Hubo una vez cuatro tuertos en el cine. ¿O eran cinco? Los tres primeros tuertos -con parche en el ojo- eran (son) gigantes: FORD, LANG, WALSH. ¿Qué os voy a contar? El quinto igual no era tuerto, pero también llevaba parche; claro que, con según cuántas copas encima (o con lo que fuera que se metiera aquel día) cambiaba el parche de ojo, pero, cuidadito, Nicholas Ray es Nicholas Ray y tiene venia, así que podía hacerse el tuerto cuanto quisiera y ponerse el parche donde le petara. El cuarto tuerto era el húngaro André De Toth.
No era un gigante como los tres primeros ni fue tan amado como el quinto, pero era un gran director. Cito apenas seis películas suyas espléndidas -no son las únicas (sí, las que más me gustan)- que avalan con creces el adjetivo: la antinazi None Shall Escape (1944), dos noir -Pitfall (1948) y Crime Wave (1953), un par de westerns (con su aquel noir también) -Ramrod (1947) y Day of the Outlaw (1959)- y su última película, Play Dirty (1969); incluso títulos como Slattery's Hurricane (1949 o Man in the Saddle (1951), sin gustarme tanto, deparan siempre alguna secuencia memorable, ideas fulgurantes de puesta en escena y ambición formal.
De las que más me gustan siento predilección por Day of the Outlaw (a Ángeles también le gusta mucho, volvimos a verla este viernes). Un western de atmósfera tan glacial que hasta los interiores (tan desnudos, tan dreyerianos, diríamos) destilan una intemperie turbia de almas y espacios, donde el hielo amenaza con enlodarse sin remedio con los gritos de unos personajes que se ahogan en el silencio de una naturaleza inclemente. Un poema de amarga desolación. El topónimo de aquel villorrio perdido en aquel paraje helado resulta de lo más elocuente: Bitters.
André De Toth trabajó con un presupuesto muy ajustado pero pudo decidir asuntos cardinales como rodar en blanco y negro, en lo más crudo del invierno, construir el villorrio en las montañas de Oregón (en la película, Bitters es un poblacho perdido de Wyoming) con una precisa orientación geográfica en su trazado (de hecho tuvieron que construirlo dos veces: la primera vez no respetaron las indicaciones del cineasta) y elegir a un magnífico director de fotografía como Russell Harlan (no habían vuelto a colaborar desde Ramrod). No olvidemos el gran trabajo (por sustracción) del director artístico Jack Poplin.
El reparto se quejó lo suyo por tener que rodar en tan duras condiciones meteorológicas. La verdad, debía hacer un frío que pelaba: atraviesa la pantalla y lo experimentamos al ver la película. Pero las quejas desaparecieron en cuanto André De Toth se presentó una mañana desnudo de cintura para arriba y empezó de esa guisa una nueva jornada de rodaje (imagino que la treta funcionó porque el reparto lo formaban mayormente hombres, muy sensibles a esas demostraciones masculinas). Quien no se quejó, sino que se lo pasó de lo lindo, fue Russell Harlan, encantado de rodar en exteriores. Se palpa la alianza del cineasta con su director de fotografía en esa panorámica de 360º (una figura tan cara a De Toth) que destila toda la desolación del lugar justo cuando más lacerante nos resulta.
El primer movimiento de Day of the Outlaw se correspondería con el tercer acto de un western centrado en la lucha ganaderos/granjeros donde estaría a punto de estallar el enfrentamiento entre el ganadero Blaise Starret/Robert Ryan y el granjero Hal Crane/Alan Marshal que viene a Bitters a recoger el alambre de espino para cercar sus tierras, un conflicto anudado también por el triángulo con Helen Crane/Tina Louise, en un tiempo amante de aquél y ahora esposa de éste.
Pero el enfrentamiento definitivo que preludia ese soberbio travelling siguiendo una botella de güisqui vacía que rueda por el mostrador, como cuenta atrás de una violencia a punto de estallar, se quiebra y suspende cuando irrumpe Jack Bruhn/Burl Ives al frente de su banda de forajidos, un giro que lanza la película en una dirección inesperada, cargada con una tensión y urgencia crecientes que compromete a todos los avecinados en el villorrio por el tiempo que los forajidos, perseguidos por el ejército después de atracar el convoy con la paga de los soldados, los tengan secuestrados; la banda hace un alto obligado en Bitters: Jack Bruhn tiene una bala profunda en el pecho, que le sacará el barbero, y necesita recuperarse.
La irrupción de los forajidos desplaza el eje de los antagonismos, preñados de matices y complejidad; el principal, encarnado por el jefe de la banda y Blaise Starret, sin olvidar el de Bruhn con los más insolentes y peligrosos de sus hombres, durante todo un segundo movimiento de la trama preñada de un atmósfera claustrofóbica, gravitando en torno a la espera (dilatada hasta lo angustioso en la secuencia del baile con una obsesiva y amenazante panorámica circular), y así en una gradación sostenida hasta su culminación.
Y qué culminación esa extraordinaria secuencia final con la banda, guiada (es un decir) por Blaise Starret, en una huida a ninguna parte, adentrándose en las montañas, donde el tiempo se dilata, con los hombres a caballo enterrándose en la nieve, helándose animales y hombres (ese forajido que ya no puede disparar a Blaise Starret porque se le han congelado los dedos), prisioneros del silencio blanco, en palabras de André De Toth. Pocas veces el cine nos ha deparado un sufrimiento tan vívido destilado por un dolor helado.
En esa última secuencia, Day of the Outlaw deriva hacia lo fantasmagórico (y hasta lo metafísico) y pudiera muy bien verse entonces como el ritual funerario de un género (con Track of the Cat, de Wellman, en la memoria), un western extraño, terminal, tan olvidado (quizá) como hermoso, que le debemos a la mirada ardiente del cuarto tuerto.
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