30/6/19

Máximo riesgo


Hace unos quince años leí un artículo de María Zambrano en el número 48 de la revista Archivos de la Filmoteca. Se titulaba El realismo del cine italiano, pero en la cubierta rezaba como tema El cine como ensoñación: María Zambrano. El artículo se había publicado originalmente en 1952, en la revista Bohemia de La Habana y, en una versión ligeramente diferente, en el suplemento cultural de Diario 16 en 1990 con el título: El cine como sueño. (Entonces sólo había leído tres libros suyos: Delirio y destino, La confesión, género literario y La tumba de Antígona.)


Leyendo el artículo en Archivos de la Filmoteca descubría uno la cinefilia de María Zambrano. Y justo lo que más me gustaba no era lo que escribía sobre el neorrealismo, sino a propósito del cine como hilandera de sueños...
...la cámara ha soñado por nosotros y para nosotros también; ha visualizado nuestras quimeras, ha dado cuerpo a las fábulas y hasta a los monstruos que escondidos albergaban en nuestro corazón.
El cine expande nuestro caudal de sueños, dejándonos libertad para soñar otros, para dar forma a otras musarañas inéditas, más allá del imaginario onírico que el cine nos depara.
Si todo arte tiene mucho de sueño realizado, el cine por su carácter huidizo, por estar hecho con la materia misma de los sueños, con sombras, por su cotidianidad, alcanza más que ninguno ese carácter de ser el pan, el pan de cada día para la necesidad de ver, de imaginar, de hilar y deshacer ensueños. 
Como ajuar de la vida innumerable...
Ninguna de las fenecidas culturas alcanzó a dejarnos una huella tan múltiple y verídica como la nuestra dejaría con esa Summa de sombras que es el cine. Pero, no es necesario ver al cine en este oficio de difuntos. La vida, por el contrario, es su atracción, la vida múltiple, de mil rostros, sorprendida, analizada en su ritmo, perseguida en sus nimios gestos fugitivos. La vida innumerable. La cámara es un sentido más, un sentido analítico, descubridor de un tiempo nuevo y de nuevas dimensiones. 
Como peto de ánimas...
La esencia del cine es ser documento; documento también de la fantasía, de la figuración, aun de la quimera. Ya que lo “humano” nunca será simplemente un hecho o conjunto de hechos, sino alma. Hechos, sucesos, paisajes; más todo ello imagen, es decir, alma. La imagen es la vida propia del alma. El cine con más ingenuidad e inmediatez que arte alguno, la ofrece fluida, “a imitación de la vida”, vida misma otras veces.
 Como velo de la Verónica...
Arte es creación siempre, mas creación según la pauta de lo encontrado. Sobre el dechado de la realidad que nos rodea, el arte borda sus sombras, diseña el alma y sus misterios últimos, proyecta el enigma que es siempre el hombre, todo hombre.
Como péndulo de zahorí...
Para el cine, el dechado de la realidad es más amplio, más fluyente. La menos abstracta de las artes por su “materia” y la que más por sus medios, como había de ser. Concreción y abstracción se conjugan siempre, compensándose. Si la escultura ha seguido la pauta de los cuerpos y la pintura la de la luz y las sombras; el arte cinematográfico, sigue la pauta de la vida, es “a imitación de la vida”.
Sabía, entonces, de la cinefilia de María Zambrano, pero fue hace nada cuando me enteré de un hilo más íntimo y cardinal con una película primordial en esta escuela.


Hace un par de domingos volvimos a ver El espíritu de la colmena (ninguna novedad, qué os voy a contar, la vemos una vez al año por lo menos) y el domingo pasado leí en el último número de Sofilm una entrevista con José Manuel Mouriño sobre El método de los claros, una película en torno a María Zambrano, donde se abren pasajes entre El espíritu de la colmena y Claros del bosque, el libro de la escritora que reverbera en el título de la película de Mouriño. En la entrevista se menciona también un cruce de cartas entre María Zambrano y Víctor Erice. 


Ese mismo día, la noche de San Juan, fui a dar con una reseña de Regina Sotorrío en Sur con el titular María Zambrano, la cinéfila oculta.


Por lo visto, la pensadora salió conmovida de la proyección de El espíritu de la colmena en Ginebra, probablemente en 1974 (por entonces la escritora -exiliada- vivía cerca, en una casa de La Pièce, en medio del bosque y a la luz del Jura, una luz de cámaras secretas y morada interior, en palabras de Valente que la visitó con frecuencia).


A partir de la película comenzó una intensa correspondencia entre María Zambrano y Víctor Erice, que se desarrolla mientras la escritora escribía a golpe de delirio los textos que, ordenados por Valente, van a componer Claros del bosque, publicado en 1977. (Un libro que llevo leyendo texto a texto, con semanas entre uno y otro, desde hace casi un año, como quien adivina un claro sabiendo que no debe buscarlo, que sólo cabe esperar ese don del bosque.)


La escritora y el cineasta nunca se vieron personalmente.


Al parecer, tampoco se conservan las cartas. Resulta casi superfluo preguntarnos por  su valor: ¿quién puede poner en duda lo precioso de esa correspondencia?  Ángeles está convencida de que aparecerán las cartas. Y quiero creerla. Lo merecen María Zambrano y Víctor Erice. Lo merecen Claros del bosque y El espíritu de la colmena. Y, ya puestos, también nosotros, ¿o no?


Todo lo que mira, pide ser mirado. La mirada engendra: es su máximo riesgo, decía María Zambrano. ¿No cifra ese pensamiento el arriesgado viaje de Ana, cautiva de un peligroso mirar; la experiencia cardinal que depara el irreversible fin de la inocencia y la incurable herida del conocimiento?

23/6/19

Compañeros para toda la vida



...para mí el trabajo es una pasión devoradora.
Yasujiro Ozu.



Me topé por sorpresa con este libro a finales de octubre de 2017. Quiero decir: no contaba con él, ni por asomo (y menos recordando las escuetas anotaciones de sus diarios). Son casi doscientas páginas de textos de Ozu; incluidas, eso sí, un par de entrevistas y una conversación. Una delicia. Y mira que el cineasta asegura que escribir otra cosa que no sean guiones no es para él:
Escribir se me hace muy cuesta arriba. Sobre todo escribir algo para publicarlo. No me gusta. 
Creo que el título, La poética de lo cotidiano, le hubiera resultado un tanto aparatoso al propio Ozu. Bastaría con el subtítulo, Escritos sobre cine, para hacerle justicia al espíritu de los textos, preñados de familiaridad, sencillez y franqueza.
Cuando me divierto rodando una película, luego me gusta, salga como salga.
Unos escritos que muy bien podrían ampararse con la fórmula ya clásica de "Ozu por Ozu". En todo caso, una cuestión menor en un libro bien editado que sólo cabe agradecer.

Yasujiro Ozu.

Me gusta mucho cómo habla de su gente; el tributo que rinde a sus actrices preferidas, las (sublimes) Hideko Takamine y Setsuko Hara, y la consideración por sus guionistas, con mención especial para Kogo Noda con quien escribió sus primeras películas y, sobre todo, las trece últimas donde figuran algunas de las más bellas de la historia del cine.

Yasujiro Ozu y Kogo Noda.

Decía Ozu en un texto publicado en 1952:
A propósito de los compañeros de trabajo, se discute con frecuencia si es bueno o malo trabajar siempre con los mismos: yo no podría encontrarme a gusto con personas con las que no pudiera entenderme de manera espontánea. Suelo escribir los guiones con Kogo Noda: durante un mes o dos meses seguidos vivimos los dos en Chigasaki y, tanto si es por la cantidad de sake que bebemos como por nuestro gusto por los tentempiés o por nuestra tendencia a quedarnos despiertos hasta tarde y luego levantarnos bien entrada la mañana, lo cierto es que somos muy parecidos y estamos compenetrados. Yo no podría trabajar con una persona a quien por la noche enseguida le entra sueño y me deja solo. 
Y unas páginas más adelante:
...he tenido que venir hace tres o cuatro día a Yugawara a preparar mi próxima película. Como de costumbre, estoy con Kogo Noda y nuestra manera de trabajar, los dos juntos, no se basa tanto en partir de una trama definida como de bosquejar alguna idea mientras charlamos de todo un poco. Hablando de esto y de aquello siempre surge algún vago propósito sobre el tema que queremos tratar en la película: qué tipo de existencia lleva el personaje, qué clase de persona es, y así sucesivamente. Después llega alguna idea sobre los acontecimientos o episodios que podemos incluir en la historia. También se concreta algún fragmento de los diálogos entre personajes. Y de ese modo en algún momento toma cuerpo la verdadera trama.
Al final se perfilan los diálogos con todo detalle. Y después, dada la forma que tenemos de trabajar, la que hemos llamado primera versión del guión acaba por convertirse en la definitiva. Naturalmente, nos hacemos más o menos una idea de qué actores queremos que la interpreten, y escribimos teniendo ya presente la personalidad y las características de cada uno.
El reparto de Bakushû (1951) con Ozu y Noda.

 Pero ya en 1935, a propósito del guión y los guionistas, escribía:
Conozco a Kogo Noda. Conozco a Takao Ikeda [con quien escribió once películas en los años 30 y 40].
Si hablamos de personas que saben cuál es el verdadero espíritu del guión, tengo que afirmar que he encontrado compañeros para toda la vida.
En un texto donde repasa su filmografía, al evocar Banshun (1949) celebra el reencuentro con Kogo Noda, después de mucho tiempo, para escribir esta película e insiste en la procurada afinidad :
Cuando guionista y director trabajan juntos, si no se parecen también en el plano constitucional las cosas no funcionan. Si uno se levanta tarde y el otro se va a la cama pronto, no se encuentran. El trabajo conjunto resulta agotador para ambos. Desde este punto de vista, ya se trate de beber o del horario de acostarse y levantarse, con Noda o con Ryôsuke Saitô [colaboraron en una película] estoy en perfecta sintonía. Es algo fundamental para mí.
Cuando hablo de un guión que hemos escrito entre Noda y yo intento naturalmente decir que pensamos entre los dos hasta el mínimo detalle. Y aunque no pongamos en común las escenas (en cuanto a objetos y vestuario), las imágenes que cada uno de nosotros tiene en la cabeza se acomodan perfectamente. Nunca hemos tenido el más mínimo desacuerdo. Nos entendemos hasta a la hora de elegir sufijos como -wa o -yo al final de una frase [Cito la nota del texto: Son sufijos que en la lengua japonesa, especialmente en lengua hablada, permiten suavizar y restar dureza a una expresión o dar un tono de cortesía o familiaridad, incluso indicar el sexo del hablante]. No sé explicarlo, es algo increíble.   
Bien entendido que nunca tuvieron el más mínimo desacuerdo quiere decir que discutieron lo suyo partiendo de ideas distintas hasta llegar a ponerse de acuerdo:
Los dos somos testarudos y difícilmente hacemos concesiones.
Ozu y Noda, a pie de obra.

Cabe suponer que trasnochar, el sake y los tentempiés ayudaban a encontrar un pasaje sin rasguños entre las aristas de la discusión y así llegar a un perfecto acomodo. En fin, lo suyo entre compañeros para toda la vida.

16/6/19

Voces en el callejón


De chaval, digamos de los diez a los quince años, entre el 65 y el 70, raras veces conseguí que me dejaran entrar a una película para mayores. 

Ay, aquéllas con calificación religiosa -uno las comprobaba religiosamente en el tablero de la entrada en la iglesia de San Francisco- que rezaban 4. Gravemente peligrosa.


Como El nadador, de Frank Perry, con guión de Eleanor Perry a partir del magnífico relato de John Cheever. Era verano, un agosto candente, con la Corredera tan desierta como el cine Yut aquel día. Por eso me dejaron entrar. No sabía entonces quién era John Cheever, ni siquiera que aparecía en una escena de la película. Una de esas raras veces que me franquearon la puerta del cine prohibido.

Llegué a detestar mi delatora cara de crío.

En Tui (entonces Tuy) no teníamos un cine con una ventana trasera fácil de abrir y por donde entrar con la película recién empezada, y asomarnos a una pantalla iluminada con el rostro bellísimo de Poppy Smith/Gene Tierney en El embrujo de Shanghái, como cuenta Víctor Erice en Umbral del sueño, el texto que abre la edición de La promesa de Shanghái, el espléndido guión de su malhadada adaptación de El embrujo de Shanghái, de Juan Marsé.

El cine Yut tenía dos puertas en un cul-de-sac, un callejón lateral sin salida; una, la más alejada de la pantalla, por donde salían los espectadores después de las sesiones de los domingos (por la semana se salía por la entrada principal) y otra, donde confinaba el callejón, que daba acceso a detrás de la pantalla (usada mayormente, de pascuas en flores, por las compañías cuando había función de teatro).

Y ahí, adosado a esa puerta, la más próxima a la pantalla, me veo de chaval, a la intemperie, tratando de imaginar la película prohibida a través de la música, los efectos de sonido y los diálogos (había líneas que no conseguía entender, claro, tan apagadas me llegaban, y no digamos cuando llovía), con las únicas pistas del cartel y la media docena de fotocromos -cuadros, para nosotros- demorada y devotamente contemplados en el vestíbulo.

(Poder seguir, mal que bien, aquellos diálogos -prohibidos- es lo único que, ahora, le agradezco al doblaje.)

Cuántas películas me habré montado fantaseando imágenes que cobijaran las voces en el callejón del cine Yut.


Desde entonces anoto líneas de diálogo; como éstas, espigadas de las que apunté estos últimos dos años:

Ya nunca me llevas al cine. (Alice/Karen Steele en The Rise and Fall of Legs Diamond, de Budd Boetticher; guión de Josep Landon.)

Bosque y agua. Hacen música. (Jim/Henry Fonda en Spaw of the North, de Henry Hathaway; guión de Jules Furthman a partir de una historia de Barrett Willoughby.)

Lo que va río abajo no es de nadie. (Bryant/David Carradine, al principio de Río abajo, de José Luís Borau; al final de la película, lo escuchamos en la voz de Engracia/Victoria Abril.)

Trabajo cuando no llueve, cuando no tengo sueño, cuando me aburro de pasear. (Conchita Pérez/Conchita Montenegro en La femme et le pantin, de Jacques de Baroncelli, a partir de la novela de Pierre Louÿs.)

Mátale. ¿No le hiciste nacer? Piénsalo, busca una solución. ¿No eres novelista? (Ivón/Emma Penella en Los peces rojos, de José Antonio Nieves Conde; guión de Carlos Blanco.)

No se imagina lo agobiante que puede ser una familia. (Lucía/Joan Bennett en The Reckless Moment, de Max Ophüls; guión de Henry Garson, Robert Soderberg, Mel Dinelli, Robert E. Kent... a partir de la novela de Elisabeth Sanxay Holding La pared vacía.)

Los viejos deberíamos detener las guerras. (Nathan Brittles/John Wayne en She Wore a Yellow River, de John Ford; guión de Frank S. Nugent, a partir de una historia de James Warner Bellah.)

Lástima que la vida es lo que hacemos, no lo que sentimos. (Helen Colton/Julie London en The Wonderful Country, de Robert Parrish; guión de Robert Ardrey, a partir de una novela de Tom Lea.)

Cuando se es joven, uno se sube al tren que representa lo que cree y sigue a cualquier estrella que pueda poner en marcha ese tren. Cuando estudiaba, el tren era la justicia social y la estrella era Karl Marx. (Samuel Fennan/Robert Flemyng en The Deadly Affair, de Sidney Lumet; guión de Paul Dehn, a partir de la novela de John Le Carré.)

Queríamos cambiar el mundo y el mundo nos ha cambiado a nosotros. (Gianni/Vittorio Gassman en C'eravamo tanto amati, de Ettore Scola; guión de Age, Scarpelli y Scola.)

Para que las cosas cambien hay que volver a mirarlo todo muy despacio. (Claire/Isabelle Huppert en La caméra de Claire, de Hong Sang-soo.)

Cuando uno espera mucho, puede suceder lo que sólo sucede muy raramente. (A portuguesa/Clara Riedenstein en A Portuguesa, de Rita Azevedo Gomes;, con diálogos de Agustina Bessa-Luís a partir de un relato de Ronert Musil.)

Hay que tener la dignidad de reírnos de nuestra infelicidad. (Mita/Shûji Sano en , de Heinosuke Gosho; guión de Gosho, Toshio Yasumi y Takitarô Minakami, autor de la novela de partida.)

Al borde del abismo sólo la risa nos impide saltar. (Joseph/Jean-Pierre Darrousin en La villa, de Robert Guédiguian; guión de Guédiguian y Serge Valletti.)

Soy un anacronismo ambulante. (Peggy Sue/Kathleen Turner en Peggy Sue Got Married, de Francis Coppola; guión de Jerry Leichtling y Arlene Sarner.)

Es una noche perfecta para historias de terror. El aire está lleno de monstruos. (Mary Shelley/Elsa Lanchester en Bride of Frankenstein, de James Whale; guión de William Hurlbut y John L. Balderston, y sin acreditar: Josef Berne, Lawrence G. Blochman, Robert Florey, Philip MacDonald, Tom Reed, R.C. Sherriff, Edmund Pearson y Morton Covan, a partir de la novela de Mary Shelley.)

Donde no hay sombras los monstruos no existen. (Off de Mary Shelley/Lizzi McInnerny en Remando al viento, de Gonzalo Suárez.)

Es curioso. Tú quieres olvidar quién eres y yo quiero descubrir quién soy. (Maizie/Mary Nolan en West of Zanzibar, de Tod Browning; guión de Waldemar Young, Elliott J. Clawson, Chester De Vonde, Kilbourn Gordon y Joseph Farnham.)

¡Follar a mediodía! Hay gente para todo. (Mickey/Machiko Kyô en Akasen chitai -literalmente, El barrio chino; aquí se tituló La calle de la vergüenza- de Kenji Mizoguchi; guión de Masashige Narusawa. a partir de la novela de Yoshiko Shibaki.)

Riega el geranio. (Kitty/Suzanne Pleshette en A Distant Trumpet, de Raoul Walsh; guión de John Twist, Richard Fielder y Albert Beich, a partir de la novela de Paul Horgan.)

Odio admitirlo, pero no entiendo nada de lo que pasa. (Gordon Cole/David Lynch en Twin Peaks, de David Lynch; creada por Lynch y Mark Frost.)

Fotograma de Baby Face, de Alfred E. Green; 
guión de Gene Markey y Kathryn Scola,
a partir de una historia de Darryl F. Zanuck
(acreditado como Mark Canfield). 


(La imagen de las entradas del cine Yut provienen del blog ferruxadas.)

9/6/19

El perejil


Esto va de cocina. ¿De qué iba a ir si no? De la cocina del guión all'italiana. Lo cuenta Ugo Pirro en Celuloide, ese libro espléndido que ya cité más de una vez, entre otras a propósito de Paisá, de Rossellini, o de Ladri di biciclette, de De Sica. En aquellos días inciertos que siguieron a la ocupación en Roma, después del toque de queda, Rossellini dormía con frecuencia en la via Gregoriana, en casa del escenógrafo Gastone Medin, y allí se encontraba con Ivo Perilli, el guionista habitual de Mario Camerini.

A Perilli le encantaba montar artefactos narrativos pillando un personaje de esta novela, otro de ésa y otro más de aquélla, aliñándolos aún con algunos de este drama o de aquella tragedia. Rossellini pasaba horas escuchándolo, sin distraerse pero con un aire distante, cautivado pero disimulando su interés. A menudo, Perilli se perdía en sus recuerdos y no remataba el relato, como quien pierde alguna que otra pieza del rompecabezas.
Singular figura de guionista, amigo de escritores y pintores era como el perejil: en cada guión que se escribía siempre llegaba el momento de recurrir a Ivo Perilli, pero ¡cuidado con hacerle escribir!
Bien, ya os podéis imaginar que es uno de mis héroes. No hacía falta más, aun así mencionaré apenas tres películas -ya legendarias- que firmó. Riso amaro (1948), de Giuseppe De Santis (uno de esos filmes míticos con un guión cocinado all'a italiana con seis guionistas acreditados, entre ellos Perilli, aunque hubo otras manos en el aliño, pongamos por caso Mario Monicelli).


Anna (1951), de Alberto Lattuada (aquí, cinco guionistas acreditados, y Perilli por el medio), con esa escena de Silvana Mangano bailando El negro zumbón, citada con deleite por Nanni Moretti en Caro diario.


Europa'51 (1952), de Rossellini (otros cinco, contando a Perilli).


Podría contaros muchas más cosas sobre la cocina del guión all'italiana (o eso dice Ángeles), pero ¡cuidado con hacerme escribir!

2/6/19

El ángel de la guarda (de Chaplin)


Tenía que contarlo. El miércoles, después de ver The Salvation Hunters (1925), la opera prima de Josef von Sternberg (lo sabéis de sobra, uno de mis cineastas preferidos), di con un texto de Guy Maddin, enlazado a cuenta de los 125 años del nacimiento del cineasta que esculpió siete de las Marlenes que había en la Dietrich. En el primer párrafo se habla de The Sea Gull (1926), una película de Sternberg que Chaplin produjo e hizo desaparecer.

Tal cual, la propició y la destruyó.

John Grierson recordaba -cuenta Maddin- que la película era posiblemente lo más hermoso que haya visto jamás, aunque añadía: tan bella como vacía. (Le contradigo ahora mismo con palabras de Rita Azevedo Gomes: La belleza nunca es gratuita.)  Fue una sorpresa:

¿Cómo no tenía uno ni idea del asunto?

Edna Purviance con Raymond Bloomer 
en The Sea Gull.

Empecé a bucear. Primero en  Diversión en una lavandería china, las memorias de Sternberg (que leí hace más de quince años), y no tardé en encontrar las referencias a The Sea Gull en las págs. 32-33, con los párrafos correspondientes marcados a lápiz en los márgenes y subrayadas las líneas que mencionan la sepultura de la película en los sótanos de Chaplin.
El título eventual de la película era La gaviota, que no tenía nada que ver con la obra de Chéjov. Estaba basada en un relato mío y centrada en la vida de los pescadores de California. Cuando acabó el rodaje, la presenté en una sala con el título A Woman of the Sea (1926). Justo después la película quedó en los sótanos  de Mr. Chaplin y nadie la volvió a ver. (...) A pesar del daño provocado, no he sentido resentimiento hacia Mr. Chaplin y siempre le he tenido afecto...
Al día siguiente encontré -en una libreta de 2007- notas sobre el eclipse de The Sea Gull/ A Woman of the Sea a partir de las memorias citadas y de un texto de Bénard da Costa sobre Anatahan (1953), la última película de Sternberg, la última que rodó con manos libres, su última maravilla (cuatro años después se estrenó Jet Pilot, que en realidad había rodado entre octubre de 1949 y febrero de 1950), también marcado al margen con un lápiz en Os filmes da minha vida/Os meus filmes da vida, que tengo dedicado de puño y letra gracias a nuestro hijo y Adelita, y subrayé donde se lee (traduzco):
Chaplin, por celos, por despecho o por mala baba, decidió suprimir esa obra una vez concluida [Guy Maddin sospecha allí las razones que Bénard da Costa aquí considera evidentes] y, hasta hoy, nadie sabe qué se hizo de ella, jamás distribuida y jamás vista, a no ser por media docena de convidados ilustres que asistieron a una preview en mayo de 1926, en Beverly Hills. Dijeron ellos y dijo Sternberg que era el filme más bello jamás hecho. Si tenían razón, es ahora una cosa imposible de saber.
Desde luego no tiene nada de extraño que lo dijera Sternberg; en palabras (justas) de Bénard da Costa, tenía un ego del tamaño de su talento. Las notas de la libreta recogían otras noticias sobre la The Sea Gull/Woman of the Sea (ya llegaremos a ellas) y acababan con un improperio contra Chaplin que prefiero no citar. A lo que vamos:

¿Cómo pudo borrarse de la memoria algo así después de lecturas, marcas, subrayados, denuestos y anotaciones?

Un olvido inverosímil. Habrá que ventilarlo, claro, pero antes debemos apuntar las razones que movieron a Chaplin para encargarle a Sternberg el único filme que produjo sin protagonizar ni dirigir. Se impone un flashback en torno a The Salvation Hunters.



La película costó cuatro perras. Se habló de ella como de la primera película independiente de Hollywood. Hay quien dice que la hizo Sternberg con sus ahorros y los del actor protagonista George K. Arthur; hay quien asegura que fue sólo el actor quien aportó el dinero. En cualquier caso, director y actor perseguían lo mismo: un sitio en la industria de Hollywood. Por entonces, Sternberg se ganaba la vida como ayudante de dirección y la protagonista, Georgia Hale, como figurante. Para el director la chica no era guapa (no podemos estar más en desacuerdo) pero tenía un melancólico atractivo y seguía sus indicaciones sin discutir, lo que -son palabras de Sternberg- tenía su mérito. Muchos años después, Georgia Hale le dirá al director en una carta que ella fue su primera admiradora.


Sternberg recuerda que la actriz (según le contó, antes de llegar a Hollywood había cantado en un local nocturno de Chicago) cobró lo mismo que ganaba como figurante, o sea, poco; eso sí, cobraba todos los días  y como figurante había trabajado como mucho dos días cada mes. Nadie ganaba más que ella; algunos, menos; Sternberg, que había escrito el guión, se había encargado de la producción y de la dirección artística, la dirigió y la montó, nada, hasta que la película encontró distribución.

Sternberg con Georgia Hale 
en el rodaje de The Salvation Hunters.
DebajoGeorge K. Arthur/el chico, Sternberg, 
Bruce Guerin/el niño y Georgia Hale/la chica.

De la fotografía se ocupó Edward Gheller (también trabajará -sin acreditar- en The Sea Gull con el gran Paul Ivano). El rodaje duró poco más de tres semanas con exteriores en localizaciones de Los Ángeles: el puerto de San Pedro, Chinatown y el valle de San Fernando; para los interiores alquilaron un estudio barato.


Digámoslo ya: The Salvation Hunters es una película preciosa sobre tres almas perdidas (el chico, la chica y el niño), pautada con un humor ingenuo que depara momentos deliciosos.


Aun con ecos de Stroheim y del mismo Chaplin (basta ver el final), cineastas que admiraba, es ya una película puro Sternberg en el uso de los elementos de las localizaciones (la draga en el muelle o la pancarta de una inmobiliaria), del atrezo mínimo de los decorados (el espejo roto donde se contempla Georgia Hale para delinear las cejas con la cabeza chamuscada de una cerilla o las marcas de tiza en una pared) y del movimiento o inmovilidad de los actores para destilar la sensibilidad de los personajes.



Claro que no podemos esperar el virtuosismo en la caligrafía de la luz logrado ya sólo dos años después en Underworld, algo materialmente imposible en su opera prima, realizada con medios poco menos que amateurs, rodando con cámara oculta en las calles de Chinatown o usando una sombra para sustituir a un actor al que no podía seguir pagando. (No tenemos la certeza absoluta, pero el testimonio de John Grierson nos inspira suficiente confianza como para sospechar que ese virtuosismo se había materializado aun antes en la desaparecida The Sea Gull.)


Al parecer fue el protagonista George K. Arthur quien consiguió llevar a los united artists Douglas Fairbanks, Mary Pickford y Charles Chaplin a ver The Salvation Hunters en un cine pequeño de Sunset Boulevard donde Sternberg había convencido al dueño para estrenarla. No sólo les gustó la película, la apadrinaron y distribuyeron. El estreno como filme United Artists se celebró en Nueva York el 1 de febrero de 1925. Pero hubo más (y aquí cerramos el flashback): Chaplin eligió a Georgia Hale para la chica de La quimera de oro que rodó ese mismo año y le encargó a Sternberg una película para Edna Purviance, la protagonista de la cardinal A Woman of Paris (1923) pero una actriz en horas bajas, y le dio carta blanca.

Edna Purviance en A Woman of the Sea.

Ya lo apuntamos: la única vez que Chaplin produce una película que él mismo ni dirige ni interpreta. Imagino que Sternberg se sintió halagado; desde luego, siempre le estuvo agradecido. Cuando vio el material rodado de la película que tenía como título de trabajo The Sea Gull, Chaplin consideró que había que volver a rodar varias escenas para darle un tono más realista. (Hay quien asegura que Chaplin, en realidad, se sentía descontento con la interpretación de Edna Purviance, pero creo más verosímiles y fundadas las discrepancias estilísticas.) Sternberg rueda otra vez esas escenas pero sin la mínima concesión: el material siguió siendo demasiado experimental para resultar comercialmente viable y reflotar la carrera de Edna Purviance. Pero probablemente lo que más le molestó a Chaplin fue que Sternberg organizara por su cuenta un pase de la película, que ahora se titulaba A Woman of the Sea, en mayo de 1926. Y menos mal que hubo ese pase, al menos la vieron unos pocos testigos.

Chaplin sepulta la película en su estudio. Nunca volvió a proyectarse. Los negativos se quemaron el 21 de junio de 1933 ante funcionarios para reducir activos y limitar la presión fiscal. Al parecer sobrevivió una copia en el estudio de Chaplin hasta finales de 1946: quién sabe si existe aún (ojalá). Lo que quedaba de la película -fotografías, material promocional, etc.- en poder de la familia Chaplin se destruyó en 1991. Lo único que sobrevivió de A Woman of the Sea son algunas imágenes que conservó Edna Purviance y luego sus herederos.

No es de extrañar que Sternberg considerara el cine como el reino de los imponderables.

Cuando le conté a Ángeles con un aquel de perplejidad la peripecia de mi desmemoria a propósito de A Woman of the Sea, puso cara de "hay que explicártelo todo". Ella: ¿Aborreciste a Chaplin por destruir la película de Sternberg? Debí poner cara de Conchita Montes en Domingo de carnaval, como de "lo aborrecí pero sólo un poquito nada más". Buena es Ángeles: Lo aborreciste. Luego, risueña, como quien explica algo de primero de psicoanálisis: Tienes a Sternberg en un altar pero a Chaplin también y te dolía odiarlo, así que tu inconsciente escondió la memoria de la destrucción de la película para que pudieras seguir admirándolo sin mácula. Debió verme cara de pánfilo porque le costó reprimir la carcajada. Bueno, la reprimió, pero un poquito nada más.

Hay que ver mi inconsciente: el ángel de la guarda de Chaplin.