A los ocho años empecé a ir solo al cine. Hay pocas conquistas tan cardinales: ya podía quedarme cada película para mi solo durante horas sin necesidad de hablar de ella con nadie y, llegado el caso, elegir el momento de palabrearla (viene a ser lo mismo, o casi, paladearla) con alguien. De aquellas primeras películas para mí solo, sobre todo cuando me gustaban mucho, recuerdo salir del cine con el ánimo suspendido entre la alegría y el pesar, entre el encanto y la melancolía, entre la exaltación y la zozobra: aquella maravilla se había acabado, y no podía consolarme un futuro tan remoto como la película del domingo venidero. Como le dijo una vez Rivette a la Duras, me gustaría poner debería seguir continuando al final de todas aquellas películas, como El signo del Zorro (The Mark of Zorro, 1940), de Rouben Mamoulian.
Cuando alguien lleva una máscara, te dice la verdad. Cuando no la lleva puesta, es poco probable.Tampoco es que haga falta aventurarse en jardines hermenéuticos: basta mirar la película.
El signo del Zorro, de todas todas, debería seguir continuando.
Desde que la vi en el Teatro Principal de mi infancia, no quise volver a verla. Hasta hace un par de años (Ángeles tampoco había vuelto a verla desde niña: quién sabe si la vimos en la misma sesión). Volvimos a verla esta semana. Aquel día (estoy casi seguro de que era de invierno pero lo recuerdo de verano) salí enamorado de Linda Darnell, una jovencita de 17 años encarnando a Lolita Quintero; ya la había visto, adulta (bueno, seis años mayor), en la Chihuahua de Pasión de los fuertes unos meses antes, pero lo que se dice enamorarme, me enamoré de ella en El signo del Zorro (Linda Darnell murió a los 41 años en un incendio en su casa mientras veía una película suya en la tele; lo conté aquí, a propósito de Fallen Angel, de Preminger).
La verdad, en el cine me enamoraba perdidamente cada dos por tres, no era un niño como aquél que le pide a su abuelo que se salte las escenas de amor de La princesa prometida. A mí me gustaba (sin saberlo) la estructura canónica del folletín hollywoodense, articulando su trama de aventura y su subtrama amorosa. Y justo en la subtrama amorosa con Lolita Quintero se destila el baile de máscaras, el duelo de identidades entre el Zorro y Diego Vega, el juego de equívocos (tan de comedia) que la puesta en escena de Rouben Mamoulian despliega con maestría en El signo del Zorro, conjugando la iluminación (un admirable trabajo del gran Arthur C. Miller), el fuera de campo, el movimiento y las miradas de los personajes en una coreografía de calculado ocultamiento y velada revelación.
Viene a cuento evocar tres escenas de Lolita Quintero con el Zorro/Diego Vega, tres momentos cardinales de la subtrama amorosa. En la primera, la chica reza en la capilla, implorándole a la Virgen que alguien, a quien pueda amar y respetar, se la lleve de allí y la libre de la reclusión en un convento por rechazar un matrimonio arreglado por sus tíos con Diego Vega, un pisaverde al que no soporta.
Aparece entonces el Zorro enmascarado con el hábito y la capucha de fraile que le va a permitir saber (en confesión) de los secretos temores y anhelos de Lolita, y avivar sus deseos ocultando sus ojos del asedio de la mirada de la chica en la intimidad de la penumbra...
Hasta que ella, harta de que le esquive los ojos, traza con su mirada una panorámica oblicua y descendente que descubre bajo el hábito la punta de la espada y cae en la cuenta de que el fraile es puro disfraz pero, cuando su tía Inés (magnífica Gale Sondergaard) irrumpe en la capilla en su busca alarmada porque el bandolero entró en la casa y amenazó a su tío, Lolita ni lo delata ni experimenta temor alguno, todo lo contrario: su rostro resplandece.
Un segundo momento de la subtrama amorosa acontece durante el festín para celebrar el compromiso entre Lolita y Diego Vega. La chica, aún bajo el efecto del encuentro con el Zorro, no oculta su disgusto ante la perspectiva de un futuro con semejante petimetre. Diego no hace sino reforzar ese sentimiento con sus palabras y maneras. Hasta que son empujados a bailar. El novio pide a los músicos que toquen El sombrero blanco.
Y en el curso del baile Lolita experimenta, a su pesar, primero, y para su asombro, después, una inusitada exaltación. Diego le cae fatal pero disfruta bailando con él (una danza que traduce una vibración del alma).
Y llegamos a la culminación del duelo de máscaras. Con un alado movimiento de grúa nos encaramamos en el balcón del dormitorio de Lolita. Lo recordáis (si no, ya os lo imagináis): es el Zorro quien se ha encaramado y envía una rosa blanca como heraldo a los pies de la chica que se cepilla el pelo ante el espejo, dolida aún por la hiriente decepción que acaba de experimentar en el desenlace del baile.
Ella la recoge y se acerca a la puerta entreabierta, y el Zorro se deja ver, viene a confesarle algo, pero debe ocultarse otra vez porque llega el tío Luis/J. Edward Bromberg a reprocharle a Lolita que haya escapado del hombre con quien la ha prometido. En este momento, estamos en el dormitorio y el Zorro ha quedado en el balcón, fuera de campo. Mientras continúan los reproches del tío Luis, se han acercado a la puerta entreabierta. Se escucha un ruido. Al tío, ya en el umbral, se le pinta la sorpresa en la cara, luego sonríe satisfecho y cómplice, y hace mutis. Ahora la sorprendida es Lolita que no entiende la reacción de su tío, sobre todo cuando entra en el dormitorio, no el Zorro, sino Diego Vega, o sea, cuando aún no sabe que el detestado pisaverde es una máscara de su amado Zorro; es más, está convencida de que Diego fingía ser el Zorro, es un impostor. Tanto es así que, al reparar que aún tiene la rosa en la mano, la tira al suelo con desprecio. Diego le recuerda la conversación en la capilla y ella acaba comprendiendo que el justiciero deba servirse de aquella atildada apariencia.
Deben despedirse con premura porque llaman a la puerta. Es la tía Inés, viene a consolar a la sobrina (en realidad ella no era partidaria de la boda, quiere a Diego como amante) y le brinda su apoyo en caso de que la chica rechace el compromiso. El disgusto inicial de Lolita se torna ahora puro fingimiento, como el agradecimiento que dice sentir por su tío Luis y el deseo de no contrariarlo.
Cuando la chica se queda a solas con su felicidad descubre la rosa en el suelo, y aun se sorprende al verla tirada, como si ese hecho hubiera acontecido en un pasado muy remoto. Lolita la recoge amorosamente, hasta los pétalos que se han desprendido, la prenda del Zorro. Una escena desarrollada en tres actos pautados por las tres estaciones de una rosa en un vaivén de máscaras.
Claro, en su trama de aventura, El signo del Zorro nos procura también sus cabalgadas, sus zetas rayadas a punta de espada o aquella esplendida Z imaginaria firmada por Rouben Mamoulian, que traza el Zorro con su desplazamiento entrando y saliendo del camino a través del bosque, perseguido por los soldados. Y el duelo de espadachines.
Por algo figura como antagonista del Zorro el capitán Esteban Pasquale/Basil Rathbone, que había sido maestro de esgrima en Barcelona, un título que asombraba a Ringo y sus amigos en el capítulo 9 de Caligrafía de los sueños, de Juan Marsé, que jamás habrían imaginado oír el nombre de su ciudad en una película de Hollywood. Como los chavales de la novela, uno también conocía a Basil Rathbone: unos meses antes lo había visto en Robín de los bosques, como el villano Guy de Gisbourne, batirse con Errol Flynn en un soberbio lance (y volvería a verlo otra vez meses después en El capitán Blood blandiendo la espada, una vez más contra Errol Flynn).
Cuenta Richard Cohen en Blandir la espada que Basil Rathbone hacía siempre todas sus escenas de esgrima calzado con botas altas y rígidas para acentuar la línea dramática de su entrada a fondo; el maestro Fred Cavens, que colaboró con Rouben Mamoulian en la coreografía del culminante desafío en El signo del Zorro (con ese final donde Pasquale cae herido de muerte y, al deslizarse con la espalda contra la pared, deja al descubierto la Z que el Zorro había grabado allí unas escenas antes), aseguraba que, a efectos de imagen, Basil Rathbone era el mejor tirador de esgrima del mundo (por lo visto, el gran George Sanders rehuyó el papel de Esteban Pasquale porque detestaba la esgrima y no quería ni oír hablar de la escena del duelo; él sí diría completamente en serio aquello que dice Diego Vega enmascarando al Zorro: Andar por ahí con un alfanje ya no está muy de moda... Es algo que ya no se hace desde la Edad Media).
En la folha de la Cinemateca Portuguesa dedicada a la película, Bénard da Costa destilaba el arte de Rouben Mamoulian en el aquel de coreografiar el baile como un duelo y el duelo como un baile. No se podría definir mejor. El signo del zorro fue la primera película suya que vi, por supuesto sin reparar en el directed by.
Cartel de Gösta Åberg.
Cartel de Eryk Lipinsk.
Tres minutos para toda una vida por obra y gracia de la Garbo dirigida por Mamoulian, un director (uno de aquellos fantasmas de Hollywood que honraron a Buñuel en 1972), quizá ninguneado, con quien felizmente (sin saberlo) me topé por primera vez en El signo del Zorro.
Una de esas gozosas y memorables películas que cobijaron nuestra infancia cuando el cine era la escuela de los domingos.
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