29/9/09

El guionista

Cuando los jóvenes de hoy hablan de la comedia clásica, citan en el mejor de los casos a Billy Wilder. Rara vez, casi nunca, a su maestro, al que él consideraba un genio. Casi nadie se acuerda ya de Ernst Lubitsch.

Ernst Lubitsch

Y durante veinte años fue uno de los autores cinematográficos más relevantes. Autor con un control sobre su obra como muy pocos cineastas en los años 20 y 30. Eso sí un autor que siempre necesitó (y disfrutó) de los escritores.


Con Hans Kräly escribió El gato montés (1921), esa película deliciosa con Pola Negri, la hija del jefe de los bandoleros se enamora del jefe de los militares enviados para capturar a su padre, un delirio maravilloso que en su tiempo resultó un fracaso y que contemplada hoy parece un milagro de los dioses lares del cine.

Pola Negri

Lubitsch se llevó a Hans Kräly a Hollywood en 1922. Pero nunca volvió a trabajar con él desde que descubrió que se la pegaba con su mujer. Entonces encontró a Samson Raphaelson, a quien todo el mundo llamaba Rafe menos Lubitsch que lo llamaba Sem.

Samson Raphaelson

Raphaelson nació el 30 de marzo de 1896 en el Lower East Side de Nueva York. Sus abuelos le dieron una educación yiddish clásica y no tenía mayor interés en ser escritor. Creció alimentando una pasión, huir de la pobreza y trabajar lo menos posible; y soñando con haciendas, coches y criados; y con dormir hasta tarde.

Como el cuento le parecía la forma literaria más fácil, tras un breve periodo como reportero de sucesos en The New York Times, empezó a escribir relatos por la noche; por el día trabajaba en una agencia publicitaria. Vivía en un nirvana de mediocridad confesa, dijo Raphelson.

En enero de 1922, Everibody’s Magazine publicó una de sus historias, El día de la expiación. Su secretaria lo convenció para que lo adaptara para el teatro y la obra se estrenó el 14 de septiembre de 1925. Se titulaba El cantor de jazz. Fue un éxito, permaneció en cartel treinta y ocho semanas, y la Warner compró los derechos para el cine.

La obra había germinado a partir de aquel día en que Raphaelson, en sus años de estudiante en la universidad de Illinois, había presenciado, mira por dónde, una actuación de Al Jolson que protagonizaría la versión cinematográfica que pasó a la historia del cine como, es un decir, el primer filme sonoro. Una película que avergonzaba a Raphaelson por más que admirara a Jolson.

Estreno de El cantor de jazz en 1927

Pero tampoco es de extrañar, como recuerda Scott Eyman en su recomendable biografía de Ernest Lubitsch, Risas en el paraíso, a Raphaelson lo avergonzaban la mayoría de las películas. Y eso que los derechos de la película El cantor de jazz le habían devengado cincuenta mil dólares, una suma que el crack del 29 evaporó.

Entonces Samson Raphaelson se vendió a Hollywood. Escribió un par de guiones para la Paramount y cobraba 750 dólares a la semana. Se fue a ver a B. P. Schulberg -el padre de Budd Schulberg, el autor de Por qué corre Sammy, El desencantado y De cine. Memorias de un príncipe de Hollywood, y guionista de La ley del silencio, que murió el 5 de agosto pasado- y le espetó: Si me da un trabajo de 750 dólares no voy a hacer nada bueno. Déme un trabajo de 2.500 dólares, se ahorrará un montón de dinero. En vez de despedirlo, B.P. Schulberg se lo presentó a Lubitsch, el director al que más admiraba Raphaelson.

Conectaron enseguida. Escribieron nueve películas juntos –entre ellas Un ladrón en la alcoba (1932), Ángel (1937), El bazar de las sorpresas (1940), El diablo dijo no (1943)- durante diecisiete años y eso que Lubitsch, uno de los directores más poderosos de la Paramount –y de Hollywood-, era un rácano y Raphaelson tuvo que imponerse –y volver a Broadway- más de una vez para que le pagaran lo que merecía.


Lubitsch y Raphaelson seguían una rutina de trabajo invariable. Escribían en la misma habitación de lunes a viernes, de nueve a doce de la mañana y de dos a seis de la tarde. Entremedias comían, daban un paseo y, a veces, echaban una cabezadita. En realidad, lo de escribir es una manera de hablar, nunca mejor dicho. Los guiones no se escribían sino que se hablaban, una secretaria tomaba nota de todo. Si trabajaban en casa de Lubitsch en vez de en la Paramount, Raphaelson se quedaba a cenar, pero entonces el único tema del que no se podía hablar era del guión.

Fotograma de Un ladrón en la alcoba

Cada guión empezaba siempre de la misma manera. Lubitsch quedaba a comer con Raphaelson y le contaba una historia que había sacado –o eso decía él- de una obra de teatro de algún húngaro –Lubitsch sintió siempre debilidad por Budapest desde su juventud-, pongamos por caso The Honest Zinder de Aladar Laszlo fue la base de Un ladrón en la alcoba; Parfumerie de Nikolaus Laszlo, de El bazar de las sorpresas; o Birthday de Laszlo Bus-Feketé, de El diablo dijo no.

Lubitsch se encargaba de trazar una escena y con Raphaelson trataba de encontrar la mejor solución posible para contarla en la pantalla. La escritura era cosa de Raphaelson. Bueno, en realidad dictaba las escenas improvisando verbalmente y la secretaria apuntaba y mecanografiaba. Luego los dos estudiaban las páginas, ajustaban y pulían, añadían y cortaban, escena por escena. No había reescrituras, ni borradores ni revisiones. Cuando se terminaba el guión, ese guión era el único guión.


De todas las películas que escribieron juntos, siento debilidad (y cada vez más) por El bazar de las sorpresas, quizá el más bello y tierno cuento de navidad que haya visto sobre una pantalla. Lubitsch había caído del pedestal de la Paramount, ya no era el director poderoso que había sido, ya había descubierto cómo el público le había dado la espalda.


Lubitsch entre Margaret Sullavan y James Stewart
durante el rodaje de
El bazar de las sorpresas

El bazar de las sorpresas
es la obra de un hombre que empieza a estar de vuelta, que se vuelve sobre sí mismo y se reconoce en alguien que fue y que estuvo a punto de olvidar. Es de esas obras que requieren haber vivido, haber sido herido, haber conocido el dolor.

Es una película que requieren cicatrices y memoria. Y un velo de tristeza. O sea, el poso de experiencia humana que encontramos bajo toda emoción verdadera.

Samson Raphaelson, en sus últimos años, evocó con nostalgia el respeto y la alegría que al cineasta le inspiraba trabajar con un buen escritor, incluso echaba de menos escribir juntos un guión, porque Lubitsch buscaba a los guionistas, nunca los rebajaba.

Quizá no esté de más recordar que a los guionistas les costó lo suyo que los respetaran, sólo hasta hace muy pocos años consiguieron que su nombre aparezca justo antes del director en los créditos (al principio de la película) o justo después (al final); hablamos del cine americano, claro.

Pero ya con Lubitsch, un guionista nunca era menos que un escritor, era el guionista.

No hay comentarios:

Publicar un comentario