16/4/09

El alma


Las entradas de estas últimas semanas han amojonado el camino hasta El buscavidas. Eso y la última conversación con el maestro. Hablábamos de Jeanne Moreau, de Anna Karina, de Jean Seberg… Y Xosé Luis de Dios evocó la chica de El buscavidas. Y ninguno de los dos era capaz de recordar su nombre. Piper Laurie, la Sarah de la película.


Piper Laurie/Sarah en El buscavidas

Una actriz que se cansó de los papeles de chica mona que le daban en la Universal durante los cincuenta, se despidió sin pensar en las consecuencias y se fue a Nueva York. Hizo televisión en directo y en 1961 fuimos bendecidos por la gracia de que Robert Rossen la eligiera para encarnar a la chica de El buscavidas. Una prueba evidente de que los dioses lares del cine, aun despistados como están –sobre todo en Hollywood- siguen velando por nosotros.


Un momento del rodaje de El buscavidas.
A la dcha., Robert Rossen.


The Hustler/El buscavidas
(1961) me gusta especialmente porque es de esas películas que devienen pura –perdonad el polisílabo- sinécdoque. Representan la evidencia de esa figura de dicción o tropo que consiste en designar el todo a través de una de las partes. En el caso del filme de Robert Rossen es una sinécdoque excesiva, o sea elegante, bella de tan infrecuente en los tiempos que corren y poderosa. En El Buscavidas bastan unos billares de la calle 42 de Nueva York para hablar de América. Y, vista hoy la película, para hablar del mundo en que vivimos. Ganar y perder en América ése era el tema predilecto de Rossen: El denominador común de mis películas es la pérdida de voluntad del ser humano ante el deseo de poder y la moral del éxito, objetivos competitivos de la sociedad industrial y elementos determinantes de la vida norteamericana. La primera película suya que vi fue Cuerpo y alma (Body and soul, 1947), con guión de Abraham Polonsky, fotografía de James Wong Howe, montaje de Robert Parrish y protagonizada por John Garfield (nada menos), ya desarrollaba el tema del precio del éxito, la gran pasión americana –el consabido país de las oportunidades-. Por no hablar de El político (All The King’s Men, 1949), otra película de Rossen montada por Parrish.

Robert Rossen

Pero hay algo más íntimo en El buscavidas. Es imposible olvidar que su director había sido uno de esos cineastas arrastrados por el torbellino de la historia en una de sus versiones más perversas y abyectas: la lista negra de Hollywood (otra sinécdoque). Robert Rossen había militado en el Partido Comunista y se había alejado de él hacia 1947. Resistió la primera oleada de la caza de brujas pero no la segunda. En cuanto su nombre apareció en la lista negra se acabó el trabajo para él. Aguantó un tiempo pero en 1953 se presentó voluntariamente a declarar ante la Comisión de Actividades Antiamericanas. Dio nombres de ex-camaradas que ya habían sido denunciados, pero los dio. Su hija Carol, actriz, cuenta que a partir de ese momento lo despreciaron todos, los de izquierdas y los de derechas, y a ella misma por llevar su sangre. El cineasta murió en 1966 a los 57 años. Hubo quien dijo que por vergüenza. O simplemente su corazón no resistió (la diabetes, el alcohol, el tabaco) la presión (o el peso de la culpa). Catorce años antes había muerto John Garfield cuando aún no había cumplido cuarenta años, tampoco resistió la presión, pero justamente por la razón contraria: se declaró anticomunista pero se negó a dar nombres.



Catorce años llevaba enterrado, profesionalmente hablando, Abraham Polonsky uno de los grandes guionistas de Hollywood, el cineasta que escribió y dirigió –gracias a John Garfield que la produjo y protagonizó, mira por dónde- una obra maestra como Force of evil en 1948, uno de los rojos por excelencia de Hollywood al que se persiguió con saña por negarse a testificar ante la citada Comisión, y que inmoló su carrera en el altar de la decencia. Carol Rossen ha recordado el caso de un guionista que tras ser incluido en la lista negra tuvo que dedicarse a fabricar muñecas Barbie. Pero quizá para dar idea de la resaca del torbellino provocado por la caza de brujas nada más elocuente que el testimonio de Dedé Allen, una de las más destacadas montadoras de Hollywood, que tuvo su primer trabajo relevante en El buscavidas. La montadora había sido denunciada en su momento y pasó a engrosar la lista negra, cuando le preguntaron hace unos años, o sea cuarenta años después, si tuvo algún reparo a la hora de trabajar con un delator como Rossen , Dedé Allen no tuvo pelos en la lengua: “No tengo que acostarme con el director, sólo monto la película”.


Es imposible no contemplar El buscavidas como una película sobre la pureza. América como país de buscavidas, que ha forjado una “cultura” de timadores que constituye una metáfora del modo de producción capitalista, un modo de vida que mata la inocencia. Eddie/Paul Newman y Sarah/Piper Laurie componen una figura trágica que remite al propio Rossen. Sarah es una lisiada que se refugia en la noche y el alcohol para soportar la verdad que asoma por las costuras de los relatos que escribe, pero nada puede protegerla (de la intemperie) del amor (verdadero) por Eddie, un hombre poseído por la pasión americana, y se mata cuando comprende que la inocencia no tiene lugar en un mundo de depredadores, como el encarnado –magistralmente- por George C. Scott. Un mundo que tiene su microclima en espacios cerrados, allí donde no llega la luz del sol, escondido tras las persianas que convierten el día en noche, allí donde crece la desolación y el desamparo, la amargura y el abandono, como las estaciones donde encuentran acomodo los solitarios varados que no van a ninguna parte, o los billares donde se consumen los seres que, abocados al vacío, se afanan sin consuelo. Seres lisiados, ya no físicamente como Sarah, sino anímicamente como Eddie.

Imagen promocional de El buscavidas

Hacía falta -o eso pareciera- que Rossen atravesara el calvario de la caza de brujas para que depurara su estilo hasta transformar los billares de su infancia de niño pobre neoyorquino en un tratado sobre los volúmenes y en una poética de los rostros, sometidos al ascetismo de los grises entreverados por las luces de Eugen Schüfftan y atravesados por una partitura donde los silencios comunican lo inasible de las relaciones entre un hombre y una mujer, el misterio insondable de los seres y la poesía que alberga la condición humana.


Jean Seberg en Lilith

Una depuración que alcanzará su cenit en Lilith (1964), con esa mujer encarnada por Jean Seberg que nos lleva de la mano hasta los abismos de la conciencia escindida con una delicadeza difícilmente igualable. El camino de la abstracción que comenzó en El buscavidas supone un proceso de despojamiento y de búsqueda de lo esencial de quien ya sólo le quedaba por contar lo irrenunciable, la verdad desnuda de todo lo que no fuera puro cine.

Fotograma de El buscavidas

Es imposible, en fin, no advertir en El buscavidas la huella –o mejor, la escuela- de Abraham Polonsky en Force of evil, un filme dotado de una inusitada fuerza lírica, una melodía visual que a través de la metáfora de Caín y Abel propone una lectura política del maridaje entre la mafia y el fascismo, de la corrupción del cuerpo social que lleva aparejado el modo de producción capitalista, un descenso a los abismos del pozo negro que subyace en el mito de América. Una huella que ayuda a definir la sinécdoque de la película de Rossen: esos billares de El buscavidas no son otra cosa que el tropo de un modo de vida que exige, como peaje de la supervivencia, vender el alma.

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