Lo mejor que puedo decir de Un cuento de Navidad (2008) de Arnaud Desplechin es que, tras haberla visto ayer y haber salido de ella en estado de trance, ya me tarda la edición en dvd para verla otra vez, y aun una vez más, para desentrañar las preguntas que germinan al hilo de sus impulsos, para aventurarse en sus recovecos y volver a sentir el tacto de sus imágenes. Valió la pena los trescientos quilómetros que hicimos (mitad de ida, mitad de vuelta) para verla. Y más si hubieran hecho falta.
La película se exhibe en una única sala en A Coruña y antes de entrar en la película viene a cuento traer aquí la escena con la chica que atendía la taquilla. Eran las 15,30:
-¿Me da dos entradas para Un cuento de Navidad?
-¿Sabe usted que la película es en versión original subtitulada?
-Sí, claro.
-¿Y quiere dos entradas?
-Pues sí, para la sesión de las 15,45. ¿Están numeradas?
-Sí, ¿quiere dos butacas centradas en la fila 10, por ejemplo?
-¿Cuántas filas tiene la sala?
-Trece.
-Entonces déme dos centradas en la fila tres.
-Ah, bueno, para esa fila nadie quiere entradas.
-Estupendo.
-Y menos en una película subtitulada.
Por cierto, es la única sala comercial de Galicia que proyecta películas en versión original subtitulada. Más aún, se trataba de la primera película de Desplechin con distribución comercial en España, hasta ahora sus filmes se había podido ver sólo en festivales o filmotecas. Fuimos los dos únicos espectadores en esa sesión. Imagino que no fuimos los únicos espectadores de la película. Todavía se proyecta. ¿A qué estáis esperando? Esta entrada puede esperar, siempre va a estar aquí, el filme de Desplechin no.
Un cuento de Navidad es una película sobre una familia que se reúne para pasar juntos
La película de Desplechin se abre con una ceremonia de duelo por un hijo muerto hace años pero cuyo fantasma sigue rondando los recuerdos de su padre, Abel/Jean-Paul Rossillon, y el hogar de los Vuillard. Una ausencia que sigue pesando e infectando los vínculos afectivos en el presente, hasta convertir a Henri/Mathieu Amalric en un indeseable, porque no cumplió con la función que se le había asignado desde la concepción: nació para salvar a su hermano, pero infelizmente nació tarde.
Y Henri vuelve como el hijo pródigo, abocado a enfrentar el odio de su hermana Elizabeth/Anne Consigny, que lo identifica como el gen maligno que propaga la enfermedad de la sangre de la familia, y el desamor de la madre. Los lazos de sangre están emponzoñados y la Navidad convoca a los Vuillard a un exorcismo de los demonios familiares.
Emmanuelle Devos y Jean-Pierre Rossillon
en Un cuento de Navidad
en Un cuento de Navidad
La familia como genealogía de la moral (no faltan las citas nietzcheanas) y la genealogía de la familia como arqueología de las filiaciones, nido de las representaciones fundacionales, corazón de las mentiras primeras, nicho de pérdidas (no faltan las referencias a Emerson que vivió en carne propia la de su hijo), incesante cascada de interrogantes que nos acucian desde una mirada que las desgrana en forma de imágenes preñadas de una búsqueda desesperada de sentido, huérfanos de los saberes primordiales: quiénes somos, quiénes son nuestros padres, qué heredamos. He ahí la cartografía de un filme en el que Desplechin no cesa de abrir canales, de crear texturas y tonos en ese palimpsesto de voces que constituye una familia, de tal forma que la película deviene un inventario de catas en el yacimiento arqueológico de los afectos, de las filiaciones, de la genealogía.
Un cuento de Navidad puede contemplarse como un ajuste de cuentas con la familia. Los muertos siempre están aquí, como fantasmas y/o como monstruos con que jugamos a asustar a los niños (a los nietos), como don o como duelo. Y no nos queda otra sino invocarlos si queremos comprender la masa de la sangre que nos funda, y resolver los cortocircuitos con que los ausentes enredan los afectos de los vivos. Y de los que van a morir, como Junon. La herencia cobra entidad genética en el filme de Desplechin. La mala sangre adquiere carta de naturaleza, y no sólo metafórica: es una cuestión de vida o muerte. Y se pliega sobre si misma: los descendientes sobre los ancestros. Para Junon la filiación se convierte en un martirio, teme arder con el trasplante de médula de su propio hijo.
Un fotograma de Un cuento de Navidad
Se ha señalado repetidamente que una de las grandes cuestiones que atraviesan el cine contemporáneo consiste en preguntarse cómo es posible narrar cuando una cierta posmodernidad rompió los lazos de las causas y los efectos, y dejó al aire las tripas del relato, los mecanismos de la narración. Desplechin (hermano del alma de Truffaut) despliega sus películas impulsadas no sólo por la voluntad, sino por la confianza en el acto de contar, de contarse, de vaciarse en la fruición de las grandes narraciones, a la manera de un Balzac o de un Dickens. En ese gusto cabe hablar de lo novelesco a propósito de Desplechin, como era posible hacerlo acerca de Truffaut, pero de ninguna forma puede hablarse de un cine novelesco (ni acerca de Truffaut ni de Desplechin). Cine incandescente, incluso en llamas, es lo que nos regala el director de Un cuento de Navidad (como nos lo regalaba Truffaut), por más que las palabras, los textos, las voces pueblen sus imágenes de la misma forma que han traspasado y nutrido su mirada.
Arnau Desplechin con Mathieu Amalric
en el rodaje de Un cuento de Navidad
en el rodaje de Un cuento de Navidad
El dolor, el desgarro y la crueldad, la comedia y el melodrama más oscuro se maridan en el cine de Desplechin que toma en sus manos con energía y precisión los mecanismos del relato para innovar y alentar el aquel de contar, y lo hace de una forma apasionada y torrencial, sin reservas, sin red, sin pudor, poniendo en escena los caminos sombríos de la genealogía de una educación sentimental. Las apariencias desnudas, la cruda verdad de ese refugio infernal que constituye la familia, nido de la infección sentimental que gobierna los impulsos de los personajes. Desplechin pone el microscopio en la vibración febril de la piel de las apariencias, a punto de ser rasgada, herida por la revelación de esas cartas y confesiones a cámara que, lejos de constituir efectos distanciadores, se transmutan en espacio íntimo de confidencias. Y con esa mirada microscópica atenta a cada mínimo detalle saja el tumor canceroso que crece en el núcleo de los vínculos afectivos y familiares, Así, los diálogos en carne viva apenas si consiguen represar el espesor inagotable de lo no dicho, de lo indecible; psicodrama donde fluye a borbotones el fraseo como síntoma de las tensiones que se han ido acumulando en el interior de los personajes, acercándose al punto de fusión, al borde del estallido que nunca dejará de producirse, con la descarga emocional que lleva aparejada.
Las ficciones de Desplechin se fraguan cerca del punto de ebullición donde las compuertas que han retenido rencores, odio, celos y resentimiento van a reventar sin remedio, y las palabras se harán carne, herida, llaga, dolor no ya simbólico, sino encarnado. Dotar de carnalidad a las palabras representa el efecto que persigue Desplechin con la puesta en escena, es la transmutación del guión que persigue el cineasta. El cine, señala el coguionista Emmanuel Bordieu, es una enfermadad que se contrae a partir de la nada (las palabras del guión), pura somatización. Es su forma de habitar el filme. Sus personajes son tan carnales que encarnan también el mito al que remiten, alojado en la noche de los tiempos. Y, en correspondencia, sus imágenes son tan táctiles que la maravillosa escena de amor entre Sylvia y Simon –la primera y la última- es una cuestión de manos, que nace y muere a flor de piel, que necesitará reinventarse para ser recordada a base de la memoria de las manos. Ese milagro de un alma en pena atrapando el tacto del cuerpo amado y perdido. Porque como recuerda Simon que dijo Auguste Renoir, si un pintor siente las tetas y los traseros está salvado.
Un fotograma de Un cuento de Navidad
Los filmes de Desplechin optan por expandir el marco de la trama para dar curso a nuevas vertientes que afluyen al cauce del relato. En Un cuento de Navidad, los retratos pueblan la casa familiar y desde las imágenes iniciales invocan a los ausentes –muertos, desaparecidos, regresados, perdidos- y los recién llegados, como Faunia/Emmanuelle Devos -la amante de Henri-, se verán obligados a confrontarse con ese pasado que corrompe las filiaciones y los afectos. El filme se convierte de hecho en una circulación de afectos cuyo tráfico ordena el cineasta en ese castillo encantado donde habitan los fantasmas, los monstruos, la leyenda de la familia. Hasta convertirse para nosotros espectadores en esa membrana que separa a madre e hijo tras el transplante. Hasta dejarnos sobrecogidos ante la pantalla en carne viva. Y van pasando los créditos. Y desde lo más profundo rendimos tributo a las imágenes materializadas por Eric Gautier, el sentimiento conservado en cada plano por la montadora Laurence Briaud, y las sensaciones intraducibles que nos atravesaron con el uso de la/s música/s -que inundan pero no invaden el filme- como muy pocos cineastas consiguen hoy en día. Y nos faltarían palabras para trasmitir siquiera la piel de las emociones que transmite un reparto sencillamente perfecto. Cómo hablar de la verdad que transmiten Catherine Deneuve y Jean-Paul Rousillon, los magníficos Mathieu Amalric y Emmanuelle Devos… Baste subrayar, porque hacía tiempo que no la disfrutábamos, la sublime Chiara Mastroianni, más madura y mejor actriz que nunca.
Un cuento de Navidad carece de espina dorsal, de eje dramático, o si se quiere, de centro de gravedad permanente, más bien se trata de una constelación de núcleos dramáticos que se atraen con diferentes intensidades (y tonalidades) en el curso del relato cuya estructura muda constantemente y se acaba pareciendo al árbol genealógico que deviene el motivo temático que enhebra las escenas del filme, incluso los filmes de Desplechin, a modo de patrón de crecimiento o ley de gravitación de la obra del cineasta francés, o de la casa de la ficción que habita.
Un cuento de Navidad es una fiesta de la pasión de vivir, de la forma poliédrica de la vida, luminosa y miserable, generosa y mezquina, tierna y cruel, gozosa y triste, desmedida y dolorosa. Bella desmesura la forma de habitar el filme la de Desplechin, celebración del exceso de la pasión de filmar. Diríase que no tiene estilo sino una forma inconfundible de contar que transforma cada película en una fiesta del cine.
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