Beckett, 1976.
(Retrato de Jane Bown.)
Bram van Velde con Beckett
en una exposición del pintor en 1975
Esa lúcida lección de fracaso -con palabras muy parecidas- la aprendí del maestro, que ni por asomo pretendía dar lecciones de nada, es más, siempre se alarmaba si en algún momento advertía la mínima sospecha de sentar cátedra, entonces atajaba el discurso con una ironía para deshacer cualquier atisbo de certeza, pero uno tenía que ser tonto de capirote para no aprender algunas cosas esenciales aunque sólo fuera por ósmosis.
Beckett en la habitación 604
del Hotel Hyde Park de Londres en 1980.
(Retrato de John Minihan.)
Cronin apunta en su biografía de Beckett esa fidelidad al fracaso como hilo cardinal de su escritura, y cabría añadir: casi más una ética que una poética, porque para el autor de Esperando a Godot la forma representa la única exigencia (ética) que subyace en la obra, es en la forma donde el artista puede encontrar una solución de alguna clase. Porque no había otro sentido que otorgar a una existencia sin sentido. Salvo quizá algunas memorias primordiales, ésas con las que Cronin pespunta vida y obra (para disgusto de algunos que detestan escuchar ecos de la biografía en la ficción), como la agonía de la madre de Beckett aquel 25 de agosto de 1950 con la agonía de la madre de Krapp, el escritor-personaje de La última cinta de Krapp, la obra que escribió ocho años después; ambos, autor y escritor-personaje, sentados en el mismo banco, a la orilla del canal, esperando que todo terminase de una vez. Entonces Cronin, en unas líneas que figuran entre mis preferidas de la biografía, remata la costura con vivas puntadas: Obviamente, nunca termina nada y nunca nada acaba por fin; desde luego, no sería ése el caso de Beckett, quien constantemente, en una agonía de recuerdos, volvió a vivir cosas que le causaban tan honda emoción que parecían incluso dar sentido a una existencia sin sentido.
Beckett, 1979.
(Retrato de Richard Avedon.)
Al fin y al cabo la ficción -sus poemas, novelas, obras de teatro, relatos y sus piezas para la radio, la televisión o el cine- no era -¿qué otra cosa podría ser?- sino la forma destilada por la imaginación de esa agonía de la memoria. Una agonía que encontraba su armónico -espero haber dado con la palabra precisa, Esther- en aquella fidelidad al fracaso que contempla el trabajo del artista, la escritura, como expresión de su imposibilidad, como obligación de quien, incapaz de escribir, escribe; de quien hubiera escrito en las puertas del cielo -confesó alguna vez el propio Beckett- lo que se dice que está escrito en las puertas del infierno: renunciad a toda esperanza vosotros que estáis aquí. Quiza nadie como Coetzee haya cifrado la clase de artista que era Beckett, poseído por una visión de la vida sin consuelo ni dignidad ni promesa de gracia, ante la cual nuestro único deber -inexplicable, imposible de lograr, pero un deber de todas maneras- es no mentirnos a nosotros mismos. En ese territorio yermo e inhóspito y sin mapas, la escritura representa para Beckett una reserva de alegría y así, con un humor radical -o sea, que nace de la raíz misma de la (desvalida) condición humana- desnuda la comedia, pongamos por caso en Esperando a Godot, para encontrar el venero cristalino de la risa.
Beckett, 1983.
(Retrato de Marc Trivier.)
Beckett sólo tuvo un coche en su vida, un Citroën 2CV azul. Al volante era un peligro. Sus amigos evitaban por todos los medios montarse con él, pero cuando no les quedaba más remedio sabían que se jugaban la vida y cuando salían del dos caballos sanos y salvos contaban el viaje, por breve que fuera, como una aventura de milagrosa supervivencia. Tanto como le gustaba caminar, en las calles de París ignoraba semáforos y pasos de peatones, y cruzaba cuando le apetecía y donde cuadraba; algún amigo que lo esperaba en un café vio, con el corazón en vilo, como atravesaba tan ausente como campante un bulevar con tráfico intenso.
Siempre temió que los editores se arruinaran con sus libros; sólo de pensar que lo iban a publicar se ponía triste: estaba convencido de que no podían sino perder dinero con él, y les rindió gratitud de por vida. De la edición en bolsillo (por Grove Press) de Esperando a Godot se llegaron a vender con los años más de un millón de ejemplares, pero Beckett consideró siempre que el éxito (mundial) de la pieza -tanto en lo escénico como en lo literario- sólo podía atribuirse a malentendidos elementales. El Nobel en 1969, aparte del incordio que representaba -fotos, entrevistas, publicidad-, lo dejó más bien frío; y sobre los 73.000 dólares que llevaba aparejados sólo se le ocurrió comentar que quien debería haber recibido el Nobel era Joyce, él sí hubiera sabido cómo gastárselo, así que donó una gran parte del dinero, repartiéndolo entre escritores que pudieran merecerlo y necesitarlo, como Djuna Barnes, ya vieja, sola y enferma. En realidad, se sentía muchísimo más cómodo con el fracaso: he respirado hondo su aire vivificante durante toda mi escritura. Pero aun así el montaje de Esperando a Godot en el Odéon de París en 1961 le hizo especial ilusión.
Beckett en los ensayos de Esperando a Godot en 1961.
(Fotografía de Roger-Viollet.)
Como es sabido, el texto de Esperando a Godot se abre con una escueta acotación del escenario: Camino en el campo, con árbol. En cuanto estuvo seguro de que el proyecto era firme, le encargó a Giacometti ese árbol, el elemento primordial del decorado.
Giacometti camino de su estudio.
(Fotografía de Cartier-Bresson.)
Nos pasamos toda la noche -contó Giacometti- intentando que ese árbol de yeso fuese más grande o más pequeño, las ramas más esbeltas. Nunca parecía que estuviera del todo. Cada uno le decía al otro: "Sí, puede ser".
Beckett en los ensayos de Esperando a Godot en 1961
Beckett no le quitó ojo a los ensayos de ese montaje de Godot en el Odéon. Según sus propias palabras estuvo metiendo las narices día tras día. Fue un proceso tan agotador como excitante. Y como había tensiones y desacuerdos entre Roger Blin, el director de la obra, y Jean-Louis Barrault, ambos amigos del autor, tuvo que ser el propio Beckett quien finalmente se hiciera cargo de la dirección del montaje. De hecho, aunque no la firmara, fue su primera mise en scène. Se estrenó como director con el árbol de Giacometti.
Qué delicia de blog. Acabo de leer una entrada sobre C. Marker que me ha parecido exquisita. Enhorabuena, por la profundidad y la continuidad de su apuesta.
ResponderEliminarGracias por esta entrada! Es maravillosa la anécdota del encuentro entre Giacometti y Beckett, artistas de la in-conclusión, ¡cómo podía estar listo el árbol! jejeje.. Gracias.
ResponderEliminarExcelente blog. Ojala podamos acompañarte dignamente. Ayuda a actuar.
ResponderEliminarfantastic
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