28/4/09
Vosotros sois la estrella
Con este fotograma acabamos ayer. Y con él vamos a empezar hoy. Pero la razón para hablar de Las uvas de la ira se remonta un poco más, apenas siete días. La semana pasada pude ver "la trilogía de los tiempos modernos" de la guionista Elisabeth Perceval y su compañero, el director Nicolas Klotz. Con ese pretexto puede charlar con Cheché Carmona, en estos últimos años nos vemos poco. Fue alumno mío en la EIS y siempre disfruté hablando con él. También cuando trabajamos juntos medio año que con lindo gusto hubiéramos prolongado. Es uno de los (pocos) guionistas (vivos) que admiro. Uno aprende muchas cosas hablando con Cheché y más aún cuando el tema es John Ford. Y con Cheché no cuesta nada que el tema sea John Ford. También dan para mucho el Quijote, la Biblia, la Odisea, Juan Rulfo, Ernest Lubitsch y Clint Eastwood. Pero la semana pasada John Ford volvió a ser el centro de la conversación. Y esta vez fue Cheché quien lo puso sobre la mesa. Me comentaba cuánto le había gustado Paria (2000), la primera película de la trilogía de Perceval y Klotz, porque, tratándose de una historia sobre excluidos, sin techo, vagabundos en París, el tema social no ahogaba la historia en la que los personajes tienen voz por derecho propio, su propia vida, sus propios sueños, se enamoran y se mantienen fuertes en su pobreza. No son unas víctimas, no dan pena, no quieren inspirar compasión. En palabras de su director, son héroes como los de la Odisea. Y arden las pérdidas y en la pantalla hierve la vida. Son pobres, sí, pero siguen en pie, son hombres. Percibes esas presencias enteras y adviertes que van a seguir adelante porque lo que llevan dentro es más poderoso que los tiempos duros y en mundo despiadado que les tocaron en suerte. Como en las películas de Ford, como en Las uvas de la ira, fueron las palabras de Cheché. Así que a la vuelta de Coruña y de "la trilogía de los tiempos modernos" volví a ver la película de Ford. Y en eso estamos. En eso quedamos ayer. A las puertas de Las uvas de la ira.
Primero fue la novela de John Steinbeck. Pero detrás de la novela hay otra novela. Otra novela que en realidad es una serie de reportajes periodísticos, una escritura airada contra la furia de la historia, contra la injusticia. Una serie titulada Los vagabundos de la cosecha cuyo autor fue el propio Steinbeck. Le encargó los reportajes el San Francisco News y los escribió en el verano de 1936. Mientras, en otras latitudes del país, Dorothea Lange y Walker Evans hacían sus fotografías, y James Agee tomaba notas para lo que acabaría siendo Elogiemos ahora a hombres famosos. Era el aire, la tormenta de los tiempos.
Gracias a esos reportajes, John Steinbeck tuvo un encuentro decisivo: conoció a Tom Collins. Se trataba de un tipo al que de verdad le importaban los emigrantes empobrecidos, arruinados, deseperados que llegaban a California en busca de trabajo, y organizó campamentos de acogida con ayuda de uno de los programa de realojamiento de la administración Roosevelt. Fue Collins quien le transmitió a Steinbeck la admiración por la dignidad y el coraje de tantos emigrantes que inspiraron su novela y cuyas historias conoció a través de los informes que encontró en el archivo de los campamentos que aquél organizó. Un escritor está obligado a celebrar la probada capacidad del ser humano para la grandeza de espíritu y la grandeza del corazón, para la dignidad en la derrota, para el coraje, para la compasión y para el amor, son palabras de Steinbeck en el discurso de aceptación del Nobel de Literatura en 1962.
Entre 1931 y 1939 tormentas de polvo -conocidas como dust bowl- arrasaron los estados del Medio Oeste. Entre 1935 y 1938, 400.000 granjeros arruinados emigraron a California, la tierra prometida. El mismo Woody Guthrie emprendió ese camino en 1937 desde Oklahoma. Subió a un tren de mercancías con su guitarra, trabajó recogiendo melocotones en California y empezó a componer baladas que grabó en el disco Dust Bowl Ballads.
Una de esas canciones se titulaba Tom Joad en homenaje a Las uvas de la ira que Steinbeck publicó en 1939 -unos meses antes que el disco de Guthrie-, una novela que le dedicó a su mujer, Carol, y a Tom (Collins), que vivió esta historia. La Fox se hizo enseguida con los derechos de adaptación. Y Darryl Zanuck le encargó a Nunnally Johnson la escritura del guión, ya había escrito, por ejemplo, Prisionero del odio (John Ford, 1936).
A Nunnally Johnson le preocupaba la adaptación de una novela como Las uvas de la ira. Incluso le intimidaba su "cualidad bíblica". No es de extrañar. Se trataba de condensar más de seiscientas páginas de literatura en cien páginas de escritura cinematográfica. En realidad no se trata de condensar, se trata de enterrar cinco partes de seis y que la parte visible "hable" por el resto. Y tampoco se trata se eso, sino de encontrar la pulsación que le permita vivir a la historia después de la carnicería -despiece y armazón de un puzzle- que el guionista tiene que practicar con el lbro. En fin, Nunnally Johnson le hizo caso a la única recomendación que le dio John Steinbeck a propósito de la adaptación de la novela: "Manoséala". Y escribió el primer borrador. Y por una de esas inusitadas conjunciones astrales -otra explicación resultaría inverosímil- ese primer borrador se convirtió, con muy pocas modificaciones, en el único borrador fechado el 13 de julio de 1939. Zanuck sugirió, por ejemplo, que viéramos a Tom Joad en la primera escena del filme, y aclarar la escena del adiós entrre Tom Joad y la madre para evitar la impresión de que él huye, Tom está haciendo un sacrificio. El propio Zanuck esbozó también una escena para comunicar una mayor dureza a las situaciones que debe vivir la familia Joad: esa escena que Ford rodará con la cámara en el viejo camión de los Joad mientras la gente desalentada se va apartando en el primer campamento que encuentran en California. Cuando Zanuck y Johnson estuvieron de acuerdo, se decretó el secreto absoluto sobre el proyecto.
Le enviaron el guión a Steinbeck pidiéndole disculpas por la escena del restaurante junto a la carretera donde el vijo Pa Joad y los niños entran a comprar pan, una escena que no estaba en la novela. A Nunnally Johnson le gustaba mucho, más aún, se sentía orgulloso de ella. A Steinbeck le encantó la escena y el guión. Y hay que reconecer que se trata de un gran guión: ¿cómo no iba a gustarle? Pero el caso es que le gustó.
A Zanuck le quedaba por tomar otra de las decisiones capitales: ¿a quién le encargaba la dirección de Las uvas de la ira? A esas alturas Ford estaba rodando Corazones indomables -con Henry Fonda, John Carradine y Dorris Bowdon que volveremos a encontrar en el reparto de Las uvas de la ira- , también para la Fox y se barajaron otros nombres, Clarence Brown, por ejemplo. En cualquier caso, Ford no fue la primera decisión. Tampoco dijo que sí a la primera cuando Zanuck le propuso el proyecto a mediados de 1939.
John Ford se sentía atraído por Las uvas de la ira: un buen guión sobre una buena historia que se parecía a la que habían vivido sus ancestros irlandeses durante la hambruna del XIX. Un vínculo emocional irresistible para el descendiente de los Fearna del condado de Cong en el oeste de Irlanda. Terminó el rodaje de Corazones indomables el 5 de septiembre y sólo dispuso de cuatro semanas antes de empezar el rodaje de Las uvas de la ira. Parece imposible desde nuestras coordenadas, sobre todo si tenemos en cuenta que se trata de una producción cuidada hasta el mínimo detalle, pero así se hacian las cosas en el viejo Hollywood. Y vienen muy a propósito estas líneas:
Mucho se dice en nuestra época sobre (...) la imposibilidad de pedirle al genio que trabaje dentro de unos límites establecidos o que colabore en un plan ajeno. Pero, después de todo, lo cierto es que muchos grandes genios lo han hecho, desde Shakespeare cuando enmendaba malas comedias o dramatizaba noveluchas (...) Los poetas menores no pueden escribir por encargo, pero los grandes poetas sí. Cuanto mayor sea el espíritu del hombre, cuanto más abarque su mirada, más probable es que cualquier cosa que se le proponga le parezca prometedora y significativa; cuanto más lo comprenda todo, más dispuesto estará a escribir lo que sea. Es exigir mucho (si a eso vamos) arrojarle un ladrillo a alguien y pedirle que escriba un poema épico; pero cuanto mayor sea su grandeza más capaz será de escribir sobre el ladrillo. Estas líneas las escribió Chesterton a propósito de Dickens al que, en tantos aspectos -la magnitud de la obra, el sentido de lo popular, la combinación de lo dramático y lo cómico, la creación de los personajes y de la emoción-, se le parece John Ford.
La Fox preparó un dossier con fotos de Dorothea Lange, Walker Evans, Ben Shahn,... ordenadas por temas -"erosión del suelo", "tormentas de polvo", "emigrantes", "baile", "campamentos del gobierno", "campamentos de ilegales",...- y con fragmentos de los reportajes de Steinbeck, y se lo facilitó a Ford, al director de fotografía Greg Toland y a los directores artísticos Richard Day y Mark Lee Kirk. Y contaron con la colaboración de Tom Collins, el hombre al que tanto debía la novela de Steinbeck.
A Ford no le interesaba el estudio social que desplegaba Las uvas de la ira, le interesaban los Joad, los personajes, la familia, la idea de comunidad. Alguien sugirió que Las uvas de la ira es la película más irlandesa del director, probablemente lo era en 1939. Y desde luego todo el cine de Ford germina en el teatro (de sombras) de la memoria ancestral. Le resultó muy fácil encontrar en el éxodo de los emigrantes desposeídos de Oklahoma la genealogía de su propia identidad y convirtió el guión de Nunnaly Johnson en la partitura para interpretar (una vez más) la música más íntima.
El rodaje de Las uvas de la ira comenzó el 4 de octubre de 1939 con la fotografía dura de Toland que prescindió de los difusores y con los actores sin maquillaje. Rodaban sobre todo a primeras horas de la mañana y a las últimas de la tarde para aprovechar las sombras que proyectaban los cuerpos. John Ford atendía a cada detalle y dirigía a cada actor según sus necesidades: sin palabras apenas con Henry Fonda que se había apopiado por completo de Tom Joad, paciente con John Carradine (Casey) que lo irritaba tanto, punzante con Dorris Bowdon (Rosasharn) pero guiándola como en los tiempos del cine mudo para llevar hasta el borde del desgarro, cuidadoso con Jane Darwell (Ma Joad), matizando la dicción de John Qualen (Muley) con primorosa precisión, convirtiendo a cada elemento de la figuración en un personaje con entidad propia -basta contemplar esa escena del campamento a la que nos referimos más arriba- del que podríamos escribir una biografía tras contemplarlo apenas unos segundos mientras avanza el camión de los Joad. Podemos imaginar a Ford en el borde del encuadre destrozando a mordiscos el pañuelo con que envolvía la mano cuando llegaba el momento de rodar y así aliviar a dentelladas la insoportable tensión interior con que afrontaba cada plano, totalmente sumergido en la escena del adiós mientras Henry Fonda (Tom Joad) desgrana su monólogo - ...Estaré en los gritos de los hombres en los días de furia. Estaré en la risa de los niños...-, y cuando, tras besarse por primera (y quizá última) vez con Jane Darwell (Ma Joad), desaparece por el fondo del encuadre, Ford dice "¡Corten!" y se aleja del set sin decir una palabra: ha conseguido lo que quería en una única toma y ya puede desatarse el nudo que le apretaba dentro y aflojarse el pañuelo.
El 16 de noviembre, tras cuarenta y tres días de rodaje, Ford acabó su trabajo de dirección. Dejaría muy claro que la película, para él, debería terminar con el gran plano general de Henry Fonda (Tom Joad) subiendo la colina en un crepúsculo irrevocable, convertido en una figura espectral en la oscuridad americana, o por extensión, en palabras de Walter Benjamin, en la medianoche de la Historia. Una escena en la que resuenan ecos del final de El joven Lincoln (también con Henry Fonda subiendo una colina), pero que encontraría su más exacta correspondencia con John Wayne (Ethan Edwards) en el final de Centauros del desierto, y en general con el personaje fordiano por excelencia, el héroe necesario que debe abandonar la comunidad, condenado a una errancia irremediable.
El propio Zanuck se encargó de filmar la escena final de Las uvas de la ira con Jane Darwell (Ma Joad) proclamando: No pueden derrotarnos, porque somos el pueblo. Una escena que figuraba en un añadido al guión fechado el 1 de noviembre. Parece ser que, como Ford no quería rodarlo pero tampoco podía impedir que se rodase, le sugirió a Zanuck que se encargara personalmente. Luego el productor se puso manos a la obra, como recuerda Robert Parrish, para conseguir que los sonidistas grabaran el mejor sonido de camión que se haya escuchado nunca, ese motor que con los ladridos de los perros es lo único que escuchamos en esa escena del camión de los Joad abriéndose paso entre la gente en el campamento de emigrantes, la música del desaliento, el metrónomo de la injusticia, la silenciosa partitura de la furia de la Historia. La película se estrenó en enero de 1940. Había costado 750.000 dólares y recaudó 1.100.000. Más o menos. No fue un gran éxito.
Después de ver Las uvas de la ira uno no entiende cómo puede seguir sosteniéndose que se trata de un filme realista. Cuando uno acaba de ver la película, en primer lugar ha visto una obra de John Ford. Y Ford nunca fue un cineasta realista. Si algo caracteriza su obra, es la tensión dolorosa, irremediable (y casi insostenible) entre la materia y la forma con que envolvía el malestar existencial y se dejaba llevar por el magnetismo de las tinieblas, con que vulneraba la claridad compositiva y derivaba hacia las pinturas oscuras y fantasmales, con que se dolía de las heridas de la civilización y cantaba una elegía por el mundo perdido. Una luz irreal envuelve los tramos finales de Las uvas de la ira cuando Tom Joad acepta el sacrificio al que el destino lo convoca. Pero, en realidad, toda la película transita por un territorio fantasmagórico, asistimos al éxodo de figuras espectrales -hasta los personajes se han descorporeizado del actor que les presta el esqueleto-, sombras caídas de una pesadilla que pronuncian palabras que parecen encontradas, como tan bien apunta Cheché Carmona, en los recodos de un sueño o en la frontera de la locura, como admite el propio John Qualen (Muley), muertos vivientes como los emigrantes del primer campamento californiano. Las uvas de la ira deviene un viaje en la noche oscura americana. ¿Un filme realista? Sólo si admitimos que la mirada excesiva de Ford ha otorgado una supra-realidad a la materia que filmaba, transcendida por una luz "demoníaca" (del daimon) que trasmuta los cuerpos, los objetos y los lugares en imágenes en las que se han inscrito la idea de una pérdida irreparable -una herida, un amor, una pena- que nos asalta en medio de un sueño con la aflicción de un fulgor lacerante.
La corriente bíblica de la novela de Steinbeck se transmuta en la película de Ford en aliento mítico. Durante el éxodo hacia la tierra prometida, el cineasta confiere a sus personajes la encarnadura de seres míticos. De ahí las ceremonias, los rituales, las canciones, la estatuaria en la composición y esos cielos abrumadores. Y terminan hablando con las palabras de los héroes de una odisea americana. Figuras, voces y lugares que cobran la entidad inmarcesible que cosechan las invenciones en la encrucijada de la memoria y el mito. El territorio de John Ford.
En 1965, Steinbeck volvió a ver la película en una copia en 16 mm: Me senté a ver cómo había envejecido. Luego un pedazo de electricidad con una cara flaca y oscura apareció caminando en la pantalla y se apoderó de mí. Otra vez volví a creer en la historia que había escrito. Cuando murió tres años después, Henry Fonda recitó el Requiem de Stevenson en su funeral -como John Wayne en el funeral de They Were Expandable (Ford, 1945)-. Cuando murió Henry Fonda en 1982, un amigo leyó el monólogo final de Tom Joad en Las uvas de la ira.
Nunca dejes que nadie te derrumbe, canta Woody Guthrie en Tom Joad. En la columna del Daily Worker, el periódico del Partido Comunista, escribió: Vi una peli anoche, Las uvas de la ira, esa maldita película es la mejor que he visto en toda mi vida (...) Id a verla, no os la perdáis. En esta película vosotros sois la estrella.
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XA SOMOS DOUS NA CASA DANIEL.
ResponderEliminarAGORA TAMÉN O ADRIÁN, (http://azaredados.blogspot.com) O MEU FILLO, VAI Á ESCOLA A DIARIO.
CANDO VEXO AS PROGRAMACIÓNS DA CORUÑA ADOEZO. PERO A BELA TARR VOU, SI QUE VOU.
ANDO MOITO NA REDE E CREO QUE ESTE BLOG É DO MELLOR QUE PASA ESTE ANO.
EN CERTO MODO PENSO QUE NON ESTAMOS Á ALTURA DOS NOSOS SOÑOS.
CANDO A MIÑA NAI VIU AS UVAS DA IRA LEMBROU A SÚA PROPIA INFANCIA, A PRIMEIRA VEZ QUE VIU UN INODORO E NON SABÍA COMO FUNCIONABA.
LEMBRO ESTAR NA COCIÑA DA ALDEA, A TELE CHEGOU CANDO EU TIÑA 11 ANOS, E DALGUNHA MANEIRA APRENDER A VER CON ESES FILMES.
NON SEI POR QUE FORD PARA MIN É UN DIRECTOR MISTERIOSO, MESMO INQUIETANTE.
UNHA APERTA, QUE DIGO PARVADAS.
Éste es un artículo admirable. El consejo de Daniel Domínguez que dice: "En realidad no se trata de condensar, se trata de enterrar cinco partes de seis y que la parte visible "hable" por el resto", debería figurar en un lugar bien visible cerca de la mesa de todo guionista.
ResponderEliminarOtra cosa, debo aclarar que en la manera de citarme (soy Cheché Carmona), la imaginación de Daniel (como tantas otras veces) le ha gastado una "buena" pasada. Lo ha mejorado todo hasta la tergiversación. Prácticamente es todo suyo. Créanme. Algo parecido hizo con el final de una película de Buñuel, "Abismos de pasión", a la que le cambió el final, causándome una gran decepción cuando la vi. El final inventado por él era mucho mejor. Espero que cuente algún día los detalles.
Un artículo para guardar.
Me gustaría pensar que esto, al referirse a los personajes de "Uvas de la ira", lo he dicho yo: "sombras caídas de una pesadilla que pronuncian palabras que parecen encontradas", pero Daniel se equivoca, es suyo. El artículo está lleno de maravillas como éstas.
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