2/4/09

Pasión

Fotograma de Gertrud

Pasé las primeras horas de la madrugada viendo Gertrud, la última película de Dreyer. Y esta tarde quise recuperar la primera película de Dreyer que vi, Dies irae, ese momento en que Anna y Martin se ven por primera vez, la coreografía de miradas y movimientos de cámara para embalsamar el arrebato (el flechazo, el embeleso, el arrobo), nunca se ha filmado con más emoción y carnalidad el encuentro de dos almas. La mirada de Lisbeth Movin/Anna me atravesó la primera vez que contemplé esa escena, y con ella me traspasó también el cine de Dreyer.


Lisbeth Movin/Anna en Dies irae de Dreyer


Llevamos casi medio siglo sin Dreyer y necesitaremos otros cincuenta años para comprender el tratado de luces y sombras que constituye su cine. Para comprender que le resultara tan difícil hacer películas: pasaron más de diez años entre Vampyr (1931) y Dies irae (1943), y más de diez entre Dies irae y Ordet (1955), y casi diez entre Ordet y Gertrud (1964). Antes de Vampyr ya había realizado dos joyas mudas, Páginas del libro de Satán (1919) y Juana de Arco (1928), pero tras el fracaso de varios proyectos en 1936 vuelve a Dinamarca y al periodismo, todo antes que hacer películas por debajo de sus exigencias.


Carl Th. Dreyer

Los que lo conocieron aseguran que Dreyer nunca se rendía ni daba el brazo a torcer cuando estaba convencido de algo, de una frase, de una escena, de una pausa, de una inflexión en la voz, de una toma. Pero tampoco nunca daba consejos, sencillamente creaba la atmósfera, la calma, el momento (decisivo) en que los actores conseguían lo que quería decir. Cuidaba cada detalle de sus películas, de la primera, El presidente (1917) hasta la última. Pulcro, modesto, amable y cortés, lo describe Lisbeth Movin. Apasionado y tenaz, también inflexible e infatigable, se protegía de la injerencia de los productores con una fama de déspota y tirano. Cuando rodaba una película, no existía ninguna otra cosa en el mundo, el tiempo se detenía y sólo escuchaba los latidos del filme que cautivaba su corazón.


Carl Th. Dreyer

No entiendo que se califique a Dreyer de místico, a no ser (que no es) que se entienda lo místico como una expresión radical (o sea, que llega hasta la raíz misma) de la carnalidad –cuajada a base de luces y sombras- que nos constituye. Sus filmes son la puesta en pantalla de las experiencias cardinales que nos conciernen definitivamente. Y aun podríamos centrar más el tema primordial de Dreyer, el amor, o sea, el más cardinal de la experiencia humana. Pero quizá convendría añadir que el director de Ordet concibe el amor como eros, de tal forma que es imposible deslindar la experiencia amorosa de la vertiente erótica. Amor y erotismo son las coordenadas del cine de Dreyer. Y la mujer, muy pocos cineastas nos han legado tan rendidos retratos de mujeres, quizá porque nuestro director vivió prendado de un único retrato, la madre a la que no conoció y de la que sólo poseía una foto. En ese sentido, y sólo si se entiende en esa perspectiva radical, puede hablarse de lo sagrado, de lo divino, de lo místico. Por eso tampoco entiendo que se vincule a Dreyer con Lars von Trier. Diría más, no hay cineasta más alejado de Dreyer que su paisano dogmático, porque no hay nadie menos dogmático que Dreyer. Cada fotograma de Juana de Arco, de Dies irae, de Ordet o de Gertrud son la viva demostración y palpable evidencia de lo que decimos. Y digo palpable porque en Dreyer las emociones se tocan, no hay cine más palpitante que el suyo. Puro amor y temblor.


Fotograma de Gertrud

Pero por obra de la depuración, del despojamiento de lo innecesario, de la abstracción como camino para desvelar la verdad íntima de los personajes, para que nada estorbe a la contemplación del drama interior, para alcanzar la claridad requerida con que iluminar el corazón humano. La obra de Dreyer representa pues un peregrinaje por el camino de la simplificación. Ahora bien, para simplificar la realidad de la vida –nos advierte el cineasta- hay que entenderla primero muy bien. Y cuenta cómo, para “amueblar” la cocina de Ordet, le pidió a la cocinera del estudio que la equipara como si fuese suya, de forma que se sintiera cómoda en ella; trajo todo tipo de utensilios de cocina: platos, ollas y sartenes que dispuso a su gusto. Cuando acabó, Henning Bendtsen –el director de fotografía- y Dreyer, empezaron a quitar utensilios, uno por uno, hasta que sólo quedaron cuatro o cinco. Así, el concepto de cocina quedó mucho más claro que antes. Y lo he comprobado, cualquier mujer (sí, ya sé que no es políticamente correcto) suspiraría por una cocina así, como la que contemplamos en Ordet. Podéis comprobarlo vosotros en este fragmento:



Una película que, en conjunto, quizá sea la más bella de Dreyer. Desde luego, es mi favorita.



Ese camino ascético –valga la redundancia etimológica- hacia la abstracción alcanzó su culminación en Gertrud. Menos de noventa planos, una docena de actores, media docena de decorados; Dreyer no necesitaba más para contar una de las historias de amor –o de desamor, o de pérdida, o sobre la imposibilidad del amor- más hondamente trágicas que se hayan contado nunca. Donde cada gesto, pausa, o inflexión, tiene el peso de la eternidad. Donde el silencio habla por todos nosotros. Donde Dreyer desnuda las apariencias para encarnar las almas. Dije antes que el cineasta alcanzó en Gertrud la culminación en el camino de la abstracción, de hecho estamos ante su último film, ante su testamento fílmico. Pero a uno le cuesta imaginar qué hubiera hecho Dreyer después de Gertrud, qué hubiera podido filmar si no fuera la misma luz, o sombras nada más, o sólo las palabras que las nombrara. La palabra. La última palabra.


Fotograma de Gertrud

Después de rodar Dies irae, como no podía llevar a cabo sus proyectos –sí, ya sé, cuesta creerlo-, para pagar las facturas Dreyer rodó algún corto que le financió la Dirección de Carreteras danesa. Tal cual. Por cierto, en ese corto rodó unos travellings espléndidos –magistrales- siguiendo a una moto –podéis verlos en Carl Th. Dreyer, mi oficio de Torben S. Jensen, un exquisito documental de 1990 sobre el cineasta-. Y a partir de 1952 consiguió una cierta estabilidad económica dirigiendo el cine Dagmar que gestionó, por lo visto, con gran éxito artístico y de gestión:

Las películas populares cumplen una gran misión. Los que viven hacinados esperando una luz en su corazón pueden vivir en esa película toda una semana. Sería insensato y arrogante pensar sólo en el arte, pues el mundo sería muy aburrido. Y algunos encontramos placer en ver las películas que no son tan buenas. Con una envidia mal disimulada miramos los cines abarrotados con esas películas populares.


Dreyer en el rodaje de Juana de Arco



Son palabras de Dreyer. Si alguna vez os acercais a su tumba en primavera, dejad en ella un ramo de anémonas -las únicas flores que Gertrud quería para la suya-, como tributo al cineasta que confesó: el cine es mi única gran pasión.

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