Si hay algún concepto esquivo, equívoco y movedizo es el de "película documental". Ni siquiera cumple una función descriptiva y, de paso, resulta improductivo. Vale la pena apuntar que hoy día se habla incluso de "documental de animación", ya ni siquiera la captura de la imagen (y el tiempo) de lo preexistente en el mundo (viviente) es condición sine qua non de lo documental. En fin, se trata de un concepto de adscripción rutinaria y propio de una catalogación fílmica caduca. Cada vez que decimos que tal filme es una película documental, a continuación hay que precisar, es un documental pero no un documental como tal o cual sino más bien como éste o aquél. Ya lo decía Godard, toda película de ficción es un documento de un rodaje, y toda película documental es una ficción en la medida en que deviene la producción de una mirada. Otra cosa es lo que documente, pero el cine no puede sino documentar. Confieso una cierta debilidad por aquella definición de John Grierson -el documental como tratamiento creativo de la realidad-,
pero vale tanto para un roto como para un descosido. Además, el filósofo Ricardo Costas seguro que nos sacaría los colores a propósito de eso tan pantanoso que llamamos "la realidad", por más que los franceses hayan preferido en los últimos tiempos "cine de lo real" a documental. En realidad, valga la redundancia, cuanto mejor es una película (documental) menos nos dice de ella el concepto (documental). Pongamos por caso, Innisfree (1990) de José Luís Guerín, El sol del membrillo (1992)de Víctor Erice o Cravan vs. Cravan (2002) de Isaki Lacuesta. Por no hablar de O quarto da Vanda (2002) de Pedro Costa, de Sans soleil (1982) de Chris Marker, o de Of Time and the City (2008) de Terence Davies, que traje por esta escuela. Y lo de documental resulta completamente inoperante ante la obra del cineasta que el propio Grierson consideró el padre del documental cinematográfico y cuya definición nació de una de sus películas, Moana (1926). Obviamente, hablamos de Robert Flaherty, uno de los grandes cineastas de la historia.
Y le hubiera bastado su primera película, Nanook el esquimal (1922), para alcanzar un lugar imperecedero en nuestra memoria, pero además hizo Hombre de Arán (1934), la película más gallega de la historia, eso sí hecha por un tipo que había nacido en Iron Mountain, Michigan, en 1884, rodada en las islas del occidente de Irlanda y producida por la Gaumont. Por lo demás, gallega de pura cepa, de puro finisterre, de puro atlántica. Quizá si Manolo González en su periplo argentino hace veinte años hubiera encontrado Mariñeiros (1936), la película perdida del gran fotógrafo Xosé Suárez, quizá... Quién sabe.
Pero a falta de Mariñeiros, y dejando a salvo Percebeiros (1998) de Paco Cuesta, nos quedamos con Hombre de Arán.
Robert Flaherty escuchó hablar de las islas de Arán (Inis Mór, Inis Oírr e Inis Meáin), frente a la bahía de Galway, a un isleño, emigrante en EEUU, mientras venía en el barco que lo traía a Inglaterra invitado por John Grierson a comienzos de los años 30, como parte de una estrategia destinada a consolidar el movimiento documentalista británico y a garantizarle una resonancia internacional al integrar al autor de Nanook, al padre del documental.
Luego leería Las islas Arán (1907) de John M. Synge, el dramaturgo irlandés que había frecuentado las islas entre 1898 y 1902, y había vivido en Inis Meáin varios meses al año, una experiencia que le inspirarán tres obras de teatro -Jinetes hacia el mar (1904), por ejemplo- y que plasmará en su única obra narrativa, que publicó dos años antes de que muriera a los 38 años.
El cineasta recorrió las islas de Arán por primera vez en noviembre de 1931, visitó la casa de Synge y comprobó personalmente las historias que había escuchado (el aislamiento, la cultura gaélica, la dureza -piedra, mar, viento- y la belleza) y, lo que era más importante, descubrió la pervivencia de una cierta pureza en la relación de los isleños con el mar, un cierto primitivismo en el vínculo esencial del hombre con la naturaleza, en definitiva, las huellas del mundo primordial, el tema que inspiró a Robert Flaherty toda su vida. Fueron justamente los nutrientes de la inspiración del director los que acabaron por quebrar la relación con John Grierson y el movimiento documentalista británico. A Flaherty le movía la capacidad del cine para documentar y revelar la poesía -telúrica- del encuentro desnudo del hombre con los elementos. A Grierson y a los documentalistas británicos de los años 30 les interesaba dar cuenta de las condiciones sociales y económicas en que se desarrollaba la actividad productiva. Los separaba una mirada sobre el mundo: la de Grierson y compañía, sobre el presente; la de Flaherty, sobre el tiempo de los orígenes.
En un manual ya clásico sobre la dirección de documentales, Michael Rabiger asegura que la calidad de un documental es directamente proporcional a la calidad de las relaciones forjadas entre el cineasta y las personas reales que registra su cámara antes del rodaje. Y tiene toda la razón, sólo que ese mismo aserto podría aplicarse con frecuencia al cine de ficción, aunque el término "calidad" signifique algo distinto en cada caso. Y, desde luego, si alguien fundaba sus películas sobre las relaciones personales, sobre los vínculos emocionales entre el director y las presencias que cobraban vida en la pantalla, ése era Robert Flaherty.
El cineasta, su mujer -Frances Flaherty- y un reducido equipo pasaron dos años en las islas de Arán, montaron un laboratorio cinematográfico en un caserón y... esperaron. Y esperaron. Esperaron el tiempo necesario para que la película de Flaherty fuera también la película de los araneses, para que los isleños compartieran la aventura de la filmación, en definitiva, para que Hombre de Aran acabara siendo su película. Así que el cineasta se pasaba mucho tiempo charlando con los isleños, bebiendo con ellos (a Flaherty le gustaba el güisqui, mucho), fumando con ellos (a Flaherty le gustaba fumar, mucho), escuchando sus canciones, sus historias. Frances solía moverse por la isla haciendo fotos de los hombres, las mujeres, los niños, las familias, los trabajos y los días. Robert tomaba notas en su diario y estudiaba con su mujer el material fotográfico hasta componer un listado de escenas y un casting para la familia protagonista alrededor de la que cuajará la estructura de la película.
Pero a Flaherty no le interesaba tanto documentar el presente de los isleños, el contexto socio-económico de las gentes de Arán, sino el alma de los araneses, no lo que eran, sino quiénes eran, ellos y su memoria. Una memoria del encuentro originario del hombre y las fuerzas de la naturaleza, de los araneses con el mar. Así que Flaherty se trajo a las islas a un experto que le enseñara las artes de pesca de sus ancestros y que ellos sólo conocían de oídas. Y la memoria del tiempo perdido volvió a inscribirse en los gestos de los araneses, y aprendieron las artes olvidadas, y se enfrentaron a la pesca del tiburón gigante con cabos y arpones como los abuelos de sus abuelos, a bordo de los curraghs, las frágiles embarcaciones tradicionales con casco de lona y alquitrán. Literalmente, se jugaron la vida por su película.
Hombre de Arán se articula en torno a la lucha del hombre con los elementos. El mar está presente casi en cada plano de la película, con sus olas como montañas estallando contra los acantilados cortados a pico, dejando una estela de rociones, amenazando con despedazar las embarcaciones y arrastrar a los hombres. A modo de preludio, en Hombre de Arán asistimos a la puesta en escena de la dependencia del mar por parte de los isleños desde que nacen: no por azar la primera escena nos muestra al niño capturando un cangrejo y guardándolo en su boina de lana, lo utilizará más adelante como cebo para pescar; no por azar Flaherty nos muestra a la madre y al hijo con la mirada prendida de la marea donde faena el padre;
no por azar, desde las primeras escenas sentimos el poder del mar, el filo en que se decide la vida (y la muerte) de los araneses, basta contemplar la fragilidad de las embarcaciones, el peligro que representa no ya la navegación sino ponerla en tierra (es un decir, en aquellos afilados arrecifes), esa costosa y arriesgada recuperación de los aparejos, la majestad de los elementos y la poquedad de los hombres, como esa familia amenazada por las rompientes, como ese niño que pesca colgado de los acantilados,
como esa lucha titánica que representa cultivar una tierra casi inexistente: triturar los peñascos, recolectar la tierra entre las grietas y abonarla con algas en los bancales de piedra caliza para crear un suelo fértil donde plantar las preciadas patatas.
Casi la mitad del metraje de Hombre de Arán lo ocupa la pesca del tiburón gigante (del que también extraen el aceite para las lámparas), un logro entre los paréntesis de dos fracasos, el último conjugado con el temporal que a punto está de costarle la vida a los pescadores que logran salvarse pero pierden el curragh, cuyo esqueleto se despedaza con los cantiles arrastrado por la marejada ante la mirada afligida de la familia protagonista. Resulta revelador comparar la escena de la pesca del tiburón en Hombre de Arán con la pesca del atún en Stromboli (1949) de Roberto Rossellini. Allí donde Flaherty subraya la lucha, Rossellini enfatiza la espera.
Cabe imaginar a Robert y Frances Flaherty proyectándole a los araneses las escenas recién rodadas y reveladas, comprometiéndolos en la mirada sobre su mundo y en su representación en la pantalla, en la contemplación de la encrucijada esencial -el espectáculo de la lucha por la vida-, en la más primitiva caligrafía de la existencia; cultivando la complicidad de las gentes en las que el cineasta remansaba su mirada. Pocas veces el viento, el mar, el fuego y la tierra alcanzaron una más táctil conjugación poética con los hombres sobre una pantalla, quizá sólo en el desgarro de The Plow that Broke the Plains (1936) y en The River (1937) de Pare Lorentz. Al documentalista inglés Paul Rotha le pareció reaccionario el retorno a lo heroico que promovía Hombre de Arán. Desde luego, no entendió -o no compartió- la calidad de las relaciones que habían cuajado Robert y Frances Flaherty con los isleños.
Porque es de esas relaciones de lo que habla Hombre de Aran, ésa es la otra película que vivimos en la representación cinematográfica que contemplamos en la pantalla. En sus memorias, Frances Flaherty recordó cómo los araneses se habían puesto a disposición de la película y cómo compartían los problemas de la filmación: Robert los había conquistado.
Desde el primer momento, Robert Flaherty dibuja con sus movimientos de cámara cómo el mar se enseñorea de aquellos confines, un reino en el que el hombre apenas está de paso, pero que.mientras tanto, afronta (y asume) el aquel de sobrevivir sabiendo que el mar siempre tiene la última palabra. Ahí radica el tiempo de los orígenes que Flaherty documenta como si acariciara el misterio primordial de la existencia. Desde Nanook, y probablemente como nunca después de Hombre de Arán, Flaherty encontró en las islas al hombre que encarnaba su poética, aquella que remite a los orígenes, al tiempo cifrado en el álgebra de los elementos, al margen de los calendarios. El tema de un cineasta y de un poeta. Pero que sólo pudo plasmarlo quien era también un seductor.
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