Una de las más bellas historias que me contaron durante la infancia fue la historia de Moisés. El mismo, el que separó las aguas del mar Rojo y guió a los israelitas hacia
Joseph Roth
De Moses Joseph Roth concretamente. Un gallego. No de Galicia, sino de Galitzia, donde a finales del siglo XIX, cuando nació nuestro Moisés, confinaba el imperio austrohúngaro con el ruso. Galitzia, como Galicia, era tierra de frontera. Ahora las tierras de Galitzia se reparten entre Polonia y Ucrania. En aquellos tiempos los dos tercios de la población eran judíos. Como Moisés, sobra decir. Como Bruno Schulz, el autor de Las tiendas de canela, que además fue maestro y pintor, y lo mató un oficial nazi el 19 de noviembre de 1942 de un tiro en la cabeza cuando acababa de pintar un mural. Como Soma Morgenstern que redactó durante su exilio neoyorquino su infancia gallega en Años de juventud en Galitzia oriental. Como Andrzej Kusniewicz. Todos ellos escritores judíos de Galitzia.
Joseph Roth
En 1925 lo destinaron como corresponsal en París y se enamoró de la ciudad y de las francesas. Incluso fantaseó con la idea de convertirse en francés. Pero apenas si estuvo un año en París. En 1926 lo enviaron a Rusia para que contara cómo se vivía en el país que había experimentado la primera revolución socialista de
Escribía casi siempre. Y cuando no escribía, bebía. Porque si Roth no pudo tener más oficio que el de escritor, a la hora de vivir, no pudo ser otra cosa que un alcohólico. Por lo visto, no leía más que periódicos y solía citar aquello de Karl Krauss: Un escritor que se pasa el tiempo leyendo a otros (autores) es como un camarero que se pasa el tiempo comiendo. En 1929 su mujer debe ingresar en un manicomio con un diagnóstico de esquizofrenia. Cuando llegan los nazis al poder, los libros de Roth –La marcha Radetzky, Job (el libro que tuvo más éxito, el favorito de Marlene Dietrich), Fuga sin fin, Hotel Savoy- arden en las hogueras y desaparecen de las librerías en Alemania.
Joseph Roth
Se exilia a su amado París . Continúa escribiendo en las mesas de los cafés. Y bebiendo. Escribe por ejemplo un relato magnífico y atroz, El triunfo de la belleza, como si mojara la pluma en el veneno de la misoginia para mostrarnos a un hombre que detesta a las mujeres y que nos previene con una historia ejemplar. Estupendamente traducida, como siempre, por Berta Vias Mahou en El Acantilado.
Joseph Roth en el Café Le Tournon
de París en 1938
Muere en pleno delirium tremens en mayo de 1939. Deja una última obra, La leyenda del santo bebedor, su novela póstuma, que Ermanno Olmi llevará al cine en 1988. Cuentan que al entierro acudieron comunistas, monárquicos, judíos y católicos; al fin y al cabo, todo eso fue Joseph Roth. Su familia desapareció en los campos de concentración y su mujer fue asesinada por los nazis en aplicación de las leyes eugenésicas.
Las Cartas (1911-1939) de Joseph Roth, en particular la correspondencia con Stefan Zweig iluminan la intimidad de dos escritores que representan dos mojones esenciales de ese peregrinaje cada vez más incierto de lo que un día no tan lejano fue la cultura europea, la gran literatura europea de entreguerras del pasado siglo.
Zweig y Roth en París, 1936
Pertenezco a la desventurada generación que naufragó en el diluvio de la historia universal, en el que sólo algunos salvaron su vida, pero no salieron, en ningún caso, indemnes. Son palabras de Soma Morgenstern en su libro Huida y fin de Joseph Roth donde reconstruye la amistad con el autor de Fuga sin fin. Joseph Roth fue el primero de esos desventurados náufragos. Un campeón de la desdicha. Y un gran escritor. Y eso es lo que nos queda de un judío de Galitzia.
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