9/11/11

Aquella noche de noviembre en Louisville


Una vez al año, o alguna más si algún estreno lo propicia, quedo con Cheché Carmona en un café de A Coruña. El guión de cada encuentro apenas varía: breve sumario de nuestros trabajos (a no ser que llevemos entre manos algún guión que desborde el aquel meramente alimenticio), a modo de prólogo, y el resto de las dos o tres horas ya nos enviciamos en hablar de libros y películas. La semana pasada salieron a relucir, entre otros, Ford -siempre sale Ford-, Lubitsch, Wilder, Los ojos sin rostro de Franju, Río salvaje de Kazan, Fedra de Mur Oti, Calle Mayor de Bardem, Coppola -esta vez Sofía, por Somewhere, su última película, que me recomendó (cuando salí del cine, me confesó, pensé que una película así, tan minimalista, no debía gustarme, pero me gustó mucho)-, Clint Eastwood -otro que tampoco falta-, Poe y ese cuento suyo Hop-Frog, Hemingway y Diez indios -donde menos es verdaderamente más-, Proust -casi siempre viene a cuento (donde más no sólo es muchísimo sino inagotable)- y la Odisea -que también-, y el documental Facing Ali -compartimos la afición al boxeo y a las historias de boxeadores- que me urgió ver y Del boxeo, los relatos de Joyce Carol Oates, que me encareció leer. Cuando ya nos habíamos despedido y me encaminaba al hotel, caí en la cuenta de que no le había comentado nada sobre El gran Gatsby en relación con la serie Mad Men, y recordé que hace dos años me dijo cuánto echaba en falta en esta escuela una entrada sobre la novela de Scott Fitzgerald.


Un ejemplar de la primera edición (1925) 
de El gran Gatsby

He vuelto a leer El gran Gatsby porque Donald Draper -uno de los grandes personajes de Mad Men, la serie de Matthew Weiner- viene a ser un trasunto del personaje central de Fitzgerald, un hombre que se inventó a sí mismo, porque en el horizonte del sueño americano un hombre hecho a sí mismo debe ser siempre otro hombre, con una identidad que entierra la identidad originaria, un hombre sin pasado, sin camino de vuelta, sin retorno; en el fondo, Don Draper es un Don Nadie de Ninguna Parte, como un personaje de la novela define a Jay Gatsby. De ahí, la tragedia íntima y la fragilidad del sueño. En Mad Men. En El gran Gatsby. Digamos que la serie despertó el deseo de volver a leer la novela, pero bastaron unas pocas páginas para que la prosa soberana de Scott Fitzgerald se convirtiera en razón sobrada para regresar a El gran Gatsby.


Matthew Weiner, a la dcha., con Jon Hamm (Don Draper) 
en el set de Mad Men

Cada año se renueva la promesa de la gran -también en número de páginas- novela americana, y casi siempre se olvidan de Faulkner. Que si Pynchon, que si los Roth -Henry y Philip-, que si Bellow, que si Foster Wallace (cuya prematura muerte parece haber frustrado una de sus esperanzas) o que si ahora (aunque parece que no) Franzen con Libertad, pero a Fitzgerald le bastaron doscientas páginas para escribir, si no la, sí una gran novela americana; él estaba convencido de haber escrito la mejor novela de los Estados Unidos. Una novela que trata de la ficción como asunto primordial, como savia de la vida y, en definitiva, de la necesidad de la novela, de novelarse, como asiento irrenunciable de la identidad. Por  así decir, Scott Fitzgerald escribió El gran Gatsby para mostrar que la ficción es la verdadera patria (de los sueños primordiales), no ya del escritor, sino del hombre.    

El gran Gatsby fragua el cuento de un hombre devorado por un sueño, que paga un alto precio por vivir demasiado tiempo con un solo sueño, un sueño devorador que otorga grandeza a la historia, una historia que cobra existencia -es decir, escritura- en la medida en que alguien -el narrador Nick Carraway- contempla la grandeza de aquel sueño y le otorga carta de naturaleza a la belleza de la voluntad desmedida de Jay Gatsby en la procura del amor de Daisy. Un amor que sólo cobra visos de realidad si atrapa la mirada del narrador y cuyas dimensiones coinciden con la mirada que cautivan.

Y entonces Gatsby cobró vida para mí: de repente salió del útero de su esplendor inútil.

En último término, la grandeza de la historia de amor de Gatsby por Daisy se cifra en devenir una historia digna de ser contada. Y recordada.

No hay fuego ni frío que pueda desafiar a lo que un hombre guarda entre los fantasmas de su corazón.

En ese sentido, El gran Gatsby es la prueba de ese amor, que se prueba como pura literatura. Dicho de otra forma, que esa historia de amor llegue a existir depende de cómo se cuente. O mejor, es cómo se cuenta. Y ahí radica también la grandeza literaria de la novela de Scott Fitzgerald. Y de su autor.


Parece que Scott Fitzgerald escribió un primer borrador de El gran Gatsby en tercera persona, pero al decidir limitar el relato a la mirada -y la voz- de Nick Carraway dotó de mayor penetración a la escritura y pareja unidad a los efectos narrativos. Y muy pronto leemos en la novela que, después de todo, a la vida se la observa mejor desde una sola ventana. Como vemos a través del narrador, las condiciones de la visión y los efectos de iluminación se convierten en la materia misma del relato:

Estábamos a oscuras: sólo la puerta iluminada proyectaba unos metros cuadrados de luz sobre el amanecer tenebroso y suave. A veces una sombra se movía detrás de la persiana de uno de los vestidores de arriba, dejaba paso a otra sombra, a una incierta procesión de sombras, que se pintaban los labios y se empolvaban ante un espejo invisible.

Una estrategia que se refuerza y se anuda por el hecho de ser una ilusión -un deseo irrenunciable, un sueño, un espejismo- el motivo cardinal de la novela.

Cada noche aumentaba la trama de sus fantasías hasta que el sopor ponía fin a alguna escena especialmente viva con un abrazo de olvido. Durante cierto tiempo esas ensoñaciones fueron un desahogo para su imaginación: eran un indicio satisfactorio de la irrealidad de la realidad, una promesa de que la roca del mundo se fundaba firmemente sobre el ala de un hada.

La escritura se vuelve el cedazo de un doble encantamiento: el de Gatsby por Daisy, y el de Nick Carraway por aquel amor que nos relata como testigo privilegiado y cautivo. Más aún, es la fuerza de ese amor la que lo empuja a narrar, a preservar aquella historia inmortal, la que lo convierte en narrador.

Y así, creemos a ciegas, cuando Nick nos cuenta hechos que no pudo presenciar y que ni siquiera nos aclara cómo llegó a conocerlos -aunque no resulta difícil conjeturar su descubrimiento-, pero no hace falta aclaración alguna, porque es un narrador que nos ha mostrado en el curso de la novela la capacidad de ponerse en el sitio de otro, que es una forma de empezar a ser otro, o sea, una condición del escritor; por eso aceptamos que Nick imagine lo que ve Gatsby antes de morir -aunque no puede verlo-, cuando del sueño sólo quedan jirones, porque -como narrador- ve más allá de sí mismo, ve a través de otros, ve lo que no vio, experimenta lo ajeno como propio, que no es otra cosa la magia de la ficción y la ilusión de la novela.

Debe de haber mirado un cielo extraño a través de la hojarasca aterradora, y tiritado al descubrir lo grotesca que es una rosa y lo cruda que es la luz del sol sobre una hierba aún sin acabar de crear. Un mundo nuevo, material pero no real, donde pobres fantasmas que respiran sueños en vez de aire se movían sin sentido, al azar..., como esa figura cenicienta y fantástica que se deslizaba hacia él a través de los árboles informes.

Bien puede leerse -y verse- El gran Gatsby como el cuento trágico de un héroe que se destruye cuando acaricia ya el sueño anhelado después de un largo viaje. Pero cómo podría leerse un cuento que levanta un mundo sobre el ala de un hada sino como una historia trágica. Qué poquita cosa resultan los objetos mágicos que cifran los sueños de Gatsby -aquella luz verde que brilla toda la noche en el extremo del embarcadero de Daisy- o de Myrtle Wilson (la amante del marido de aquélla) -una correa de perro, muy cara, de piel con adornos de plata envuelta en papel de seda-, sueños simétricos de dos personajes reflejados en el espejo de las respectivas tramas y anudados en la fatalidad. Cómo podría verse si no esta novela de los locos -felices, violentos, febriles- años veinte que anidaban el germen de la hecatombe. El gran Gatsby, publicada en 1925 y escrita el año anterior entre la Riviera francesa, Roma y Capri, nos trae el perfume de un montaje vibrante y luminoso que enmascaraba la fragilidad de un sueño y presagian su irremediable final. Lástima que un cineasta como Coppola no se encargase de la puesta en escena de la película además del guión, y quizá con otro reparto (desde luego con otro Gatsby).

Fotograma de El gran Gatsby (1974) de Jack Clayton, 
a partir de un guión de Francis Coppola

Pero la naturaleza de cuento de El gran Gatsby debe mucho al genio de Scott Fitzgerald al cuajar una imagen mítica en el vano resplandor de aquellos años veinte y contagiar la visión ilusoria del protagonista con la inmensidad del pasmo primordial, yuxtaponiendo la pérdida de un personaje con un mundo perdido:

Árboles desaparecidos, los árboles que cederían su sitio a la casa de Gatsby, provocaron una vez con sus susurros el último y más grande de los sueños humanos: durante un instante encantado y efímero el hombre tuvo que contener la respiración en presencia de este continente, obligado a una contemplación estética que no entendía ni deseaba, frente a frente por última vez en la historia con algo proporcional a su capacidad de asombro.

Ahora todo el asombro se reduce a aquella luz verde al final del embarcadero de Daisy. Pero basta esa estrella mínima para cifrar un destino, una luz tan cercana como inalcanzable, porque se aleja a medida que caminamos, como barcas contracorriente, devueltos sin cesar al pasado. Como Don Draper. Como Jay Gatsby a aquella noche de noviembre en Louisville con Daisy entre sus brazos.


(Los fragmentos de El gran Gatsby se tomaron de la traducción de Justo Navarro para la editorial Anagrama.)

2 comentarios:

  1. Yo le dije a Lola López Mondejar(Microscopias):
    “Tome nota cuando lo comentaste. Pero, anoche, después de leer tu entrada vi el primer capitulo de Mad Men. Ese hombre “hecho a sí mismo” al final de tanto cartón piedra no puede evitar ir a acaríciales la cabeza a sus hijos.
    Yo, que no me he hecho a mi mismo, cuando terminó el capitulo, fui a tapar y a acariciar a Jesús y a Teresa que ya dormían largo rato. Lola, Muchas gracias.”
    Daniel, muchas gracias

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  2. La semana pasada compré el libro.
    Será lo próximo que lea cuando acabe con lo que estoy ahora.
    Un abrazo, Gran Daniel.

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