó la caída de veinte años, uno tras otro. Romain Gary, Carlos Fuentes, Clint Eastwood, los Panteras Negras, el terrorista Ilich Ramírez 'Carlos', Nico, Philippe Garrel... formaron parte de su vida, la manipularon o pasaron por ella. El FBI la siguió con tozudez y la acosó con saña. Ricardo Franco la amó, le tributó un homenaje en Lágrimas negras (1998) y murió mientras la rodaba, con ella a flor de piel (de celuloide). Jean Seberg tuvo un hijo con Romain Gary y le murió una hija recién nacida. Drogas, alcohol, locura. Intentó sucidarse tirándose al metro en agosto de 1978, no podía más. Y un año después lo consiguió.
Cinco años depués de la muerte de Jean Seberg, fuimos a París por primera vez. En un Renault 5, azul ultramar. Encontramos su tumba, muy cerca de la de Henri Langlois, en el cementerio de Montparnasse. Tenía flores de plástico sobre la lápida. Las respetamos. Dejamos unas flores silvestres al lado. Flores raras para una mujer que se perdió, justo cuando era puro fulgor en la pantalla. Para la chica de los periódicos que paseaba por los Campos Elíseos con Jean Paul Belmondo, mientras Godard empujaba un contenedor en el que Raoul Coutard, cámara al hombro, encuadraba a la pareja que avanzaba en un travelling de retroceso que sobrevive en tantas retinas. En nuestra memoria en blanco y negro.
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