8/9/09
Al sur
Podría evocar aquí algunos de los más bellos comienzos de las películas de mi vida. Pero ninguno es más hermoso que la primera escena de El sur. Parece que fue ayer el estreno de la película de Erice en el cine Fraga de Vigo aquel mes de mayo de 1983. Los créditos en letras blancas sobre negro iban apareciendo y, poco a poco, asistíamos al milagro de la luz: por el borde derecho del encuadre el claror del alba empezaba a iluminar la ventana del cuarto de Estrella. Amanecía en El sur. Amanecía en el cine. Amanecía en nuestros ojos como si de la primera luz del mundo se tratara.
Las palabras más conmovidas (y conmovedoras) que haya escuchado nunca a propósito de esta apertura no las pronunciaron los críticos, los estudiosos, los eruditos. Se las escuché un día inolvidable de finales de agosto de 1986 a los eléctricos que habían participado en la gestación de la escena y hablaban de Erice como si de un director de orquesta se tratara, más aún, como de un demiurgo de cuyas manos brotara la música de la luz y la sombra.
El comienzo de El sur contiene toda la película en una doble dirección: hacia el pasado y hacia el futuro. Y ambos viajes se cifran en el objeto sagrado: el péndulo del padre. Viajes de doble dirección: en el pasado se ancla la promesa del futuro y en el futuro el secreto del pasado. La doble hélice de la identidad de Estrella. El péndulo representa el legado del padre, el hilo de una iniciación y el símbolo de una transmisión. El péndulo señala lo velado, comunica lo visible con lo invisible, conjuga la luz y la sombra. La frontera entre la luz y la sombra que transita la figura del padre en el curso de la película, como en la escena de la primera comunión cuando Estrella va en su busca y lo ve emerger de las sombras de la iglesia. La doble hélice (del adn) de la identidad reclama una (doble) simetría: Estrella recibe el péndulo al principio del filme y deberá trasmitirlo al final, la primera parte de El sur cuenta cómo ese vínculo cifrado en el péndulo se rompió y la segunda parte cuenta cómo Estrella, descubriendo el secreto del sur se reconcilia con su padre. Pero esa segunda parte no existe y la dimensión moral del relato cifrada en tan hermosa secuencia inicial no alcanza el cumplimiento, la iniciación no culmina y la película se ve privada de la simetría trazada en sus primeros compases. Y sin embargo hay tanta belleza y tanta hondura y tanta -perdonad la expresión- productividad fílmica en cada fotograma que ese secreto alcanza su capacidad germinadora en la intimidad de nuestro cine interior de por vida. Y sin embargo...
Esa productividad fílmica nace de las simetrías que Erice establece entre las escenas que permiten (que nos obligan a) relacionar y multiplicar el poder invocador y evocador de las imágenes. Imágenes que nos ven, que nos llaman y que nos llevan tras los pasos del camino iniciático de Estrella. Como esas dos escenas que riman con un pasodoble y muestra con dolorosa elocuencia la herida abierta entre padre e hija: la escena del baile de la primera comunión y la escena del último encuentro en el Gran Hotel.
La propia escena establece una apertura y un cierre que refuerzan el juego de simetrías, la rima de ausencias y presencias, el primor con que Erice engarza la escena de la iglesia y la del banquete a través de ese bellísimo encadenado con la diadema de flores y el velo de Estrella. El plano secuencia que muestra el baile no es un mero ejercicio de virtuosismo técnico, sino la puesta en escena del clímax de la armonía entre padre e hija: no se separan ni un instante y la cámara los envuelve, acariciándolos -aun a riesgo de un levísimo desenfoque-, aislándolos del resto de la familia, unidos por la mirada, por el baile, por la música. En definitiva, por una simetría íntima. De hecho, el cineasta filma el baile de primera comunión como si fuera un baile nupcial. Lo que en el relato de Adelaida García Morales (publicado en 1985) era un sueño -la niña sueña que se casa con su padre-, una fantasía incestuosa, en El sur (Erice partió de una versión anterior del relato) cobra hechuras de fiesta ritual y una dimensión mucho más honda en la medida en que es pura mostración, pura mirada, pura memoria. A partir de esta escena ya nada será igual, y nosotros advertimos cuánto dolor se abisma en las apariencias a través de las correspondencias que se establecen entre la escena del baile y la escena del Gran Hotel.
Casi tenemos la impresión de que estos (casi) diez minutos devienen una pieza casi (casi, repito) completa con su despliegue dramático que contiene, como el comienzo, todo El sur, y como la película misma se articula sobre lo no dicho, sobre lo apenas sugerido, sobre miradas y silencios, sobre los gestos que encierran el peso de la eternidad, sobre ese dedo del padre cuando invoca la memoria de Estrella: "Escucha", dice. Y es una inmensa aflicción lo que atraviesa el pasodoble desde la distancia de lo que un día los abrazó en la música misma. Y es un despeñadero de los afectos. Y es una pérdida. Y la puesta en escena de una separación que cobra todo su sentido en las correspondencias y simetrías con la escena del baile de la primera comunión: también aquí padre e hija están aislados, también suena el pasodoble, también el encuentro resulta especial para ambos. Pero los ecos del pasado hacen más elocuente la quiebra afectiva que los distancia: padre e hija (separados) en plano/contraplano que denota la frontera de las intimidades y, cuando Erice los reúne en el mismo plano, es para mostrar cómo Estrella se aleja de su padre y lo deja allí, "abandonado a su suerte", y son otros los "novios" que bailan En er mundo.
Rimas, correspondencias, engarces y relaciones compositivas que constituyen una caligrafía visual y rítmica que contribuyen a ritualizar el tiempo de la memoria, es decir, a dar forma a la dimensión ontológica del cine: toda imagen cinematográfica es lo que ya ha sido. En ese sentido, nunca valoraremos lo suficiente el grano de la voz over de la Estrella adulta que dota a la narración de la calidez con que rememoramos, con la que evocamos el pasado perdido. Una voz que invoca las imágenes que devanan el ovillo de los recuerdos. Imágenes que dan forma al tiempo con la partitura de la memoria. Esa voz que sutura años al tiempo que la mirada de Erice nos ofrenda una de las elipsis -una herida de tiempo- más bellas de la historia del cine:
Todo un primor de detalles que amojonan una cicatriz: Estrella, la bicicleta, el perro, los árboles, las hojas en la carretera, la leña para el invierno, la pintada en el muro (que aquí apenas se advierte), la puerta. Las marcas del tiempo que fluye, las huellas de la memoria, las trazas de la aflicción.
Alguna vez recordé aquí aquella tarde de principios de julio cuando, en una terraza de un café junto a los jardines de Azcárraga en A Coruña, Víctor Erice nos fue desgranando -plano a plano diez años después- el sur de El sur, El sur que no pudo ser. Como no puedo traeros aquí aquellas palabras ni tengo el poder de transportaros a aquel día memorable, os dejo algo parecido. En algunas partes la imagen y el audio no están sincronizados, pero podéis cerrar los ojos y escuchar la voz de Erice evocando aquella pérdida ya irreparable, quizá invocando los fantasmas de las escenas que no se rodaron, y podréis, al menos, presentir cuánta belleza anidaba el sueño de esa película que ya nunca será. Dejad que la voz de Erice os lleve, hasta las palabras de Stevenson, hasta las islas donde una vez estuvo el Paraíso, al sur de El sur.
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Bien dicho. Es la película más hermosa y redonda que he visto nunca. Siendo, además, sólo un trozo de película... Y no nos olvidemos de la realidad que contiene la historia, de cómo define muchos de los aspectos esenciales de cualquier ser humano sensible. No leí la novela. Leí, en cambio, El silencio de las sirenas y no me gustó, y así nunca me animé luego a leer El sur. Juraría que Erice añadió, en guión y en imágenes, mucho contenido a la historia. Saludos, Daniel.
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