Ayer vimos Le Havre, la última película de ese bolchevique del corazón llamado Aki Kaurismäki. Tanto lo echábamos de menos y llegó en el momento propicio, cuando más lo necesitábamos. No encuentro mejor definición para Le Havre que las últimas palabras de John Ford en Carta breve para un largo adiós de Peter Handke: Una historia hermosa, sencilla y clara. Una historia que hace falta.
A una historia necesaria teme uno ahogarla con palabras. Cuenta cómo Marcel Marx (André Wilms), un limpiabotas de Le Havre que en tiempos fue uno de esos escritores con un libro de culto -el mismo Marcel (y el mismo actor) de La vida bohemia casi treinta años después- y que en la deriva de la vida encontró abrigo bajo el ala de un hada encarnada en Arletty -la maravillosa (musa y hada madrina de Kaurismäki) Kati Outinen-, ayuda a un niño africano -inmigrante ilegal buscado por la policía- a llegar a Londres para reunirse con su madre.
En un mundo despiadado, los de abajo sólo pueden contar con la solidaridad de otros desheredados, y son esos desheredados quienes defienden el último reducto de la civilización europea -o sencillamente, una última reserva de humanidad- frente a la barbarie capitalista en la sociedad de la opulencia; y esa misma solidaridad los mantiene en pie y les otorga la energía necesaria para resistir: son los de abajo, sí, pero con la cabeza muy alta y la elegancia proletaria de un Tom Joad en Las uvas de la ira.
Cuando le preguntan por qué rodó fuera de Finlandia -no sé de qué se extrañan si ya había rodado Contraté un asesino (1990) en Londres o La vida bohemia (1992 ) en París-, Kaurismäki cuenta que eligió Le Havre después de recorrer la costa en coche desde Génova hasta la frontera belga.
El problema de los inmigrantes, y la vergüenza de su vergonzoso tratamiento, se repite en cada país de Europa, no importa dónde se ruede la película, claro que -añade socarrón- hay pocos inmigrantes tan desesperados o con tanta mala suerte como para acabar en Finlandia.
Kaurismäki no es de esos cineastas que se pasan años -ni siquiera semanas- dándole vueltas a un guión y acostumbra a ironizar sobre el proceso de escritura.
Mi método es muy simple: cuando encuentro la idea básica de la historia, el personaje principal y su problema, lo olvido durante tres meses y después lo escribo en un fin de semana largo. Mientras, con suerte, el inconsciente hace el trabajo. En el caso de "Le Havre", me llevó mucho tiempo encontrar la profesión del protagonista hasta que un limpiabotas me dejó los zapatos como espejos en Portugal; se llevó una sorpresa cuando le di veinte euros.
Kaurismäki, con boina, en el rodaje de Le Havre,
mientras retocan a Jean-Pierre Darroussin
Un limpiabotas, que con el de pastor -apunta Marcel-, es el único oficio que respeta al dedillo los preceptos del Sermón de la Montaña; no tiene nada de extraño si pensamos que de Sica -como Capra- es uno de los referentes del cineasta finlandés. Tampoco le extraña a uno que a Kaurismäki le guste cada vez más el cine de Chaplin. Sus personajes, tan hieráticos y lacónicos -como ese comisario Monet encarnado por un magnífico Jean-Pierre Darroussin (memorable en la escena con la piña tropical)-, y al tiempo tan próximos, habitan un mundo cruel, pero en el cine de Kaurismäki -cine de sentimientos y vacuna contra el sentimentalismo- ya nada puede impedir que sean bendecidos siquiera con una pizca de felicidad o privarles del derecho a los milagros. Porque aun derrotados, conservan una fuerza irreductible, -y una de las señas de identidad del cineasta-: ese humor sutil, que puede con todo lo que les echen o les caiga encima, y deviene una forma de lucidez que desprende una atmósfera cálida en un mundo helado.
Le Havre conjuga aquellos rasgos que hacen del cine de Kaurismäki una forma reconocible, tan personal como su huella digital; un cine de pocas palabras, pero tan elocuentes, de hondos silencios y canciones tristes y hermosas -como Cuesta abajo en la voz de Carlos Gardel (nunca faltan los tangos en sus películas)-, destilado a través de una puesta en escena tan austera como reveladora y hospitalaria, y de una paleta de colores tan escueta como acogedora del extraordinario Timo Salminen, un director de fotografía con el que Kaurismäki, después de tantos años trabajando juntos, ya no necesita hablar de la iluminación de esos muelles, de esos cuartos, de esos bares y barrios proletarios tan queridos, una complicidad a la que todos los cineastas aspiran pero pocos alcanzan; un cine que persevera en el 35 mm con profundidad de campo, porque soy viejo de sobra como para morir con las botas puestas, se justifica con sorna el cineasta. ¡Qué poco necesita Kaurismäki para cuajar una película tan bella!
Aki Kaurismäki
Quizá no alcance la maestría de Nubes pasajeras pero Le Havre, una película puro Kaurismäki que termina con un pillow shot de un cerezo en flor puro Ozu, se le acerca mucho y uno sale del cine con ganas de verla otra vez. Cine para abrigarnos en el crudo invierno. Un cuento tierno para tiempos duros.
Vamos a necesitar muchos cuentos así, me temo.La pena es que se cuentan pocos. A mí si me gustaría emigrar a Finlandia :D
ResponderEliminarUn beso, Daniel