30/11/11

Dos mil noches después del Hotel Aurora



Continuemos. Si convenimos en clasificar Johnny Guitar como un western, hay que admitir que se trata de un western la mar de raro. Resultado de una colisión de furias, como Vienna y Emma, se resuelve con tiros contados en un estallido plástico -el vestido de encaje de un blanco radiante de Vienna sobre el rojo granítico de la pared del saloon en el que irrumpen Emma y compañía recién llegados de un funeral con el blanco y negro del luto, o el rojo sobre rojo (tan del gusto de Ray) del fotograma que sirve de umbral a esta entrada o el pañuelo escarlata sobre la camisa amarilla de aquélla en la escena final-, conjugado con un desafío verbal desbordante donde se disparan réplicas memorables, en lugar de balas, con miradas asesinas.


Se traspasan los marcos del género y se revientan las costuras de las convenciones como nunca a las alturas de 1954, como casi nunca a nuestras alturas. Cómo va a extrañarnos que Truffaut definiera la película como La  Bella y la Bestia del Oeste. Un western de cámara que transfigura las limitaciones del efímero sistema Trucolor de la Republic y explora los límites de la temperatura de color para ofrendarnos un estallido plástico inusitado digno de un montaje operístico de algún Shakespeare de Verdi; la audacia de semejante barroquismo exacerbado se calibra mejor si pensamos que se trataba de la primera película en color de Nicholas Ray, que había dirigido películas en un blanco y negro tan hermoso como Los amantes de la noche -con fotografía de Georges E. Diskant-, En un lugar solitario -con fotografía de Burnett Guffey-, La casa de las sombras -otra vez con George E. Diskant-


o The Lusty Men -con fotografía de Lee Garmes-,


y se explica -hasta donde es explicable lo insólito- si caemos en la cuenta de que el director de fotografía Harry Stradling, además de iluminar un noir como Cara de ángel de Preminger, le había sacado los colores a un musical como El pirata de Minnelli. El delirio visual más allá de cualquier límite de Johnny Guitar denota el arrebato romántico más allá de cualquier tiempo; allí todo pasa por las miradas y deviene música para los ojos del espectador, algo que se corresponde con la concepción del cine de Nicholas Ray: La cámara es un microscopio que detecta la melodía del mirar; milagrosamente, los excesos -pero también los límites- cobran visos poéticos, latidos líricos, ecos crepusculares, vibraciones trágicas y resonancias oníricas. Un western soñado y un ensueño de la memoria. Quizá por eso quiso Godard que, en Pierrot le fou, Ferdinand (Jean-Paul Belmondo) llevara a su hijita a ver Johnny Guitar, para que aprenda algo que valga la pena -algo que sólo el cine (de Ray) puede enseñarle-, que es una forma de convertir la película en un poema pedagógico.


Y, en fin, si semejante western ha devenido un clásico, hemos de convenir que pocos clásicos menos clásicos que Johnny Guitar. Lo propio, en definitiva, de un cineasta que tenía por divisa soy un extraño aquí, que bajo la forma de réplica pone en labios del protagonista del más extraño de los westerns.

¿A quién si no a Ray se le iba a ocurrir la idea 
de poner a un tipo, apostado para vigilar la llegada 
de sus persiguidores, leyendo un libro?  

Johnny Guitar es un pistolero que sólo quiere destinar sus manos a tocar la guitarra, es decir, un hombre que debe refrenar sus impulsos violentos, como el Dixon Steele de En un lugar solitario; un hombre cansado que llega al saloon de Vienna en busca de un pasado perdido como el Jeff McCloud de The Lusty Men. Sobra decir que Johnny Guitar es un héroe arquetípico del cine de Nicholas Ray, y no aventuramos demasiado si añadimos que, como aquéllos, una versión del propio cineasta. El saloon de Vienna se convierte en el centro neurálgico de la película que se va cargando de electricidad a través del ultimátum de Emma a la propietaria y de la historia de amor de Vienna y Johnny Guitar, que vivieron hace cinco años -el tiempo que llevan si verse- y renace de las cenizas del pasado. En los primeros tres cuartos de hora de Johnny Guitar se arrima la yesca a la madera hasta que el incendio resulta inevitable en el tramo final de la historia.


Desde el minuto 4 en que Johnny Guitar llega al saloon de Vienna envuelto en una premonitoria tormenta de arena, y durante casi media hora, se reunirán allí hasta casi treinta personajes; que tal energía acumulada y polarizada por dos furias como Emma y Vienna no se atropelle ni estalle en ese primer acto da una idea del virtuosismo de la puesta en escena -verdadera caligrafía de las emociones- de Nicholas Ray. A propósito de esa secuencia, Ángel Fernández-Santos evocó la experiencia del cineasta en el Group Theater con Elia Kazan durante los años treinta: "Sólo es imaginable en un explorador exquisito de las complejas cadencias teatrales la concepción de esta portentosa y complejísima escena de Johnny Guitar, que lleva dentro una indagación hasta el límite de las capacidades formales del cine para asumir la esencia de un ritual trágico".



Aquellas furias se alimentaban también detrás de las cámaras. Y la película se nutre de esa savia. Cuentan que Joan Crawford (Vienna) arrastró por el polvo y tiró en medio de una carretera el vestuario de Mercedes McCambridge (Emma) después de que el equipo aplaudiese la interpretación del alegato de Emma alentando a sus hombres para que consumen el linchamiento de Vienna. Cuentan también que Nicholas Ray vomitaba por las mañanas de camino al rodaje: la química del odio entre las furias funcionaba, pero costaba lo suyo embridarla en formas fílmicas.


Recuerdo la primera vez que vi Johnny Guitar, cuánto me chocó aquel saloon, con el mostrador sobre barricas con flejes dorados, la lámpara suntuosa, la pared de roja roca viva, las mesas y uniforme de la propietaria y los empleados con verdes y negros a juego, la escalera que conducía al reducto íntimo de Vienna... Un abrigo para quienes sólo pueden vivir de noche, fantasmas errantes en la frontera de un tiempo perdido. Sólo me viene a la memoria un lugar comparable, el Chuck-a-Luck regentado por Altar Keane, la Marlene Dietrich de Rancho Notorius (1952) -titulado aquí Encubridora- de Fritz Lang. Y recuerdo también cuánto me cautivó sobre todo la cascada que ocultaba el camino que llevaba hasta el refugio donde se desata el duelo final.


Pero hubo dos momentos que se me quedaron grabados. Uno de ellos acontecía en esa secuencia superpoblada a la que me referí antes. Cuando llegan al saloon Dancing Kid -los nombres de los personajes se las traen- y su banda, y se encuentran con Emma y su gente que ya los han declarado culpables del asesinato de su hermano; la tensión parece haber coagulado el aire en un silencio tan espeso que sólo se escucha cómo gira un vaso vacío sobre el mostrador.




Y cuando el vaso está a punto de caer, aparece una mano...


...que mediante un elegante y preciso gesto...


...recoge el vaso en el aire...


...y lo deja otra vez sobre el mostrador.


Es Johnny Guitar (Sterling Hayden), un hombre tranquilo que, como quien no quiere la cosa, les espeta un discursito a propósito de los deseos y debilidades humanas que abrocha con el aquel de lo único que de verdad necesita un hombre es un cigarro y una taza de café, y por lo visto es lo que quiere hacer en medio de semejante situación explosiva: sólo quiere tomarse su café y fumarse un cigarro en paz.


Y a Tom (John Carradine) le gusta escuchar esas palabras. Claro que Johnny Guitar no es Johnny Guitar sino Johnny Logan, pero le gustaría vivir en un mundo donde pudiera ser sólo Johnny Guitar al lado de Vienna. Y eso es lo que parece entender Tom antes de que lo entendamos nosotros. Y aquí viene a cuento un inciso. Ni siquiera en aquella primera vez tuvieron nada que ver ni Joan Crawford ni Mercedes McCambridge -y eso que me gusta mucho esa vena orgiástica de la furia asesina e incendiaria de Emma (que le puede más que el dolor por la muerte de su hermano: qué gran plano su tocado de luto en el polvo tras el entierro)-




ni Sterling Hayden ni Ward Bond ni Ernest Borgnine tuvieron, por sí mismos, un papel relevante en el hecho de que Johnny Guitar se convirtiera en una película de reclinatorio para uno. Pero sí, sin duda, John Carradine tuvo mucho que ver; no ya porque es uno de los grandes secundarios de la historia del cine, sino porque su muerte en los brazos de Vienna -con su vestido blanco- es una escena de imborrable recuerdo. Al propio Carradine le encantó la escena: ¿Acaso se puede morir mejor en una película?


Cuando volví a verla caí rendido ante esos diálogos de Vienna y Johnny Guitar tan citados, pero que, negro sobre blanco, sin la voz de Sterling Hayden y Joan Crawford, parecen -y son- letra muerta. Godard -no fue el único, claro- los citó con un par de réplicas en el final de Le petit soldat, su primera película con Anna Karina.


Esos diálogos ocupan apenas la primera parte de una escena que cobra su verdadero significado en el tramo final, no tan citado y pocas veces puesto en valor como se merece -tuve que esperar a verla una tercera vez para valorar la belleza de su forma (y la forma de su belleza)- y hablar de esta segunda parte es el único pretexto para traerlos aquí. Han transcurrido cuarenta minutos de película, algo más de la tercera parte, y la secuencia completa dura unos cuatro minutos y medio. Ha llegado la noche, Johnny Guitar está bebiendo solo en la cocina y Vienna, con un vestido morado y capa granate, se acerca.


Él le pregunta por qué está despierta. Por los sueños, dice ella. Él se vuelve a mirarla. Corte a plano medio de Vienna: Por las pesadillas. Corte a plano medio de Johnny Guitar: Yo también tengo a veces. Le ofrece de beber pero a ella no le ayuda. Corte a la composición inicial:


Vienna entra en la cocina por la puerta batiente y se acerca a Johnny:


Él se levanta como impulsado por un resorte. Corte a primer plano de Vienna con él de espaldas:


Johnny.- ¡No te vayas!

Vienna.- No me he movido.

Contraplano.


Johnny.- Dime algo bonito.

Vienna.- Claro. ¿Qué quieres que te diga?

Johnny.- Miénteme. Dime que me has esperado todos estos años. Dímelo.

Contraplano.

Vienna.- Te he esperado todos estos años.

Johnny.- Dime que habrías muerto si no hubiese vuelto.

Vienna.- Habría muerto si no hubieses vuelto.

Johnny.- Dime que aún me quieres, como yo te quiero.

Vienna.- Aún te quiero como tú a mí.

Contraplano. Johnny coge un vaso de güisqui.


Johnny.- Gracias. Muchas gracias.

Johnny se lo bebe de un trago. Vienna le quita el vaso de las manos y lo tira.

Vienna.- Deja de compadecerte. ¿Crees que lo has pasado mal?

Ella quiere contarle cómo consiguió el local, pero él no quiere escuchar, no quiere que le cuente nada.

Vienna.- Te buscaba en cada hombre que conocía.


Él quiere que olvide todo. Las pesadillas han terminado.

Johnny.- Es como hace cinco años.

Se acerca a ella por detrás, le habla cerca de la oreja. Le dice que no ha pasado nada en este tiempo.

Johnny.- No tienes nada que decirme porque no es real.

La coge de los hombros, la vuelve hacia él:


La toma de las manos, se la lleva fuera de la cocina. A estas alturas ya estamos en manos de Nicholas Ray y nuestro corazón late con la partitura de Víctor Young.


Corte. La cámara los recoge en el saloon y retrocede con ellos en travelling:

Johnny.- La banda está tocando. Celebramos que nos vamos a casar. 


Con el impulso, ella se adelanta unos pasos.


Corte. Primer plano de Vienna mientras se gira hacia él. Las lágrimas corren por sus mejillas:


Vienna.- Te he esperado, Johnny.


Vienna.- ¿Por qué has tardado tanto?

Se besan. Fundido negro.

El presente es una atmósfera irrespirable para el amor de Vienna y Johnny. Pueden fingirlo, pero apenas si logran habitar en el mismo plano. Aquel amor sólo podrá renacer si vuelven al pasado. Entonces Johnny coge la mano de Vienna y la arrastra cinco años atrás, avanzando hacia el pasado. Y Nicholas Ray nos lo muestra enhebrando el avance de los amantes con un travelling de retroceso. Vemos cómo Johnny y Vienna caminan deprisa para reunirse con sus almas que se han quedado prendidas en el Hotel Aurora. Vivimos ese travelling como un viaje en el tiempo. Y a uno le dan ganas de gritar: ¡Ahí veis a Nicholas Ray dirigiendo! ¡Es cine, nada más que cine! La música de Víctor Young nos lleva de vuelta al pasado y en el curso del viaje quedan abolidos aquellos cinco años, la herida de tiempo que separaba a Vienna y Johnny. En ese instante Ray corta y, al fin reunidos en el mismo plano, los amantes se abrazan, porque, ahora sí, es como hace cinco años. Dos mil noches después del Hotel Aurora.

29/11/11

Petos de ánimas


El cerezo en flor del último plano de Le Havre, la última película de Kaurismäki, me ha llevado de vuelta al cine de Ozu. A los planos vacíos de Ozu, una de las señas de identidad y uno de los rasgos de estilo más reconocibles del cineasta. Desde un punto de vista meramente narrativo resultan prescindibles, pero sin ellos no volveríamos a las películas de Ozu, porque no respirarían, y entonces Ozu no sería Ozu.

Banshun (Primavera tardía, 1949)

Pareciera que cuando Bresson escribió en sus Notas sobre el cinematógrafo aquel aforismo que reza, dar a los objetos el aire de tener ganas de estar ahí, pensaba en estos planos vacíos de Ozu.

Higanbana (Flores de equinoccio, 1958)

Planos vacíos como síntomas que denotan la irreductibilidad del cine a un orden narrativo, dramático o plástico. El cine aflora en una mirada excesiva, la misma que nos reclama a los espectadores, una mirada que desborda cauces y confines. El cine, como nos recuerda Godard en sus Histoire(s) du cinéma, no es un arte ni una técnica sino un misterio. El mismo misterio que anida en esos planos vacíos que amojonan el cine de Ozu.

Dekigokoro (Corazón vagabundo, 1933)

Hitori musuko (El hijo único, 1936)

Banshun (Primavera tardía, 1949)

Bakushu (Principios del verano, 1951)

Higanbana (Flores de equinoccio, 1958)

Ohayo (Buenos días, 1959)

Kohayagawa ke no aki (El otoño de los Kohayagawa, 1961)

Planos vacíos que fueron bautizados -y no pretendo ser exhaustivo- como pillow shots, cutaway still-lifes, planos objetos, tomas muertas, planos inanimados o espacios despoblados. Si se trata de planos contingentes, cabe preguntarse por la función que cumplen o por el sentido que cobran en las películas de Ozu. Y, de entrada, conviene señalar que esos planos vacíos conjugan diversas funciones y pueden generar una pluralidad de sentidos; desde luego nunca son unívocos. A veces, pueden verse como signos de puntuación o marcas de tiempo, con una función similar a la del fundido encadenado o el fundido negro, de los que Ozu prescinde muy pronto en su filmografía, y también pueden leerse en primera instancia como planos de situación, pero enseguida esos usos -descriptivo (como topografía de la acción) y/o sintáctico (como elipsis más o menos significativas)-, se ven transfigurados por la autonomía de la que se acaban invistiendo.

Higanbana (Flores de equinoccio, 1958)

Por así decir, se despojan de cualquier vestigio narrativo a medida que la película se despliega, para operar como insertos que quiebran el relato durante más o menos tiempo, cobrando valores rítmicos y plásticos, pero éstos no agotan su pregnancia significativa; justamente, los planos vacíos tienen el aquel de preñarse de sentido, modulados por nuestra mirada en el curso de la película.

Kohayagawa ke no aki (El otoño de los Kohayagawa, 1961)

Los planos se vacían de la figura humana y se consagran a la mirada que remite a una ausencia. Objetos y espacios, como metonimias de las vidas que amueblaron y cobijaron, llevan inscritos la memoria de sus habitantes y usarios, de aquéllos que los vivieron. Los planos vacíos son portadores de un fuera de campo, que da testimonio de los ausentes, y de la cicatriz invisible de una herida de tiempo vivido, transfigurando en el orden de lo visible la fugacidad de lo humano. Por eso, esas imágenes desprenden melancolía, destilan un perfume de pérdida irremediable y declinan una poética de lo efímero; en definitiva, nos acercan a una dimensión primordial del cine como revelador de la invisible e inmutable erosión de la horas.

Kohayagawa ke no aki (El otoño de los Kohayagawa, 1961)

Los planos vacíos -pura contingencia- devienen una meditación sobre nuestra propia contingencia y ofrendan a la mirada la faz del tiempo... sin nosotros. Son planos de un luto presentido. Pequeñas formas de duelo. Petos de ánimas.