30/6/19

Máximo riesgo


Hace unos quince años leí un artículo de María Zambrano en el número 48 de la revista Archivos de la Filmoteca. Se titulaba El realismo del cine italiano, pero en la cubierta rezaba como tema El cine como ensoñación: María Zambrano. El artículo se había publicado originalmente en 1952, en la revista Bohemia de La Habana y, en una versión ligeramente diferente, en el suplemento cultural de Diario 16 en 1990 con el título: El cine como sueño. (Entonces sólo había leído tres libros suyos: Delirio y destino, La confesión, género literario y La tumba de Antígona.)


Leyendo el artículo en Archivos de la Filmoteca descubría uno la cinefilia de María Zambrano. Y justo lo que más me gustaba no era lo que escribía sobre el neorrealismo, sino a propósito del cine como hilandera de sueños...
...la cámara ha soñado por nosotros y para nosotros también; ha visualizado nuestras quimeras, ha dado cuerpo a las fábulas y hasta a los monstruos que escondidos albergaban en nuestro corazón.
El cine expande nuestro caudal de sueños, dejándonos libertad para soñar otros, para dar forma a otras musarañas inéditas, más allá del imaginario onírico que el cine nos depara.
Si todo arte tiene mucho de sueño realizado, el cine por su carácter huidizo, por estar hecho con la materia misma de los sueños, con sombras, por su cotidianidad, alcanza más que ninguno ese carácter de ser el pan, el pan de cada día para la necesidad de ver, de imaginar, de hilar y deshacer ensueños. 
Como ajuar de la vida innumerable...
Ninguna de las fenecidas culturas alcanzó a dejarnos una huella tan múltiple y verídica como la nuestra dejaría con esa Summa de sombras que es el cine. Pero, no es necesario ver al cine en este oficio de difuntos. La vida, por el contrario, es su atracción, la vida múltiple, de mil rostros, sorprendida, analizada en su ritmo, perseguida en sus nimios gestos fugitivos. La vida innumerable. La cámara es un sentido más, un sentido analítico, descubridor de un tiempo nuevo y de nuevas dimensiones. 
Como peto de ánimas...
La esencia del cine es ser documento; documento también de la fantasía, de la figuración, aun de la quimera. Ya que lo “humano” nunca será simplemente un hecho o conjunto de hechos, sino alma. Hechos, sucesos, paisajes; más todo ello imagen, es decir, alma. La imagen es la vida propia del alma. El cine con más ingenuidad e inmediatez que arte alguno, la ofrece fluida, “a imitación de la vida”, vida misma otras veces.
 Como velo de la Verónica...
Arte es creación siempre, mas creación según la pauta de lo encontrado. Sobre el dechado de la realidad que nos rodea, el arte borda sus sombras, diseña el alma y sus misterios últimos, proyecta el enigma que es siempre el hombre, todo hombre.
Como péndulo de zahorí...
Para el cine, el dechado de la realidad es más amplio, más fluyente. La menos abstracta de las artes por su “materia” y la que más por sus medios, como había de ser. Concreción y abstracción se conjugan siempre, compensándose. Si la escultura ha seguido la pauta de los cuerpos y la pintura la de la luz y las sombras; el arte cinematográfico, sigue la pauta de la vida, es “a imitación de la vida”.
Sabía, entonces, de la cinefilia de María Zambrano, pero fue hace nada cuando me enteré de un hilo más íntimo y cardinal con una película primordial en esta escuela.


Hace un par de domingos volvimos a ver El espíritu de la colmena (ninguna novedad, qué os voy a contar, la vemos una vez al año por lo menos) y el domingo pasado leí en el último número de Sofilm una entrevista con José Manuel Mouriño sobre El método de los claros, una película en torno a María Zambrano, donde se abren pasajes entre El espíritu de la colmena y Claros del bosque, el libro de la escritora que reverbera en el título de la película de Mouriño. En la entrevista se menciona también un cruce de cartas entre María Zambrano y Víctor Erice. 


Ese mismo día, la noche de San Juan, fui a dar con una reseña de Regina Sotorrío en Sur con el titular María Zambrano, la cinéfila oculta.


Por lo visto, la pensadora salió conmovida de la proyección de El espíritu de la colmena en Ginebra, probablemente en 1974 (por entonces la escritora -exiliada- vivía cerca, en una casa de La Pièce, en medio del bosque y a la luz del Jura, una luz de cámaras secretas y morada interior, en palabras de Valente que la visitó con frecuencia).


A partir de la película comenzó una intensa correspondencia entre María Zambrano y Víctor Erice, que se desarrolla mientras la escritora escribía a golpe de delirio los textos que, ordenados por Valente, van a componer Claros del bosque, publicado en 1977. (Un libro que llevo leyendo texto a texto, con semanas entre uno y otro, desde hace casi un año, como quien adivina un claro sabiendo que no debe buscarlo, que sólo cabe esperar ese don del bosque.)


La escritora y el cineasta nunca se vieron personalmente.


Al parecer, tampoco se conservan las cartas. Resulta casi superfluo preguntarnos por  su valor: ¿quién puede poner en duda lo precioso de esa correspondencia?  Ángeles está convencida de que aparecerán las cartas. Y quiero creerla. Lo merecen María Zambrano y Víctor Erice. Lo merecen Claros del bosque y El espíritu de la colmena. Y, ya puestos, también nosotros, ¿o no?


Todo lo que mira, pide ser mirado. La mirada engendra: es su máximo riesgo, decía María Zambrano. ¿No cifra ese pensamiento el arriesgado viaje de Ana, cautiva de un peligroso mirar; la experiencia cardinal que depara el irreversible fin de la inocencia y la incurable herida del conocimiento?

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