31/10/12

El tamaño de mi lápiz


Cada vez que tengo que impartir unas clases de guión suelo llevar conmigo algún libro a modo de amuleto (casi más que como viático). Cada año que pasa tengo más dudas sobre mi capacidad de iluminar los mojones de una escritura que uno mismo ha de esculpir (casi siempre a tientas). Cada sesión me exige repensar las ideas cardinales sobre un oficio (más esquivo de lo que parece) y replantear su poética (fronteriza) en un medio mutante, donde se han trasformado radicalmente las formas de recepción. Esos jóvenes a los que me dirijo ya no ven las películas, las series (el cine o la televisión) de la misma forma que yo, su relación con la pantalla es hija de un tiempo que (ya) no es el mío, aunque muy probablemente sean cinéfilos tan fervorosos como uno, sólo que su cinefilia (o como quiera llamársele a la fiebre de las ficciones audiovisuales) arde en una caverna digital; en fin, dichosos ellos, porque a uno ya lo han expulsado definitivamente de la casa de las sombras y no puede sino dolerse de la orfandad de los cines donde tantos tanto nos hemos cobijado. O sea, cada vez tengo menos certezas (si alguna conservo) sobre los hilos cardinales con los que enhebrar algo parecido a una guía de perplejos sobre la escritura del guión, por eso (y por aliviar la sensación de impostura) guardo en el bolsillo antes de salir de casa algún librito para el camino. A menudo llevo las Notas sobre el cinematógrafo de Bresson o los Consejos a un escritor de Chéjov. Estos días pasados elegí como amuleto una de esas (inspiradoras) centellas editadas por José J. de Olañeta, Cómo contar un relato de Edith Wharton.


Aquí la vemos en su mesa de trabajo, en 1905, el año que publicó La casa de la alegría, una novela que llevó al cine Terence Davies en una hermosa película.

  
Con esa centella de Edith Whaton que me sirvió de talismán bien pudiera alumbrarse algún que otro ángulo de la cocina (de la escritura) del guión:

Un buen corazón roto proporcionará muchas canciones al poeta, y un considerable número de novelas al novelista. Pero tienen que tener un corazón capaz de romperse.

Tu relato debe tener la forma de una sonda que se clava directamente en el corazón de la experiencia humana.

La resistencia a mirar el tema con suficiente profundidad conduce al indolente hábito de decorar su superficie.

La verdadera economía consiste en extraer del tema cada gota de significado que pueda dar; el verdadero gasto, en dedicar tiempo, meditación y labor paciente al proceso de extracción y representación. Todo es una cuestión de inversión: inversión de tiempo, de paciencia, de estudio, de pensamiento, de dejar que cientos de experiencias dispersas se acumulen y se agrupen en la memoria, hasta que de pronto una de ellas emerge y arroja su fuerte luz sobre el tema que os solicita.

La primera preocupación del autor de cuentos, una vez que ha dominado su tema, es estudiar lo que los músicos llaman el ataque. La regla según la cual la primera página de una novela debería contener el germen del conjunto es aún más aplicable al relato, porque en este último caso la trayectoria es tan breve que el relámpago y el trueno casi coinciden.

El precioso instinto de selección de los incidentes iluminadores es destilado por esa larga paciencia que, si no es el genio, debe ser uno de los elementos en que más confía para comunicarse.

Sugerir el aire ilimitado dentro de un espacio estrecho.

Hay que limitar la propia visión a la capacidad de nuestro lápiz y hacer algo pequeño con exactitud y profundidad en vez de algo grande de manera imprecisa y superficial. De los veinte temas que tientan a  la imaginación, probablemente sólo hay uno que le siente como un guante a la persona limitada que uno resulta ser; y aprender a renunciar a los demás es el primer paso para tratar bien aquel que nos corresponde.

"Conocer el tamaño de mi lápiz": muy bien pudiera pasar por una de las (primeras) Notas sobre el cinematógrafo de Bresson.

27/10/12

Las cosas que hemos visto


Continuemos. Aquel libro de imágenes de la película de mi vida, con los fotogramas que me hacen latir más fuerte el corazón, debería llevar a modo de nota al margen las fotografías de rodaje que prefiero, como ésta de Campanadas a medianoche con Jeanne Moreau y Orson Welles.


Quizá se preparan para rodar esta escena con Dolly pellizcando los mofletes de Falstaff en la taberna de The Boar's Head (La Cabeza de jabalí), el palacio de los placeres del viejo caballero, tramado con la madera de los viejos bosques de un mundo abocado al ocaso.




Pero dejemos a Dolly y a Falstaff con sus arrumacos y retrocedamos al verano de 1964 cuando empiezan a despejarse las incertidumbres sobre la financiación de Campanadas a medianoche, aunque el proyecto nunca tuvo bases firmes ni en lo económico ni en los andamiajes de la producción. Digámoslo ya, la estructura industrial -por llamarle de alguna manera- que sostenía el proyecto -y por la que Emiliano Piedra merece todo nuestro reconocimiento- no podía ser más frágil, y sólo la pasión y el genio -no hay otra manera de llamarlo- de Orson Welles consiguieron dar forma en Campanadas a medianoche a una de las obras más bellas del cineasta. Una película que bien pudo haber sido italiana o yugoslava -el cineasta había rodado El proceso en Zagreb (entre otras localizaciones) y había trabado contactos con vistas a financiar las Campanadas- pero acabó siendo española; en fin, una de esas películas que abonan la tesis de que la historia del cine español no hay quién la entienda. Tenía razón Orson Welles, para hacer cine no hace falta estar loco pero ayuda bastante. Y en el caso de Campanadas a medianoche resultaba imprescindible: sin la locura de Emiliano Piedra atreviéndose a producir una película sin parangón con su experiencia y, en términos de racionalidad, fuera de sus posibilidades; una locura, por otra parte, sobre la que todo el mundo le precavía sobre lo catastrófico de embarcarse en proyecto alguno con Orson Welles.

A la izda., Emiliano Piedra con Orson Welles 
durante el rodaje de Campanadas a medianoche.

Pues bien, desde el primer momento Orson Welles se echó a cuestas Campanadas a medianoche y derrochó en la película toda la energía y la inventiva y el talento -dones todos desmesurados en el cineasta- para transformar la penuria en excelencia y remediar las carencias con imaginación. No exageramos si decimos que preparó las Campanadas con un equipo tan reducido como el de un cortometraje. De Welles irradiaban todas las iniciativas en todos los aspectos de la producción y debía multiplicarse en todos los frentes del proyecto: bocetos de los decorados, páginas de guión, negociaciones con los principales actores que se acomodaban a lo presupuestado aunque ello supusiese rebajar sus cotizaciones (sólo por trabajar con Welles, lo que Orson quisiera), reuniones con el laboratorio para envejecer la película virgen con vistas a conseguir una fotografía con visos de grabado antiguo -bellísimo trabajo de Edmond Richard (con el que ya había colaborado en El proceso)-, idear maquetas para combinar con un escenario real y abaratar costes, diseño del vestuario y evaluación de las posibilidades de reciclaje al menos en parte- del utilizado en el rodaje de El Cid...

Welles durante el rodaje de Campanadas a medianoche.
La niebla es la mejor amiga de un cineasta 
a la hora de enmascarar las carencias.
Y se adueña de ella en cuanto se presenta.

Además de invertir en la producción cuanto le correspondía como guionista, actor y director. Todo por transfigurar el viejo sueño concebido cuando tenía quince años en la película de su vida. Todo por Campanadas a medianoche. Un adjetivo como titánico no tiene nada de hipérbole para calificar el empeño del cineasta en producir esta obra maestra en condiciones tan precarias. Lo contó el propio Emiliano Piedra: "Campanadas a medianoche era él. Orson hacía todo". Así de catastrófico era Welles.



Dibujos de Welles 
para Campanadas a medianoche.

Eso sí, la producción no podía ser sino caótica, pero Welles sabía de sobra que un cineasta es, por encima de todo, aquél que gobierna los accidentes, y el rodaje -que se prolongó entre octubre de 1964 y abril de 1965- devino una guerra de guerrillas contra los desastres, las carencias y limitaciones que había que torear, remediar o aprovechar según el caso. Y en medio de aquellas escaramuzas con las contrariedades, John Gielgud se rendía ante el genio de Welles (tras haberse sentido muy halagado y emocionado cuando le ofreció el papel de Enrique IV): La organización era algo caótica, pero yo estaba perdido en mi admiración por el instinto infalible de Orson para elegir los tiros de cámara, darme ánimos (con una apreciación extremadamente perspicaz del texto de Shakespeare)... Caminaba de aquí para allá sin cansarse y era muy considerado, mandando traer coñac que nos bebíamos arremolinados alrededor de un fogoncillo eléctrico. Yo necesitaba todas aquellas atenciones, ya que estaba desnudo hasta la cintura, vestido tan sólo con un delgado camisón y calzas para protegerme del frío nocturno. Si alguien como el gran John Gielgud se siente "muy halagado y emocionado" por trabajar con Welles y perdido de admiración por Orson está "perdido de admiración", supongo que alguien como el gran Orson Welles no esperaría mejor reconocimiento.

Arriba, John Gielgud como Enrique IV 
contemplado por Welles y Keith Baxter en el rodaje. 
Abajo, en un fotograma de Campanadas a medianoche.

Pero quizá un retrato más justo del cineasta lo encontramos en Preparad la bolsa, el diario del rodaje del Otelo de Welles por su amigo el actor irlandés Michéal Mac Liammóir, que encarnaba a Yago en la película, una joyita de la literatura cinematográfica editada aquí por las Ediciones del imán, la aventura editorial de José Luis Borau; escribe Michéal Mac Liammóir en Mogador el 9 de junio de 1949 a propósito de Orson Welles: Paseando bajo la luna, supe de sus interminables problemas de dinero, vestuario italiano y costes laborales [si caótica resultó la producción de Campanadas, fue un camino de rosas comparada con la de Otelo]. Tal como lo veo, todo está en su contra, pero su valor, como todas sus cosas, imaginación, egoísmo, generosidad, crueldad, paciencia, impaciencia, sensibilidad, descortesía y clarividencia, es magníficamente desmesurado. En este momento su situación es absurda por falta de estabilidad e incluso de posibilidades, pero él acabará venciendo... Sí, creo que Michéal Mac Liammóir conocía muy bien al cineasta, que también lo había barajado para encarnar al Shallow de Campanadas, un papel que finalmente bordó Alan Webb.

Alan Webb/Shallow en compañía de Welles/Falstaff 
en Campanadas a medianoche

Y sí, sólo a alguien tan magníficamente desmesurado como Welles se le ocurriría compaginar el rodaje de Campanadas a medianoche con el de La isla del tesoro.

Welles en un momento del rodaje 
de Campanadas a medianoche.

Se cuentan dos versiones sobre tal propósito desmedido. La que pasa por historia oficial cuenta que Welles se comprometió a rodar (en color) La isla del tesoro a cambio de que pudiera realizar las Campanadas en blanco y negro, tal como quería; así, el proyecto -más comercial- de la adaptación de la novela de Stevenson deviene el peaje de Welles para rodar la película de su vida. La otra versión, menos divulgada, deriva del testimonio de Emiliano Piedra que recogió Juan Cobos (amigo de Welles y uno de sus ayudantes en Campanadas); aseguraba el productor que fue Orson quien insistía en hacer también La isla del tesoro, ya que, por su experiencia, sabía que con un filme de Shakespeare, si cubríamos gastos podíamos considerarnos afortunados y haciendo La isla del tesoro compensaban los riesgos y aun podían conseguir beneficios; Emiliano Piedra evocaba la disposición de Welles como un rasgo de honradez y un signo de la actitud constructiva de un cineasta considerado casi siempre como un genio, sí, pero tan poco profesional como rebelde y voluble.

Welles durante el rodaje de Campanadas a medianoche.

Creo que en un primer momento, con la productora española (Producciones Cinematográficas M. D.) que precedió a Emiliano Piedra en el acuerdo con Welles para producir las Campanadas en mayo de 1964, probablemente el cineasta jugó la baza de La isla del tesoro para dorarles la píldora, pero cuando ese acuerdo naufraga y se compromete Emiliano Piedra (con su empresa Internacional Fims Española) en el proyecto a finales del verano, entonces -por mucho que el cineasta esgrima el balance de costes y beneficios-, y teniendo en cuenta lo apurados que iban (con la fecha de rodaje acercándose y una preparación muy precaria en cuanto vestuario, atrezo y decorados), sólo cabe inferir que en realidad la motivación primordial del empeño en La isla del tesoro era de carácter íntimo: Welles quería rodar la novela de Stevenson, ya la había adaptado para la radio con el Mercury Theater, y le había prestado la voz al narrador y a Long John Silver; La isla del tesoro era uno de sus libros de cabecera. Pero había una razón  más profunda si cabe: Long John Silver es también un Falstaff. La relación del viejo pirata con Jim Hawkins remite a la relación del viejo caballero con el príncipe Hal. Long John Silver le llama hijo mío a Jim y dice que es mi vivo retrato cuando yo era joven y guapo; también Falstaff ve en Hal a un hijo, al que ha educado como un príncipe -en los placeres de la vida y la gloria de la aventura-, para que en el rey que será perviva el mundo caballeresco, el mundo de Falstaff, ese personaje al que Welles definió como la más grande concepción de un buen hombre y también llegó a describirlo como un árbol de Navidad decorado con todos los vicios; por así decir, Long John Silver deviene el lado oscuro de Falstaff, un pirata cínico y sombrío, y quizá el cineasta veía en La isla del tesoro, si no un final felíz de Enrique IV, al menos un final menos triste y desde luego menos doloroso: Jim Hawkins se porta de forma bastante más decente con Long John Silver que el príncipe Hal con el viejo Falstaff. Tiene razón Javier Marías cuando habla de la escena en la que el principe Hal -recién coronado Enrique V- reniega de Falstaff como una de las más tristes y despiadadas de la historia del cine: No te conozco, viejo, no sé quién eres...



He dado la espalda a mi antiguo yo, así que sólo cuando oigas que vuelvo a ser el que he sido acércate a mí y tu serás el que fuiste. Pero Enrique V ya nunca será el príncipe Hal, y Falstaff ya no tiene sitio en el nuevo mundo inaugurado por el nuevo rey que lo aparta de su lado (nótese el uso de ángulos y distancias en el cambio de plano)...









Duele el dolor de Falstaff, pero duele más mientras  finge que no le duele, que no le han partido el corazón. ¡Qué grande Welles!



Sí, quizá Welles -Falstaff y Long John Silver- veía en el díptico de Campanadas a medianoche y La isla el tesoro un autorretrato cabal. Del cineasta. Del hombre. Por eso dispuso el rodaje en paralelo de ambas películas, con algunos actores que interpretarían personajes en una y otra (por ejemplo, Keith Baxter, el príncipe Hal de Campanadas sería el doctor Livesey en La isla; y se le pasó por la cabeza que su hija Beatriz, el paje de Falstaff, encarnara a Jim Hawkins)  y reutilizando el decorado de la taberna-posada, La Cabeza de jabalí en Campanadas a medianoche y El Almirante Benbow en La isla del tesoro.

Beatriz Welles en la la taberna La Cabeza de jabalí
de Campanadas a medianoche.

De hecho, la taberna fue el único decorado que se construyó, y vale la pena contar dónde para comprobar lo difícil que era trabajar con alguien tan poco profesional, rebelde y voluble como Welles. Lo cuenta -Juan Cobos mediante- el propio Emiliano Piedra: Los estudios eran caros y se necesitaban muchas semanas de alquiler. Un día me encontré con un amigo que tenía una nave por Carabanchel, cerca de la vieja plaza de toros. Me dijo que sólo la utilizaba para guardar llantas de coches. Retiramos todo lo que allí había, le alquilé la nave y se la enseñé a Orson. La nave le pareció que tenía las dimensiones suficientes y cuando le dije que aquello nos costaría el diez por ciento de lo que representaría alquilar un estudio de cine, no se lo pensó: "Construye aquí la taberna". Y ajustó sus dibujos a aquel espacio [y mandó construir una maqueta para que no hubiera duda alguna sobre el tipo de decorado que requería]. Ya sabes que él hacía los planos, los figurines, las alzadas de la construcción, los zapatos, los gorros... Era un gran dibujante. Y cuando Welles vio la taberna acabada cogió un escoplo y empezó a envejecerla provocando raspaduras y desconchones. "Y así toda la taberna", dijo. Y despareció. Sobra decir que esa decisión de construir la taberna en aquella nave suponía renunciar no sólo a todos los servicios y comodidades que llevaba aparejadas un estudio (iluminación, sonido, camerinos, salas de maquillaje...), sino también a las garantías técnicas que representaba. Pero no hay incomodidad ni cortapisa que empañe la gracia de ese laberinto entrañable, cálido y acogedor que se despliega en La Cabeza de jabalí, cifra del genio constructor de Welles; el refugio y obrador de Falstaff, el nido de su mundo.
















Y cuántos testimonios menudean sobre la extraordinaria capacidad de Welles para aprovechar cuanto se le presenta de improviso, como la niebla que durante unos minutos cubre el estanque de la Casa de Campo y enmascara su poca gracia y cuanto resultaría impropio en una película de época, o cuando descubre en Lesaka una casa con un entramado de vigas que parecía construido ex professo para Campanadas y se la apropia para la casa de Shallow, y dispone allí una secuencia con una memorable puesta en escena (teatral) que deviene puro cine -puro Welles-, donde cuantos presenciaron el rodaje -de ese (único) plano de casi tres minutos de duración (con la cámara a ras de suelo y un gran angular)- testimoniaron aquella jornada fascinante en que un texto se destilaba en montaje teatral y se transfiguraba en materia fílmica a través de una alquimia con la firma de un cineasta único. Toda una coreografía visual para conjugar la música de las palabras.









Por no hablar de la decisión de rodar la escena de Enrique IV, previa a la batalla, con John Gielgud vestido con ropas escuetas -las armaduras que Welles había mandado fabricar con fibra de vidrio en Italia aún no habían llegado-, convirtiendo un problema de vestuario en una solución no sólo económica sino de puesta en escena, que contribuye a reforzar la imagen de un rey asceta, de quien se ha desprendido de toda pompa y circunstancia.


Y que se corresponde también con el escenario del palacio, el lugar del poder, despojado y severo, sobrio y glacial, en la abadía de San Vicente de Cardona; en la realidad, en estado casi ruinoso. Un mundo de piedra que contrasta con el mundo de madera de la taberna (la materia de los bosques ancestrales), el lugar del placer y de la fiesta, de correrías y francachelas; un mundo que se afirma y un mundo que zozobra. En definitiva, exprime los recursos limitados y aprovecha azares y fatalidades para conjugar los motivos latentes de la trama dramática a través de una trama plástica. Así de catastrófico era Orson Welles.

Welles dirige una escena 
en la abadía de San Vicente de Cardona 
durante el rodaje de Campanadas a medianoche.

Pero fue tal la energía que tuvo que desplegar, tantos los frentes que sostener, tantos los asuntos que solventar que no pudo disponer del más mínimo margen para preparar La isla del tesoro. Apenas pudo esbozar un plan de rodaje y asignó una segunda unidad bajo la dirección de Jesús Franco, que comenzó a rodar el 5 de octubre de 1964 en el puerto de Alicante con un velero que le habían alquilado a Samuel Bronston para convertirlo en la Hispaniola, la goleta de La isla del tesoro. Al día siguiente, Welles empezó a rodar Campanadas a medianoche y no sólo se vio absorbido por ella sino que pronto -a los quince días-  tuvo que suspender el rodaje de La isla del tesoro y destinar la segunda unidad a las Campanadas, cuando comprobó que los requerimientos que había formulado en un memorándum detallado a principios del verano se ignoraban y tampoco había visos de que fueran atendidos en un plazo razonable. Ahí se (nos) acabó La isla del tesoro que iba a dirigir Welles. Fue el precio que tuvo que pagar por rodar la película de su vida.



A veces las fotografías resultan más elocuentes que cuanto pueda decirse a propósito de la capacidad de Welles para cuajar unos planos de poderosa y vibrante dinámica visual con casi nada. Pero si se trata de indagar en la fibra íntima del cineasta la película es la prueba definitiva, ver ese Falstaff e incluso iluminar la filmografía de Welles desde ese personaje que lo trabajaba por dentro; ver con esa luz, pongamos por caso, el Hank Quinlan de Sed de mal o el Mr. Clay de Una historia inmortal.  Welles y Falstaff -como Quinlan o Clay- compartían una irrefrenable vena fabuladora, eran de ésos que, llegado el caso, podían salir de un aprieto con un cuento. Como Falstaff, también Welles se sentía expulsado del paraíso y vivía con la convicción de que ya no había lugar para tipos como él, mavericks incorregibles. Una convicción que se volvió cada vez más honda mientras hacía Campanadas.


Cuando preparaba la película, escribió un tratamiento (una sinopsis detallada) con vistas a convencer a productores potenciales; empezaba así: Esto es una comedia... Pero en el curso del rodaje Campanadas cobró una tonalidad más bien sombría, así es como sentía el material. Hasta en las situaciones más alegres, como esa maravillosa escena en que Falstaff y Hal parodian las relaciones entre el rey y su hijo intercambiando sus papeles en la representación -teatro dentro del teatro (dentro del cine)-; una escena que trasparenta la complicidad que llegaron a cuajar Orson Welles y Keith Baxter, un actor que no quiso apartarse del cineasta en todo el rodaje ((hasta renunció a pasar las navidades de 1964 en casa, tanto le admiraba); una escena, en fin, donde se prefigura el repudio final de Falstaff por un Hal ya Enrique V y por las costuras de la comedia asoma el doloroso filo de la traición. Como apuntaba Welles, casi todas las historias serias son historias de una caída. De un derrumbe. De Falstaff. De un mundo. De una manera de hacer cine.











Las cosas que hemos visto, dice Shallow. Son las primeras palabras que escuchamos en la película. Hemos escuchado las campanadas a medianoche, dice Falstaff. En 1991, Gus van Sant rindió tributo a esa primera escena de Campanadas a medianoche en la primera escena de Mi Idaho privado, otra adaptación del Enrique IV (de Shakespeare, claro), y le hace decir a ese chapero adolescente llamado Scottie: La hostia, la de cosas que hemos visto, ¿que no, Bob?  Había pasado un cuarto de siglo desde que Campanadas se había estrenado en el Festival de Cannes después de un año de montaje y sonorización; a Welles costaba arrancarle las películas de las manos. Campanadas a medianoche puede verse como un memento mori del cineasta.

Orson Welles y Jeanne Moreau 
en el rodaje de Campanadas a medianoche 

Casi no puede verse de otro modo. Y aun lo vivimos como nuestro íntimo memento mori con el cine. También son nuestras Campanadas. Sí, las cosas que hemos visto.


(Las fotografías del rodaje de Campanadas a medianoche son obra de Nicolas Tikhomiroff.)