15/11/11

En el Oeste, antes del western


El domingo nos dimos una sesión continua en Cineuropa, la cita de noviembre con el cine en Compostela. En unas incómodas butacas del Salón Teatro vimos Meek's Cuttoff (2010) de Kelly Reichardt y Las nieves del Kilimandjaro (2011) de Robert Guédiguian. Hacía tiempo que no veíamos dos películas seguidas en el cine y en versión original, y volvimos a casa evocándolas mientras sonaba música brasileña en Radio 3.



La de Guédiguian, una historia de sindicalistas marselleses atrapados entre la contradicción y la culpa de los combates -y derrotas- del presente, que les cuesta reconocerse en el espejo de la mitología de la clase obrera, astillado por la globalización, es de esas películas bienintencionadas y consoladoras, que buscan la movilización afectiva del espectador y la empatía con los personajes por la vía del humor, y que acaban resultando previsibles como dos y dos son cuatro; de esas películas que pretenden aliviarnos de la complejidad del presente mediante atajos narrativos, que soslayan los verdaderos dilemas -también morales-; en fin, de ésas con visos de cine comprometido que busca espectadores cómplices, no miradas críticas, a cambio de una dosis de buena conciencia como bálsamo estupefaciente.


Meek's Cutoff  es otra cosa, o mejor, es otro cine, y mejor aún, gran cine. De ese cine que nos sigue calando días después, como nos calaba la lluvia en As Furnas mientras paseaba ayer con David Pérez Iglesias bajo un cielo enfoscado y cabe las espléndidas rompientes, y le hablaba de la película de Kelly Reichardt, y de lo poco que le había gustado a la mayoría de los espectadores (por lo comentarios que se escuchaban a la salida); hasta daban ganas de meterlos de nuevo en la sala y que vieran la película otra vez, ahora con los ojos abiertos.


Decubrimos a Kelly Reichardt en el IndieLisboa de hace dos años con Wendy y Lucy (2008), una película con una trama mínima y devoción por los pequeños detalles, dos rasgos que caracterizan su cine, pero que cuaja sus más bellas formas en Meek's Cutoff, donde la cineasta conjuga ambición y austeridad a partes iguales. De sobra conocemos la historia -y aun la Historia- original, aquella Caravana de Oregón, uno de los relatos fundacionales de los Estados Unidos que da título al western -fundacional también- de James Cruze en 1923. Kelly Reichardt y su guionista Jonathan Raymond parten de un personaje histórico, Stephen Meek, un guía botarate que perdió en 1845 una caravana de doscientas carretas en el desierto de Oregón, y de los diarios de la expedición, la mayoría escritos por mujeres que, a menudo, se centraban en las rutinas cotidianas, en las millas recorridas, en los trabajos y los días... en fin, una de las historias de aquella Historia. Pero bastan un par de brochazos para hacerse cargo del destilado que representa Meek's Cutoff: de aquellos doscientos carromatos, la cineasta se queda con tres para otras tantas familias, siete personajes guiados por Stephen Meek y un indio cayuse que se encuentran por el camino, y somete la óptica del relato a una perspectiva que pone el foco en las mujeres pioneras.


A través de la decantación del relato, Kelly Reichardt encuentra un filón de resonancias inagotables, de ahí extrae la fuerza -narrativa y simbólica- que emana de sus imágenes, donde encontramos la huella sensitiva, el latido original de aquella odisea que acabó contándose en clave épica como la conquista del Oeste, uno de los hilos que pespuntan el tejido narrativo del western, de tal forma que Meek's Cutoff puede disfrutarse en la medida en que se aparta de los caminos amojonados por el más americano de los géneros, de filmes como Caravana de mujeres (William Wellman, 1951), en cuyo espejo se refleja y, al tiempo, se aleja tanto de su épica como de la construcción dramática tradicional, prescindiendo de un planteamiento y de un final canónicos: encontramos a los pioneros en el camino, los acompañamos mientras deambulan perdidos y los dejamos sin estar seguros de que hayan encontrado la ruta hacia el Oeste.


El camino de despojamiento seguido por la cineasta se parece mucho a la ascesis de sus pioneros, que deben soltar lastre a medida que avanzan, reduciendo el ajuar a lo imprescindible, como Kelly Reichardt con sus recursos retóricos. Todo lo que (los más de) los westerns daban por descontado se revela en Meek's Cutoff con la pregnancia de los ritos esenciales -moler el café, recoger leña para el fuego, lavar los cacharros, tender la ropa en las espinas de los cardos, cruzar un río, el peso de cada paso y cada cuenco de agua-; qué vivos se nos muestran estos tiempos muertos, sobre todo cuando empieza a escasear el agua, el Oeste parece casi inalcanzable y ya sólo queda sobrevivir, un día más, un paso más aún, y el viaje se transforma en un camino de renuncia, de purificación, con el horizonte de un nuevo mundo interminablemente diferido. Resulta de lo más coherente que la cineasta hubiera elegido, no un western, sino Nanook el esquimal de Fhaherty, un documento sobre el arte de habitar -y sobrevivir- en un territorio hostil, como filme de referencia cuando preparaba Meek's Cutoff.


Los pequeños gestos y los detalles concretos inscritos en aquel paisaje reseco, las figuras de aquellos pioneros deambulando como espectros, perdidos en el desierto de Oregón, en aquel sobrecogedor silencio que vuelve más palpable la fragilidad del canto de las carretas o el crepitar de las hogueras en la noche, la poquita cosa de lo humano, expanden el tiempo suspendido que se destila en imágenes -del director de fotografía Chris Blauvelt- como naturalezas muertas o retablos de una peregrinación hacia la tierra prometida. El uso del formato cuadrado -1/1,33 (qué difícil ver una película así hoy en día, cuando sólo parecen posibles las pantallas panorámicas)- confina nuestra mirada -como las cofias la mirada de las mujeres- frente a un espacio inmenso, acentuando la sensación de desamparo y desorientación de los pioneros en un territorio que deviene laberinto, una tensión reforzada por el montaje -de la propia Kelly Reichardt-, privilegiando las miradas, los planos de escucha, lo que no vemos (el contracampo), que emerge de la amenaza y de la promesa conjugadas en el paisaje que atraviesan, una frontera que los avecina con lo desconocido, más allá del horizonte.


La austeridad narrativa y la desnudez formal de Meek's Cutoff no representan una simplificación del western sino todo lo contrario, nos devuelve a la prístina complejidad de la aventura originaria, es decir, a las preguntas cardinales que afloran en el misterio primordial del hombre frente a la naturaleza, ante la promesa de un nuevo mundo, frente a la amenaza del Otro. El indio cayuse irrumpe en la película e introduce una cesura significativa en el relato, a partir de ese momento la mirada de Emily Tetherow -encarnada por Michelle Williams- se apodera de Meek's Cutoff, porque sólo ella se aventura en el aquel de comprender y hacerse entender cuando la incomunicación lingüística y el miedo al extraño se trasforman en cuestión de vida o muerte, sólo ella persevera en escuchar y ver, en buscar un terreno de encuentro con el otro, de intercambio, quién sabe si también de confianza mutua. Por eso, el clímax de la película tiene al indio -¿pueden fiarse de él? ¿los llevará hasta donde haya agua?- como causa del enfrentamiento de Emily con Meek -una violenta escena sin necesidad de disparos- y una de las escenas más conmovedoras tiene al indio como protagonista, cuando empieza a rezar por uno de los pioneros que enferma gravemente y la plegaria desvela el más íntimo y unánime desvalimiento; la necesidad, en fin, de apoyo mutuo para sobrevivir juntos que se cifra en esa mirada de Emily a través de las ramas de aquel árbol solitario mientras el indio se aleja caminando hacia las montañas, uno de los más bellos finales que hemos visto.


Meek's Cutoff es una de esas películas que no encontraron distribución aquí  -no vamos a extrañarnos a estas alturas-, de ésas que algunos -¿tantos?- espectadores consideran tediosas (como el crítico con más altavoz de este país que aseguró haberla sufrido cuando la vio hace un año en la Mostra de Venecia), pero que tanto nos ha emocionado. Cine americano, sí, pero no -ya no- cine de Hollywood. Cine marginal sí, pero del mejor cine. Cuando uno rememora la película de Kelly Reichardt se acuerda también de Wagon Master (1950) de Ford o de The Shooting (1966) de Monte Hellman, e imagina verla otra vez en algún cine dentro de veinte años, en una copia rayada, con lluvia en las imágenes, como quien descubre un clásico olvidado. Hay un aire puro de primera vez que se respira en Meek's Cutoff, y al tiempo hay que vencer una cierta extrañeza como quien pisa territorio incógnito, como si uno contemplara la primera película del Oeste, antes del western.

3 comentarios:

  1. No sé cuántas veces he empezado un post sobre Nanook el esquimal, Daniel y siempre lo dejo...Me ha encantado el post de "Hombre de Arán" y a ver como consigo ver "Meek's Cuttoff".Prometo que yo lo haré con los ojos bien abiertos para no perdeme ni una sola de las maravillas que cuentas. Un beso, Daniel

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  2. Ola Daniel, podrías recomendar algunas de las pelis del programa de Cine Europa? Aquí tienes el programa:

    http://cineuropa.compostelacultura.org/programa/?lg=gal

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  3. Te recomiendo, además de "Meek's Cutoff" (sobra decirlo), las mismas que, si nada se tuerce, iré a ver: "Le Havre" de Aki Kaurismäki y "El niño de la bicicleta" de los hermanos Dardenne. También, "Le père de mes enfants" de Mia Hansen-Love (que ya conocía y me gusta) y "Road to Nowhere" de Monte Hellman (simplemente porque es de Monte Hellman, aunque no sé si encontraré un hueco para verla).

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